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Inicio / Cuenteros Locales / jorgerodriguez / Don Jito de los milagros: Segundo milagro 2.1

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Capítulo I:
DE UN NOMBRE Y LAS NUEVAS ETAPAS


La historia del nombre de Juan Evaristo Atenógenes Moscoso de la Vega, parte como otras historias, donde la presencia de los padres biológicos, no es superior a un fantasma en la infancia del protagonista.

Si bien, hasta el momento no hemos hecho mayor énfasis a la niñez de Jevo, es porque pocos datos tengo de su origen y pocos datos me entregaría él, en persona, de su propia historia. Pero dentro de las aristas de esa etapa, debo rescatar que el “por qué” de su nombre, se responde a través de un relato simple y particular, rural y aunque parezca increíble, fiel retrato del primer capítulo de muchas vidas.


Era apenas un crío de dos meses cuando apareció en el pórtico de la casa de Atenógenes Echeverría, un viejo viudo de campo, a quien los inviernos erosionaron gran parte de su carne, pero no así con su espíritu. Era un veintiséis de octubre y aún las noches eran de neblina y helada.

El sueño del hacendado se interrumpió por el llanto de una criatura. Al principio pensó que por fin la muerte se apiadaba de su miserable y apagada existencia manifestándose súbitamente, acompañada de una primavera que se negaba a nacer.

Cuando uno de sus criados le puso al tanto que se trataba de un bebé y que lo habrían abandonado a su suerte en su propiedad, el viejo interpretó esto como la señal divina que le invitara a levantarse de su silla, que crujió de igual forma que sus rodillas al enderezarse, y sacudirse el olor a naftalina de su ropa y su carne seca.


Al estar cara a cara con el pequeño, notó que entre sus ropas se escondía una oración a San Juan. Así, lector, con sólo los antecedentes ya mencionados es posible deducir cual sería la gracia con el que sería conocido aquel lactante. “Juan”, precisamente por su santo protector en las noches de niebla; “Evaristo”, por el onomástico en que ocurrió su encuentro con el viejo Echeverría; y “Atenógenes” como una manera de darle la bienvenida a su nueva casa.


El viejo sirvió de tutor los primeros cuatro años del pequeño Tercero. Apodo con el que era reconocido, tanto por la servidumbre del inmueble, como por Don Atenógenes. Esto se debe a que el nombre que compartían habría sido heredado, en una primera instancia por el anciano, de su abuelo paterno, el primer Echeverría en asentarse en tierras chilenas.

Como les contaba, cuatro años estuvo bajo el ala del hacendado. Aprendió de religión y del valor de cada persona, sin importar su edad ni rango social. Jito era feliz, poco sabía entonces, lo fuerte que la imagen de ese gastado hombre, sería para el resto de su vida. Su voz de ultratumba le causaba asilo a su infantil deseo de sentirse amado.

Sin embargo, su presencia resultaba amenazante para los sobrinos del viejo que veían en el niño, al usurpador de su herencia que por sangre les correspondía. Pero a ellos no los conoció ni tuvo mayor oportunidad de trato.


El cuerpo no pudo más cediendo a los años y finalmente, mientras dormía, se apagó Atenógenes Segundo, en noviembre de mil novecientos veintisiete. Acto seguido, sus sobrinos, que en los cuatro años de la instancia del menor en la casona, nunca visitaron al viejo, se prestaron a agilizar los trámites legales con el fin de encubrir cualquier tentativa del viejo se dejar parte de la hacienda a Jevaristo.

-Ándate huacho, aquí no perteneces –le gritaban al unísono, mientras cerraban la puerta en su cara.

Nunca más puso un pie en esos terrenos. Nada podía hacer un crío de cuatro años. Su recuerdo se borró de la casa, para terminar a su suerte y fortuna, como cualquier bestia callejera.


Resuelto el origen de sus tres nombres, viene al caso el aclarar el “por qué” de estos apellidos, cuando pudo sin objeciones adoptar un rótulo como Echeverría y, a su vez, el prestigio de un apellido de raíz vasca, con propiedades y gran riqueza en la zona.

La anécdota se remonta a sus primeras excursiones por las calles de Chillán, con los bolsillos y el estómago llenos de hambre. Época en que, el muy pelusa, enfrentaba el frío nocturno en el mercado de la ciudad, acompañándose de fieles cajas de cartón.

Todo le causaba espanto durante las primeras semanas, el cual supo transformar oportunamente en rabia y valentía, para luchar por su abrigo ante indigentes vitalicios, perros y ratas.

Aún sabiendo hablar, no pronunciaba palabra alguna. Absorbía y aprendía de la astucia del ladrón de carteras, pero nunca les denunció, en parte por que los admiraba y porque el temor le creo conciencia de que peor le iría al enfrentarse al resto del hampa chillanejo.

El día de su cumpleaños número cinco, que celebraba sagradamente cada veintiséis de octubre, motivado por los cánticos desesperados de sus tripas, se acercó con sigilo a las fruterías. Sacó una manzana de los estantes y se prestó a correr. Pero no cualquier manzana, mis estimados, sino aquella que seductoramente le invitó a recordar cuan jugosas eran las hermanas que antes Jito devoró. También le insinuaba que ninguna de ellas se comparaba a su sabor y a su piel de rubí.

Cómeme” le decía la sirena de frutícola estirpe. A lo que un simple niño no soportaría impulsado por el dolor del desmayo y la fatiga.

Obedeció, separándola de su reino y secuestrándola entre las sombras humanoides que se cruzaban ante sí.

-¡Hey Ladrón! –gritaba en la lejanía el vendedor, pero poco y nada importaba mientras el pequeño se perdía entre las calles. Hasta que los alaridos fueron ecos de otro mundo.

Ya a salvo del gentío, se sentó en el suelo para apreciar su trofeo. Ni cinco minutos y las lágrimas de satisfacción brotaron del pequeño Jito, quien con los ojos cerrados, palmeaba su vientre al mismo tiempo que repasaba sus labios con la lengua, queriendo inmortalizar aquel sabor de manjares de dioses.

Unos pasos se detuvieron a su lado. Al abrir los ojos notó los zapatos negros, el pantalón verdoso y las fuertes manos que lo levantaron agarrando su brazo y a paso firme lo llevaron al cuartel.


-Nombre –exigió un ser todopoderoso, con varios pliegues de piel bajo su mentón y unos impresionantes anteojos que cubrían la mitad de la cara.

Vestía el mismo uniforme que el resto del lugar, pero no iba de un lado para otro como los demás. Siempre frente a un inmenso libro y sosteniendo una pluma, como si se tratase del sexto dedo en su mano derecha.

-Nombre, mocoso –repitió.
-Juan Evaristo Atenógenes –dijo el niño, entre lágrimas y limpiándose con la manga de su única camisa, un poco de mucosidad líquida que suele acompañar el llanto infantil. Caía en la cuenta del error que cometió. “Malditas manzanas” repetía para sus adentros.

-Apellido.
Juan se paralizó, nunca tuvo intenciones de aprenderse el difícil apellido del viejo Atenógenes y aún sabiéndolo, le parecía que éste lo vigilaba desde donde sea que esté. Decidió no responder.

-¡Apellido!
El pobre encuestado se limitó a mover la cabeza dando una negativa.

-¡Ah! Un huacho. A ver, mocoso, te pillaron robando… ¿una manzana? –a cada frase que daba el verdoso y regordete oficial, se sentían los chillidos de Jevaristo, que nunca lo miró a los ojos.

Esto perturbó al escriba, que reconocía los síntomas del arrepentimiento cuando los veía, sin importar la edad.

Anotó algo en el papel y le dijo calmado que esperase en su asiento a que lo llamaran. Desapareció de la habitación.

Dicen que la mente de un niño es una máquina de crear maravillas, sin embargo, la imaginación, en este tipo de situaciones, también puede resultar su peor enemigo. El pobre chico no dejaba de pensar en un castigo de azufre y fuego eterno, hasta que un nuevo uniformado, más joven y sin pliegos de carne en la cara anunciase a todo pulmón.

-¡Juan Evaristo Atenógenes!… eh… mo-¡Moscoso de la Vega!

Habrán notado estimados, como una simple letra “s” puede cambiar radicalmente el destino de un chico. Jito se levantó con dudas a si se refería a él, pero al ver que nadie más lo hacía, se acercó en silencio.

-Ya, ándate cabrito. No te queremos ver más por acá.


Un nuevo Jito era arrojado fuera de la comisaría. Recuperador de la libertad, conquistador de nuevas oportunidades y de un nuevo y digno nombre que encarnaba a la perfección.

Un sentimiento renovador que no experimentaría de igual y radical forma, hasta pasado trece años de aquel día, al cumplir su mayoría de edad y lograr casarse con Margarita Thompson.

Texto agregado el 08-02-2011, y leído por 72 visitantes. (2 votos)


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