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Pena de muerte

Siempre me pareció terrible la pena de muerte. Cederle a un hombre, a un común, a uno mas, la potestad de decidir la hora y el modo del último suspiro.
Confío sin embargo en que Dios, que todo lo ve y todo lo sabe, y de cuyo divino celo nada escapa, deje caer sobre aquel juez, al que no le tiembla el pulso para mandar a matar, su Santa Ira.
Castigo irrevocable, infinito y a todas luces injusto, recibir la muerte por haber quebrantado la ley. Ha sido, es y será, porque los hombres escogen no aprender en este mundo, la pena mas tremenda. Y en le trance de recibirla estoy en el momento en que me expreso.
A mí, que hice de mi profesión el tallado de la madera, que maneje el martillo y el cincel como quien pinta sobre lienzo, me toca en esta hora ser derrotado por las mismas armas que fueran mis amigas, pagando por mis actos, por mis desatinos.
Mientras digo me acomodan en el instrumento de tortura, que será, ninguna duda cabe, mi último escenario. Me consuela no estar solo en esta lid (vano consuelo el de quien se regodea en el dolor ajeno) dos como yo me acompañan. El uno alto y fornido, el otro mas pequeño y avejentado.
El cielo esta oscuro a pesar de que es plena tarde. Los prodigios del tiempo siempre me han asombrado, y éste mas que otros, porque intuyo, algo sobrenatural esta pasando.
A mi lado, el reo, el que mas simpatía me despierta, recibe su castigo. Esta sufriendo, lo veo en los gestos que se endurecen, sin poder, sin embargo, empañar la sinceridad de su mirada. Carga sobre sí la pretensión de haber querido se rey, según escucho, y haber desafiado a la autoridad sin miramientos. Por eso mismo le han puesto una diadema, que le penetra el cuero de la cara. Y a pesar de que se han ensañado con él mucho mas que conmigo, esta sereno y me mira con piedad ¿O eso percibe mi mente afiebrada?.
De sus labios salen palabra confortantes, ¿quién puede hablar así cuando no le quedan por delante mas que minutos, sino horas, de agónico dolor?
Pero el Hombre habla, y lo hace con tal fuerza, que no quedan en nosotros, el otro ladrón, y un par de almas que nos miran, mas que la seguridad de que cree aquello que afirma.
Hay una mujer también en esta escena, que lo acompaña, desde que, hace rato, le clavaron las muñecas al madero, como si temieran que escapase a su destino. Es su madre, casi puedo afirmarlo, porque lo mira con ojos de quien todo perdona y todo ofrece. A ella le dirige palabras que no comprendo pero que suenan redentoras.
A esta altura, creo yo, el remordimiento me ha afectado y todo lo veo de otro modo, como si por fin el romanticismo irrumpiera en mi alma y tocara esas fibras reservadas a la adrenalina de aquello que me trajo, sin escalas, a esta tortura final.
Mi amigo, (uno se empeña en llamar amigos a ocasionales compañeros, sin embargo a éste realmente le sienta el calificativo) respira con dificultad, la mueca de dolor le ha torcido la cara y sin embargo tiene paz. No puedo decir como lo presiento, porque he perdido la noción de la realidad, pero irradia una luz que contagia tranquilidad y sosiego, y me invita a contarle mis deslices, como a un padre comprensivo y generoso.
El hombre me escucha, como si no tuviera suficiente con estar desnudo y flagelado, sé que me comprende y, sobre todo, que acompaña el torrente de arrepentimiento que escapa de mi boca, por que su mirada limpia ¿ya había yo dicho que me sorprendía? me acaricia.
A su lado el otro ladrón se ríe, cree necedades lo que yo veo misterio y luz. Siento pena por su alma que se irá a la oscuridad del fuego eterno, y siento pena por la mía que tiene ese como castigo, también, por haber sido infiel y cruel.
En este instante en que desvarío por el dolor que he causado y me desgarra la culpa, siento unos labios besando mis heridas y el calor y la sal de unas lágrimas que alivian mi sed, que es terrible a estas horas. Sé que ha sido el hombre el que me ha dado el consuelo. Ese al que no conozco, pero cuyo rostro se me antoja familiar. Ese que habla con propiedad y mira a lo alto consiente de que Dios es su padre y no lo va a abandonar.
Delirio, lo sé, es que se aproxima mi hora. Las fuerzas me están abandonando y el dolor ocupa todos mis sentidos. Con un último resquicio de fuerzas escucho a mi vecino de padeceres, con la paz que me he acostumbrado a observarle, decirme que el Padre me espera en su reino.
No sé cual es su certeza, ni si lo ha dicho solo para alegrarme en la partida, pero le creo y me dejo convencer por la autoridad de alguien, de que ni siquiera conozco el nombre, y del que solo sé que murió digno junto a mí ese día.
Con su consuelo me despido. Cumpliendo la pena de mi muerte.






Texto agregado el 12-07-2004, y leído por 1260 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
31-10-2008 Una perspectiva original en la cual nunca se me habría ocurrido pensar. Felicidades poirot
09-04-2007 Conmovedor y profundo, Gracias **** corguill
28-08-2006 hermos mis**** yeyson
08-09-2005 Muy buena relacion entre el suceso y el tema de la actualidad. Tambien encuentro que lo presentas desde una perspectiva diferente e interesante al ser el protagonista uno de los ladrones. Lord-of-Ravens
25-04-2005 Muy interesante, viceral. arnaldo
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