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Largo luto

Sigo, con la mirada, los caminos sinuosos que el laberinto dibuja en el reverso de cartón de la caja que tengo entre manos. Parece que es algo así como un obstáculo que separa a una simpática abeja aviadora de un supuestamente sabroso tazón de cereales de miel. Nunca me fijo mucho en esos detalles. Me limito, como siempre he hecho de manera casi mecánica, a intentar resolver el problema. No es que me sienta especialmente generoso para con la abejita. Es una manera eficaz de matar el tiempo que gasto en acabarme mi respectivo tazón. La verdad es que no es más que una rutina mañanera que nunca he llegado a superar.
Todo se va a la mierda cuando me distrae un ruido que viene desde otra parte de la casa. Un sonido entrecortado, algo ronco. Me espero lo peor, porque tengo aprendido que dispararle a la buenas expectativas siempre es una manera excelente de amortizar cualquier bala.
De todos modos, intento devolver mi atención a las cosas importantes de verdad: el laberinto, la abejita, el tazón de cereales. Un giro a la izquierda, dos a la derecha... nada. Final sin salida. Y, supongo que por reflejo, mientras retrocedo algunos pasos atrás, no puedo evitar darle al retroceso en mi cabeza, cuando la pequeña tragedia de Catarro.

El caso es el siguiente: hace unas dos semanas y pico que Catarro, nuestro perro, se perdió. Sencillamente desapareció. Nunca establecimos ninguna medida especial para retenerlo porque, simplemente, no esperábamos que fuese a desaparecer.
Catarro es un Golden-Retriever de esos que tienen cara de que realmente te van a agradecer que los acaricies un poco. El chiste de nombre fue cosa de mi madre. Es cierto que el perro nunca ha tenido un ladrido que se pueda catalogar como normal. Se ha dedicado siempre a soltar un ruido parecido a la tos que hemos aprendido a reconocer y aceptar. Como si Catarro deliberadamente hubiese decidido que es estúpido ladrar y que ese sonido era mucho más adecuado. La elección fue muy propia de mi madre: con una crudeza y sencillez terriblemente inocente, propio de una niña de cinco años.
Y ahora Catarro no está. Es cierto que, cuando notamos que no volvía, me preocupó bastante, pero supongo que con estas cosas siempre he sido más bien pragmático. Si el perro no está, no está. Al principio me dolió, pero sufriendo no haré que vuelva. Con mi padre no pasa lo mismo. Desde que se perdió ha montado una auténtica campaña de búsqueda y rescate. Medio pueblo ha sido empapelado con fotos de Catarro y nuestro número. El único resultado, de todos modos, ha sido un absurdo aumento de la popularidad de nuestro fiel amigo y algunas llamadas burlonas que la gente se podría haber ahorrado. Cada noche, cuando acaba su turno de trabajo, mi padre se prepara como una especie de boy-scout grandote y sale a buscar a Catarro, armado de todo tipo de tonterías, como Linternas, silbatos, comida para perros y demás. Todo atado a un cinturón que lo hace parecer una versión regordeta y pueblerina de Batman. Y así, al caer el sol, ese explorador alocado en que se ha convertido mi padre sale con la precisa misión de dar con Catarro.
Yo hago ver que no me doy cuenta que cada vez más gente se mofa por lo bajo de mi padre. Él no lo finge, realmente no se entera de nada, abstraído en su búsqueda. Cuando vuelve, preparo nuestra cena (lo que se entiende como una sesión doble de meter algún congelado en el microondas) y comemos tranquilamente. El silencio suele verse roto por los comentarios ridículos de mi padre, en los que asegura que ya ha descubierto dónde está Catarro o me informa de cuál será su plan de búsqueda para el día siguiente. Irradia un optimismo envidiable, mostrándose seguro de que, para el día siguiente, tendremos a nuestro viejo amigo de vuelta. Y, sin embargo, los días siguientes van acumulándose, uno tras otro.

¿Siempre ha tenido un comportamiento tan obsesivo con el chucho? Siempre le hizo gracia, sí; pero está claro que la cosa se agravió al poco de morir mi madre. El asunto no tiene mucho intríngulis, supongo. Ella murió y él decidió estrechar los lazos con Catarro. Al pobre perro se le veía tan contento... obviamente no entendía los pormenores de ese cambio y se limitaba a disfrutar de toda esa atención, con esa perruna inocencia tan suya. Mi madre murió, sí. Cómo pasó es algo que no importa. Podría hablar de enfermedades fatales, lentas y certeras; de coches que se salen del carril en una noche lluviosa; de accidentes terribles que hacen que uno se pregunte por qué ocurre todo lo que ocurre. Podría hablaros de lo que me diese la gana y tendríais que creerme, porque así están las cosas. Pero no os voy a hablar de una mierda. Mi madre murió y eso es todo lo que hay que saber.

De eso ya hace años.
Y ahora Catarro ha desaparecido. Antes, a veces, se iba. Unas horas, no más. Solíamos bromear con que probablemente iba a buscar alguna medicina para la garganta, a alguna farmacia. No, Catarro, eres un perro, no te van a dar nada en las farmacias. Si quieres algo, pídenoslo y a lo mejor te lo compramos solíamos espetarle en broma cuando reaparecía al caer la noche y nos miraba con la boca abierta, babeando y moviendo la cola, como si esperase que esos gestos arbitrarios de perro nos aclarasen qué coño había hecho durante esas tres o cuatro horas de ausencia.
La verdad es que ya estaba algo viejo. Vino aquí cuando era prácticamente un cachorro. Llegó envuelto en una manta, en brazos de mi madre, que se había hecho con él en uno de esos actos impulsivos que a veces ejercía, sin pensar en las consecuencias. Pero ya tenía sus años y juraría que el pelo dorado había dejado paso a un color más blanquecino, gastado. Y llamadme loco, pero juraría que últimamente estaba más callado, más meditabundo. Era como si supiese que tenía que irse, como un viejo elefante que oye la llamada del cementerio de elefantes. Cuando pienso en ello no puedo evitar sonreír un poco, aunque luego me culpo por ser tan capullo y no admitir que la realidad es que ya estaba cansado, viejo.
Han pasado dos semanas y media y Catarro no ha vuelto. Yo ya no me engaño: pasarán cuatro, diez, quince semanas, y seguirá sin volver. Mi padre sigue yendo cada tarde a buscarlo, en un gesto de terrible y profunda fidelidad. Defendiendo posturas optimistas cada cena, como si tuviese miedo de que Catarro pudiese escucharle echar la toalla y decidiese, por ello, no volver.

Yo sólo soy realista: no voy a encontrarle. Centro mi cabeza en objetivos más posibles, como hacer que la abejita aviadora dé con el tazón de cereales. Ahora, con la ayuda de mi dedo, recorro los pasillos de ese laberinto acartonado. Pero el ruido sigue ahí, impidiéndome concentrarme. Me levanto y, poco a poco, voy a la fuente de todo, para ver aquello que no querría ver, aunque sé que está ahí. En su habitación, mi padre ahoga, como puede, el llanto. Está ahí, regordete, ya tocado por los años y con una tristeza encima que me encoge el corazón. Está sentado en la cama, de espaldas a mí. No sabe que le estoy mirando. Pero lo hago: miro cómo se limpia las lágrimas torpemente, como si quisiese negarse a sí mismo que está llorando. Pero llora. Llora de una manera infantil que hace aun más triste y patética esa imagen de un hombre mayor, con su bigote, su calvicie y su incapacidad de aceptar que su perro ya nunca va a volver a casa.
Con la caja de cereales aún en las manos, mi cabeza baila entre dos pensamientos que no consigo disipar. Por una parte, intento recordar si siempre me había costado tanto resolver esos laberintos. Intento recordar lo fácil que solía ser tomar el desayuno por la mañana y acabar con el pequeño problema del reverso de la caja. Sin ruidos. Sin distracciones. Sin perros desaparecidos.
Por otra, me pregunto si, de morir yo antes, mi padre lloraría mi muerte o la de mi madre.

J. Quijano
1/2011

Texto agregado el 07-01-2011, y leído por 194 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
12-01-2011 No te leía hace milenios y es bueno, porque se disfruta la evolución del estilo, la aparición de una cierta calma, la ausencia de pretensiones y el trazo más seguro. No obstante, coincido con fabiangris en que el remate no concuerda con el tono del relato. Preferiría usar tensión no resuelta. Un agrado. Saludos eride
07-01-2011 Es una bella historia. Un perro puede marcar la vida de una persona. yo tambien tuve un perro muy noble, nunca lo olvidare, estaba muy enfermo, y decidio morir solo cuando estuve presente en mi casa. un gran abrazo desde Venezuela. 5* carolina52
07-01-2011 Una anécdota simple como nudo, y una correcta narración. Se cae en el remate. 4* fabiangris
07-01-2011 Me gusto tu manera de contarlo pero tener la postura del observador es la manera mas indiferente de ver la vida. Saludos. _libelula_
07-01-2011 Muy bueno , conmovedor y certero en las cotidianidades, un placer =D mis cariños dulce-quimera
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