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Mi vida avanzaba con el tiempo sin relevancia alguna. Un contador irresponsable y medianamente bueno; un bebedor asiduo, fumador imparable, deportista desmotivado y vulgar incorregible. Pero, como el universo obliga a todas las vidas, mi vida tenia algo de luz, un asidero del cual me sostenía para no avandonarla, para no renunciar a mi empleo de setecientas mil horas. Yo era artista.



Mi vida formal siempre fue otra que mi vida de artista, no había coneccion ni secuencias racionalmente organizadas entre las dos. Como artista fui precisamente ambiguo, desde la rama, hasta el tronco; desde la técnica, hasta el tono; en el fondo y el color; pero siempre fui escritor. Un escritor con mala ortografía y sin acentos.

Mi falta de técnica solía opacar mi grandes ideas, aun así mi trabajo siempre fue bueno.



Daba saltos evitando las lineas del pavimento ese martes trece. El día soleado aumentaba los colores de las cosas, creaba arcoiris en el asfalto, abría sonrisas y cerraba ojos. Mi destino dependía en parte al azar, en parte al clima, y en parte a los demás factores externos, como la globalización y el global warming.



Avance entre tres pasos y seis kilómetros, pues no estoy seguro pero el sol fue cubierto por alguna nube errática al menos dos veces. Miraba los autos estacionados, la gente corriendo en las aceras, los verdes pastos de corte perfecto, en fin, la clásica postal de los suburbios estadounidenses, solo que muchos kilómetros mas al sur; seguramente mas de tres mil nubes que nublan.



De momento las ideas llegaban a mi oído, un tanto desenfocadas pero con buena dirección. Seria un cuento muy largo, quizás una novela; ya tendría tiempo para tomar esa decisión en cuanto descubriera la diferencia. >



Seguía en esta linea de pensamiento cuando paso. Me detuve en seco y no pude evitar contemplar esta imagen, quizás ella fue la que no pudo evitar que yo la contemplara.



Un pedazo de tronco cortado de un árbol que seguramente antes estaba ahí, se había empotrado en una cerca, de tal manera que pareciera una acción premeditada por los dos protagonistas. El tronco tendría unos treinta centímetros de radio. Bien, no se cuanto sean treinta centimetros de radio, ni siquiera estoy realmente seguro cual es el radio en un circulo, pero era mas o menos lo que alcanza a abrazar alguien de un metro setenta de estatura. Era algo viejo y seco, además de irregular en el exterior; al contrario de esto, era fresco por dentro y era víctima de un par de cortes perfectos, casi pulidos para su comodidad. La reja, la cual seguramente careció de misticismo e interés en su concepción original, era azul, una reja azul.



Este simple y extraño acontecimiento se comunicaba con sus espectadores de una forma nunca antes vi

sta en un tronco y una reja. Los barrotes metálicos bajo el tronco se doblaban por el esfuerzo que ponían en detenerlo, mientras los demás barrotes, animados y animosos, daban fuerza a los seis incansables héroes, mediante la incandescencia azul que tomaban prestada del sol. El tronco, lacerado, se aferraba a la reja, sin saber del trabajo que ella realizaba, pues al final, ella no era mas que una reja azul. Este completo muñón de árbol, contaba la historia completa del árbol; narraba años de crecimiento, refrescantes lluvias, noches sin luna y la violenta separación que lo dejo a su suerte, elevado del suelo, flotando sin destino ni razón. Era una árbol que volaba, tan absurdo y triste como un ave fija al suelo.



Los dos protagonistas cantaban sonetos propios y armonizaban historias de derrota con promesas de incansable ayuda y compromisos de guerra. El pasto verde de corte perfecto, dejo de ser pasto para convertirse en espectador, y los espectadores fuimos mucho menos que pasto en contraste a lo que sucedia sin parar frente a nosotros.

Esta opera en cuatro tiempos me mantuvo cautivo mientras modificaba mis emociones, y las variaba. Mi tristeza nunca fue tan profunda ni mi esperanza tan prometedora.



Me conmoví como con ninguna otra demostración de arte, pues el arte nunca me pareció tan humano como hasta entonces.



Se acerco el final, las nubes se preparaban para cerrar el telón y mis lágrimas no dejaban de pintar mi rostro y empapar mi corazón.



Al fin termino. Yo solo deseaba permanecer ahí para la siguiente función, pero era contador, y el tiempo corre cuando uno descansa.



Nunca me sentí tan cercano al arte como en ese momento.



Compre la reja y me regalaron el tronco. La exposición se llamó "Dueto de anécdotas encontradas en mi menor".



Termine mi cuento, fracasó. Al final no hubo reproches pues me hicieron una promesa del arte plástico. Yo decidí no intentar fallar en un arte que no domino y dedicarme a esta recién descubierta practica.



Soy curador.







Jaime Carcaño Hernández

Texto agregado el 14-02-2011, y leído por 133 visitantes. (0 votos)


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