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Supongo que hay muchas formas para decir las cosas. Maneras directas, otras indirectas, a veces sólo con silencios, otras con párrafos largos, explicativos y claros. Generalmente no escribo de forma muy clara. Lo que me sucede es que no logro evitar mezclar lo que pienso de lo que siento, y de la mezcla suele devenir una especie de camino contaminado, entramado entre la poesía y la prosa. El aburrimiento es tal al mencionar esas palabras, al aludir a esto, que no creo que valga la pena como algo mínimamente interesante. A mí no me interesa al menos, así que supongo que a ti no.

No tengo claro qué me interesa. Si sé que no vivo aburrido la mayor parte del tiempo. Por el contrario, me apremian sensaciones muy vívidas, que algunas veces son como una revelación apoteósica, y otras como el reptar de un microgusano por una manzana sin azúcar. Es difícil predecirlo. Es difícil decir algo que valga la pena. Más todavía en nuestra era, en el déficit atencional social en que caímos luego de la velocidad de internet. Es como un vicio. Eso de saltar la página. Eso de actualizar constantemente. Eso de perder el norte de las ideas, de perseguir la frase más fresca en la cabeza, de no llegar a destino, de extraviarse.

Está bien, supongo. En ocasiones a mí me gusta volver atrás. Revivir episodios antiguos y simular que los experimento por primera vez. No cambio los diálogos, tampoco las tramas, todo se mantiene igual. Encuentro certeza en eso. Puedo decir, con seguridad, esto es real, porque ya pasó, ya lo viví y de esta manera sucedió. Me agrada mucho la fantasía de la certeza. Me agrada mucho, como me agrada mirar a las personas, ver la cara de la gente, navegar por internet sin rumbo, llorar, ser una roca, correr, nadar, andar a caballo cerro abajo, ilusionarse, contemplar el tiempo involucionando sobre mi cabeza.

A veces escribo pedazos de una carta por la noche. Llevo meses escribiéndola, y no sé a quien la escribo. No todas las noches lo hago, y no soy para nada constante. Sucede que a veces necesito escribir esa carta, y es una carta para una mujer, aunque perfectamente podría también ser para un hombre porque creo que no es una carta de amor. O quizás no amor heterosexual. Yo creo que es una carta sobre el vómito de la noche en que me pongo a escribir. Es una carta de tinta, escrita a mano y pulso, y que no va a tener más propósito que ella en sí misma. Avanzar, sin ninguna pretensión, hacia adelante, gancho a gancho, colgajo a colgajo.

Es verdad eso que digo. Que la carta no tiene intención de ser nada. Así como esto que escribo no tiene sentido de ser nada más que la entrada cuatrocientos y algo de un espacio de millones de espacios, visto por un par de amigos, y por mí, a veces. Menos amigos que antes, claro, esto de los blogs dejó de estar de moda hace tiempo, cuando las redes sociales, cuando la inmediatez, cambiaron los propósitos de esto. Obviamente eso no es algo que me entristezca. "La muerte del blog" no es para nada un tema remotamente relevante en mi cabeza. Un blog es un medio más, y sería. Lo importante es el contenido, le dije al Víctor un día. El contenido, lo que dices, que eso sea real, y si lo escribes en un papel confort tiene el mismo valor que si lo incrustas con diamantes en el ojete de tu culo negro de mono, debí decir.

Esa vez creo que le dije al Víctor que no tenía idea sobre más o menos nada. Cada día tengo menos idea de todo, dicho de otra forma. Se supone que envejeciendo la gente va agarrando onda, va constituyéndose y asegurando sus ideas y sus actos. A mí no me pasa eso. Cada día que pasa es un día más de desintegración neuronal, de un lento avanzar inexorable a una nebulosa de ideas enredadas, inconexas, un pastizal de basura mental que me hace sentir cosas que a veces entiendo y otras veces no. Generalmente me arrastra a un silencio continuo en el que pareciera irme resbalando por un tobogán húmedo, sin posibilidad alguna de agarre, pese al deseo brutal por no caer.

En ocasiones tengo ideas buenas, pero suelo olvidarlas. Caminando por la calle intento capturar complejas pistas sobre complejos enigmas, que más tarde pasan a ser estados alterados de algo muy sencillo y ramplón. Pero como te dije antes, es difícil que esté realmente aburrido. Si tuviera que hacer una constante sobre lo que siento, y si realmente a alguien le interesa saberlo (por ejemplo, a mí no me interesaría saber en absoluto eso de nadie), diría que el sentimiento es como un desasosiego animal, una continua y perentoria sed de más, de conocimiento, amor, lujuria, frustración. Un deseo bestial por ser empalado, por hallar un acertijo y resolverlo con éxito, por vadear la mente, por conectarse con una persona, por reírse sin culpa alguna, mostrando toda la indecencia, la degradación de mi corazón, mi embrutecimiento emocional.

Lo normal es no recibir nada de ello. Es vivir como un robot, despertarse día a día, desconociendo por qué se siente ese extraño nudo en la garganta que a veces tarda muchas horas en desaparecer. No sé qué carajo le pasa a mi garganta, y seguramente no tiene que ver nada físico con su condición. A veces creo que se trata de algún desequilibrio químico, alguna función cerebral que no envía las descargas eléctricas correspondientes donde debe, y fruto de eso tengo que cargar con esa congoja misteriosa, que no tiene ninguna razón aparente salvo sobrevenir siempre en las mañanas, y resentir la energía con que enfrento cada día, como si el progreso de mi tiempo fuera una condena en que la con cada minuto que pasa menos aire entrase a mis alveólos, y yo tan sediento de vivir.

Hoy escuché una canción. Sé que no es una canción buena, de hecho la letra es muy mala, pero como está en inglés hacía como que no entendía que se trataba de puros lugares comunes. La melodía era simple y bonita, un tema liviano de un grupo liviano que alguna vez una mujer me envió a mi correo. Al escucharlo dejo que el viento me agite el pelo y cierro los ojos ante la carretera. Acelero un poco más y por unos segundos me mantengo así: yo y la canción, y nada más. Nada de ruta por delante, nada de posibles choques suicidas, nada de nutrición de las aves, de deseos cercenados, de amputaciones mitocondriales del jolgorio, nada de eso, en resumen. Nada de retórica de payaso triste. Nada de Albert Camus en las esquinas de las libretas. Nada de palabrería rolliza dicha al oído de un idiota.

Entonces en ese momento, en aquel estado de completa sumisión, fui completamente feliz. Fue tan breve el instante, y tan falso el narrarlo ahora, que me entra la vergüenza por ser tan mentiroso, porque no fui feliz, pero quiero creer que lo fui. Sí escuché la canción. La escuché porque me inducía una profunda melancolía de recuerdos que me invento, de parchecitos en la ropa, de arrumacos de la memoria en los que uno se siente tan cálido, tan hogareño, tan bien atendido por la conmiseración del espíritu, por el reblandecimiento de la esperanza, por ese impulso tan vívido y poderoso que es la noción del futuro. Del no saber qué carajo. De la incertidumbre a rajatabla, a quemarropa, a queroseno. Un lienzo en blanco. Tú, mi egoísmo y yo, flotando por el infinito cielo de nuestros sueños.

15.2.11

Texto agregado el 17-02-2011, y leído por 284 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-02-2011 Para pensar, es más una reflexión que un cuento. aberas
17-02-2011 Esa es las mas pura realidad, pero uno nunca es completamente feliz, hasta que te das cuenta de lo feliz que has sido. Serotonina
 
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