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JuanMartín...

Juan Martín se hundió en el sofá de cuero de color marrón frente al televisor, apoyo el brazo y dejo caer livianamente su cabeza hacia un lado, después lavaría los platos de la cena. En minutos Rolando Rivas saldría a manejar su taxi por Boedo, a su lado, en otro sillon aun mas mullido y viejo, el nonno habia acomodado el pescuezo adolorido y tras estirar lentamente las piernas sobre un taburete de pino le pidio a Juan Martin que cerrara bien las puertas. La Tere le guiñaba un ojo a Rolando a escondidas de Don Felix…

El nonno rugía antes de roncar.

Juan Martín decidió salir a caminar por el barrio harto de los ronquidos que su abuelo lanzaba al aire entre guiños y muecas en blanco y negro. Eran cerca de las once, a su regreso levantaría los cubiertos sucios de la mesa, sacudiría las migas del canasto de esterilla y le diría al viejo que se metiera en la cama.

Mas allá de cómo lo viera durmiendo muy plácido en ese sillón tan viejo casi como él, aún era temprano para despertarlo. Y el televisor debería seguir así, siseándole al anciano que él seguía ahí, simulando su presencia, por lo menos, por un par de horas más hasta su regreso.

Tomó las llaves en silencio. Un par de pasos antes de llegar a la pequeña cerca que da a la calle, se persigno, acto seguido, sacó de entre sus tantos bolsillos un arrugado paquete de cigarrillos rubios y se dispuso a cruzar el barrio hasta llegar a la casa del gordo Marcelo, su amigo.

Este no estaría durmiendo, ya que últimamente eran habituales las reuniones en su casa. El hecho de persignarse no significaba mas que un habito. La llovizna dibujaba los adoquines con figuras geométricas filosas que se diluían sin mas como un humo inocente.

Sus pasos esquivaban metódicamente cada baldosa floja -no cualquiera podría hacerlo; él, se había tomado el trabajo de dibujar un plano perfecto del lugar y las formas de todas y cada una de ellas- Pensativo y apretado entre sus buzos, con un gorro de lana deshilachado sobre su cabeza, jugaba a hacer aros con el vapor de su aliento, con el humo del cigarrillo. De vez en cuando ejercitaba sus labios en el sonoro arte del silbido, que a pesar de los años de práctica en este oficio, jamás aprendió.
El aire indefectiblemente, se le escapaba por el hueco de una caries mal tratada. Igualmente insistía. Así, entre silbidos afónicos y una pertinaz llovizna, pudo ver tímidamente oculta en la oscuridad a Martina, quien a su vez, a mitad de cuadra, parecía despedirse de un chico.

Se cruzó de vereda al verlos.
Ella vestía de un modo sarcástico ante la lluvia, como siempre, desfachatada, mofándose del agua y el frío, con nada mas una remerita graciosa moteada de estrellitas rojas.
Ella le gustaba.
Su desfachatez le gustaba.
Y desde la vereda de enfrente no podrían reconocerlo: un inmenso manto grisáceo y nebuloso lo cobijaba.
Casi delante de ellos estiró aún más el gorro de lana, cubriéndose cualquier rasgo reconocible desde la distancia. Pronto los dejo atrás. Una tos seca de vez en cuando lo hacia recapacitar sobre si valían la pena tantos cigarrillos en un día.

Zigzagueaba por la quinta o sexta cuadra cuando vio a dos hombres parados en la esquina siguiente, quienes al verlo se despidieron con un abrazo.
Uno de ellos caminó en dirección contraria. El otro se quedó en el mismo lugar, primero sacudiendo fuertemente sus pies contra la pared de un bar con persianas bajas que indicaban su condición de “cerrado”; luego sacó un cigarrillo y esperó.

Del toldo que lo cobijaba nacía un tenue murmullo, la llovizna cumplía con su rito, y algún que otro viento gemía al doblar en la ochava. Juan iba dibujando el ultimo aro de humo, despreocupado.

El extraño que parecía alejarse, súbitamente curvó sus pasos para cruzar la calle e ir en igual dirección que Juan. El hombre bajo el toldo se quedó taconeando hasta que Juan se puso a su altura, en la vereda de enfrente. Un instante después, y amablemente, le preguntó a Juan si tenia fuego. Cruzó la calle.Los sonidos se confundían entre si, de la hojalata del toldo surgía el mismo murmullo de siempre. Apenas el fuego brotó en sus manos, Juan Martín cayó desmayado frente al primero de los hombres. Tras el golpe, el agua de lluvia se transformo en sangre para transformarse luego en frío.

Sus ropas húmedas pronto llenarían de temblores el suelo y cada fibra delgada de su cuerpo famélico. En la oscuridad estiró con exagerada lentitud sus manos hasta los tobillos, sus pies estaban rígidos, y las profundas grietas en sus talones repetían en pequeños ecos cada gemido lanzado ante aquellas mininas caricias.

Siguió bajando hasta sentir el filo de sus uñas, con alguna de ellas podría fácilmente cortarse una vena, pero morir no estaba en sus planes. No aun.

Palpó su cuerpo entero, mientras, se imaginaba el peso de su cuerpo, este, cual momia seca, no era mas que piel muerta sosteniendo a duras penas un montón de huesos. Oía voces a lo lejos, alaridos, pasos, alguna que otra risotada, pero ningún nombre. Oculto en su rincón favorito, Juan Martín, jugaba a estar en el regazo de su abuelo, y lo hacía convencido de tal compañía.

Su madre, según lo dicho por su abuelo, hacia tiempo se había ido de viaje. Don Oscar, escribía notas en nombre de su hija, para luego leérselas al grito de; Juan! Carta!.

En aquel tiempo apenas calzaba 10 años y todo era un juego. Hoy, comprendía y perdonaba aquellas mentiras, convenciéndose a propósito de la veracidad de aquellas líneas, y otra vez, jugaba a estar en el regazo de su abuelo, oyendo atento cada palabra, tembloroso, como al recordar la brisa en el parque cuando jugaba a ser soldado y se arrastraba de manera caprichosa en el lodo con un fusil de madera a su lado.

A lo lejos, otra vez los pasos, los alaridos, las risotadas, el goteo continuo de un grifo mal cerrado, algún que otro chispazo, nuevamente un grito, pero ningún nombre. En su oscuridad, ni caía la tarde ni las aves revoloteaban amoldándose cada uno a sus nidos. No se oía otra cosa que no fuesen gritos. Cuando lograron levantarlo de los hombros, él no dijo nada, se dejo arrastrar por todo el largo de un pasillo repleto de hedores penetrantes. Con los ojos vendados, lo apretaron hasta que entrase en la cajuela de un auto. Kilómetros después lo arrojaron a un descampado. Juan Martín, esperó a que el auto se alejara para comenzar una carrera que no tendría fin hasta el momento en que cerrase la puerta, su puerta. A Martina, no la volvió a ver, mucho menos al chico del cual ella se despedía.
De Marcelo y su familia, decían que se habían ido al Peru o Venezuela.

Martina, la niña...
Su fisonomía toda era pura confusión, sus pies eran pequeños, estos parecian colgar de dos hebras anudadas por la mitad. Sus piernas flameaban al viento y los nudos, cual rodillas, afirmaban sobre el suelo todo su longuilineo cuerpo. Nadie que recuerde su infancia diría que aquello saltarín e inquieto era una niña, las cicatrices no lograban camuflar su sonrisa, amplia y visible como esos horizontes atrapados en el fondo del mar. Inquieta como el mas varón de la cuadra, que, cagón quizá, jamás se animo a contradecir su juicio, siendo este para todos los malos de la cuadra, el definitivo. A su señal caían las trompadas, y ella, sonreía plácida ante la ejecución inmediata de su veredicto. En aquel tiempo Martina rozaba los 12 años y era mala a sus anchas y gusto, risueña, bonita, inquieta, inteligente, sagaz, niño.

Eso fue Martina en su niñez. Exótica y bonita por donde se la mire. Las boconas del barrio, inconscientes ante su crianza, la juzgaban mal educada, al igual que a Martín, ambos huérfanos de madre.

Lorenzo Santamaría, el padre de la adolescente, sonreía ante tales comentarios. Hacía tiempo que Lorenzo figuraba en una pequeña lista suburbana de hombres fuertes. En sus 60 largos, aun era guapo como el mas osado de los nenes sentados de noche en la plaza. Fueron mas las veces que afirmó sus piernas al suelo a modo de advertencia que las peleas disputadas. Avalaban su fiereza la leyenda antes que el presente. Y ante cada arremetida maleducada y nocturna, decía por lo bajo – Pendejada... – Sonreía luego y se enfrentaba seguro de sus fuerzas, tal cual la niña hoy.
Hombre. Fiel conocedor de la mueca del fío, batallaba las calles como nadie. Y ella, afirmaba segura -Lorenzo es mi viejo – apenas se veía un tanto amenazada. Certificaba así su inimputabilidad ante cualquier hecho que la involucrara, pero estos, los que estaban parados frente a ella, no entendían de códigos barriales.

- Ah!... mirá negro!... te acordás?!- Dijo el de gafas oscuras. El otro, sonrió.
- Subíla dale…no zafa...-

Lorenzo, fotógrafo de oficio, fue contratado para una pequeña fiesta de 15 años allá por el Tigre. Accedió de buena gana ya que el mango no venia nada mal. Era un sábado de polerita liviana e incontables estrellas en el agua oscura del río que regaba los fondos del patiecito engalanado con guirnaldas blancas. Sonrió ante la casualidad de ver en el agua un retazo de tela estrellada como la ultima prenda vestida por su nena que a esta altura con 17 años, lo tenia acostumbrado a las fugas cada vez mas frecuentes y espaciadas en su regreso. Le sirvieron un trago, suspiro profundamente, arrancó un pañuelo rojo del bolsillo que lo apretaba y se seco unas gotas de sudor de la frente, el nudo de la corbata se apretó en su garganta al recordar a su niña.
Accedió con desgano al pedido de una foto más. Sonreía de manera ambigua ante el desorden desatado en aquella alegre fiesta. Durante el vals aflojo un tanto mas su corbata, y continuo enfocando a la deriva, lamentándose del carácter influido a Martina, mientras veía a las demás niñas bien arregladas cada una frente a sus pretendientes burbujeantes en acné, y se reía cada vez que alguno se animaba a tirar el pico hacia adelante.
Recordó a su hija tal cual la había visto antes de ayer, un poco enojada ante la prohibición de salir al encuentro de un tal Maxi; que andaba rondándole por el cuaderno.

Y siguió sacándole fotos a la fiesta. Gastó hasta el último cuadro posible. Los hombres que se encontraban sentados junto a sus mujeres en el rincón mas oscuro de aquel patio enlozado por cascotes arrastrados hasta ahí por el río, carcajeaban, cuchicheaban. Lorenzo se encontraba alejado de ellos.
Mirando intrigado hacia estos, queriendo saber sobre que o de quien se mofaban con aquellas señas, mudas para el. A espaldas de la correntada de viento surgida desde el río, creyó escuchar el nombre de su hija en boca de uno de los dos que se abrazaban ya borrachos, sus mujeres se miraban entre si, también sin entender, aunque estas estaban a centímetros de lo que hablaban.
Eran cerca de las tres de la mañana, la bola de espejos se despedazaba sobre los cristales de una gafa oscura sostenida en el aire por uno de ellos en un parsimonioso vaiven circular.
- Pero no...- se decía así mismo Lorenzo – No puede ser -
Curioso, osado, los enfoco mil veces, y estos, se negaron a la par. No debían ser fotografiados.
Se aparto entonces, pero sin alejarse. Detrás del flash de su aparatosa camara se deslizaba una gota de sudor espeso que copiaba paciente el surco de una de sus tantas arrugas. Se la arranco del rostro de un manotazo y volvió a mirar hacia la mesa donde el de gafas oscuras con los codos apoyados en la mesa se cagaba de risa. Borrachos los cuatro.

No puede ser... No!, si el hijo de puta aquel no la conoce. De quien carajo hablan ? La concha de su madre. Y esta pendeja que no se donde carajo se metió. Concha de su madre!

Las imágenes se revolvían en su mente, como el carnaval carioca que entonces recién comenzaba y algunos invitados lo tironeaban para una foto mas.

- No, mi nena no... –


El gordo.
Marcelo en sus ratos libres prefería leer en un altillo polvoriento a salir y darle duro a la pelota de cuero en el baldío detrás de su casa o en la plaza, a cuadra y media. Nada de aquello le importaba demasiado mas que los libros secos ocultos en ese rincón.
Sabato, Marx, Baudelaire, Hesse, Bradbury. Era la obra de estos autores la que adobaba la lengua de los congregados en su sala. El gordo advertia cierto enojo en el modo en que estos citaban a aquellos autores. Aun asi, no hubo una sola reunión en donde algún invitado no se desarme en lagrimas. - Algo esta pasando- pensaba Marcelo. Y en silencio, en las mañanas, un par de horas antes de ir clases, leía algo de estos escritores. Para luego, cual disertante eufórico, razonar párrafos en voz alta frente a una fila de compañeros de curso y demás interesados...

... el capital esta formado por materias primas, instrumentos de trabajo y medios de vida de todo genero que se emplean para producir nuevas materias primas, nuevos instrumentos de trabajo y nuevos medios de vida. Todas estas partes integrantes del capital son hijas del trabajo, productos del trabajo, trabajo acumulado. El trabajo acumulado que sirve de medio de nueva producción es el capital. Así dicen los economistas. ¿Qué es un esclavo negro? Un hombre de raza negra. Una explicación vale tanto como la otra. Un negro es un negro. Solo en determinadas condiciones se convierte en esclavo. Una maquina de hilar algodón es una maquina para hilar algodón. Solo en determinadas condiciones se convierte en capital. Arrancada de estas condiciones, no tiene nada de capital, del mismo modo que el oro no es de por si dinero, ni el azúcar, el precio del azúcar.....

Tras esto, sin preambulos ni presentacion alguna pasaba a un parrafo de Sabato, como si todos estos pensamientos formasen parte de un solo hombre. Y elevaba el tono, quiza, sin querer...

¿ Que valor tendria que trabajasemos y vivieramos entusiasmados, si supieramos que nos espera la eternidad? Lo maravilloso es que lo hagamos a pesar de que nuestra razon nos desilusione permanentemente. Como es digno de maravilla que las sinfonias y los cuadros y las teorias no esten hechos por hombres perfectos sino por pobres seres de carne y hueso.

Que un chico de 16 años, prefiera a Marx y Sabato a la vez, antes que patear una pelota, era raro, pero mas extraño aun, era que este predique entre sus amigos cada palabra leída.
En el patio de la escuela, unos sonreían con sarcasmo ante el grupo de gente que oía con elevada atención cada palabra vertida por el gordo. Martina se encontraba entre los que oian atentos cada palabra, como también Juan Martín, aunque este de un modo desinteresado, mas bien seducido por la oratoria perfecta de su compañero. Sentía cierto orgullo por su amigo, aunque de lo que el hablaba entendía poco y nada. Otros paraban la oreja al pasar, mientras la pelota rodaba de un lado para el otro. El día que Marcelo dejo de asistir a clases, se pasó la tarde entera acomodando sus ropas dentro de una valija de cuero mediana de color marrón. Sus viejos no le decían mucho mas que ... - Dale nene! – De hecho, algo había cambiado.



El pretendiente.
Martina dobló en la esquina al despedirse, lo había visto a Juan Martín yendo a lo de Marcelo y corrió hacia donde el iba. Minutos antes Maxi le exigió un beso en la boca. Sorprendida, y rápida de reflejos le corrió la cara para un costado. Se miraron. En los ojos del chico el deseo había cobrado forma. Martina, le arrimo una de sus mejillas y se fue, sonriente. Le gustaba si, como también le gustaba Martín.

Maxi hacía meses que todas las noches se cruzaba media capital yendo y viniendo detrás de ese beso. Y como todo joven enamorado, insistía. Cuando se le acerco por detrás un Ford negro del 76, pesado, lento. Miró para atrás, para el lado por donde él venía, pudo ver los tobillos flacos de su sueño doblando por la esquina.

En Buenos Aires corría el año 1977 y las lluvias parecían no tener fin.

Texto agregado el 19-02-2011, y leído por 188 visitantes. (0 votos)


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