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Inicio / Cuenteros Locales / El_Galo / Jorge, el pibe de la soriasis

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¡Bajálo! ¡Bajálo! El grito del Negro Molina cruzó el baldío y sólo fue cuestión de apretar el párpado, calcular con el ojo libre y -quiebre de cintura mediante- sacudirle una piedra de las chatitas, ésas que pican en el pasto o en el agua y terminan por elevarse, al bulto rengo en retirada. Fueron uno. Dos. Tres. Cuatro brazos lanzados con impunidad hacia delante, como verdaderas catapultas Made in Florencio Varela, en búsqueda de descabezar a un Goliat templado por una cobardía hija de la paliza cotidiana. Del manoseo colectivo. De las risas de media docena de pendejos matándose a pajas para degollar el tiempo entre las hamacas de la Plaza Roca.

Pero nadie lograba entender por qué, acobardado a las piñas, Jorge, el pibe de la soriasis, cruzaba la plaza todas las tardes por el mismo caminito de hormigas. Y eso que los pibes -jamás neutrales- a veces hasta invitaban a secuaces de otros barrios para burlarse en grupo de “El Descascarado”, como lo conocían en el barrio. ¡Ah!, pero a nadie le importaba la renguera del pibe... Menos aún el tic nervioso que lo obligaba a cabecear hacia atrás cuando se agitaba o alguien lo invitaba a discutir. Algunos ni siquiera le daban tiempo a cumplir con todo eso: lo empujaban hasta ponerlo en cuatro patas y, una vez “en posición de perrito”, procedían a arrancarle el cinto, los pantalones, y dejarlo desnudo al pie de los toboganes; frente a niños cubiertos de mocos que jugaban en el arenero o padres quinceañeros mirando de cerca la diversión de los menos despiadados.

Ja ja ja, miren el manicito del descascarado, se escuchaba los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Y el pobre rengo, atajándose la piel por mero pudor, siempre amagaba a taparse los testículos, el pene ya negro de pelos infantiles, pero eso no era más que una invitación para que otros, desde atrás, se ocuparan con ramas y varillas de rasparle la espalda para quitarle jirones y jirones de piel marrón, seca, espejada de cáscaras transparentes y rojizas ya cicatrizadas. Por debajo. Como la carne de una almeja. Siempre aparecía el cutis rosado y los atacantes (rara vez menos de dos) no hacían más que quedar embelesados con esa esperada tonalidad femenina. Era un vicio. Una obsesión. La búsqueda sin sentido de una fantasía palpable a la vista...

Jorge, el pibe de la soriasis, no era más que un túnel de venas con puerta de salida hacia un paisaje que (de tan inhóspito y desconocido) resultaba absolutamente confortable. Una caverna tapizada de seres diferentes que, cada día, se permitían el juego de cambiar la piel hasta renacer. Un eterno reanudar. Espejismo vívido. Y ellos, los dueños del cascote, promiscuos en su realidad de simple esperma volcado a la tierra, pacos fumados con filtros de virulana y cajas de vino a medio mear, ansiaban ese otro inalcanzable. Imposible...

De ahí el ataque. Por la mera contemplación. La humillación ante un insólito superior, capaz de volverse sombra y cuerpo en tan sólo 24 horas. De renguear y cabecear hacia atrás cuando alguien, aburrido de asaltar a viejas vacías de porvenir, buscaba argumentar el por qué de cada agresión. Jorge buscaba entender. La diferencia de vivir como un animal que, siempre camino a la escuela, recibe la misma descarga de piedras y saliva. Pero él no entiende que la soriasis lo pone por encima de los golpes. Y padece. Quiebra la vista cada vez que los pibes se le acercan. Le meten un palo de escoba en el ano para ver si el chico también es rosado por dentro. Para ver qué sale. Le clavan las uñas para quedarse con su piel...

Pero hubo una tarde. En la que al Negro Molina se le fue la mano: no hacia falta una yilet. Si siempre era la misma rutina... lo veían llegar con el guardapolvo puesto. La mochila sobre el hombro izquierdo. ¿Para qué cortarlo? Si la piel se le salía sola... apenas había que rascarlo un poquito. Apretarle fuerte los codos. El cuello. Las orejas. Las pantorrillas.

Esa tarde, Jorge, el pibe de la soriasis, sangró por primera vez. Y el rosa fue rojo. Y se acabó la gracia. Las reglas se habían quebrado y el juego ya no sería el mismo. En silencio, lo dejaron sentado en una hamaca, con los ojos grises y la cabeza zapateando hacia atrás. Nadie lo vio cuando, ya entrada la noche, se derrumbó como atravesado por una decepción. Golpeó la espalda contra el arenero.

Fue la última vez...

Cuando lo volvieron a ver ya era grande. Iba con dos chicos de la mano y una bolsa de supermercado Coto. Cobarde, el Negro Molina (ahora, un sargento “al servicio de la comunidad”) evitó saludarlo cuando Jorge le extendió la mano. No hacia falta el desprecio.

Cuando lo volvieron a ver, el otrora pibe de la soriasis ya caminaba como todo el mundo... La piel continuaba desprendiéndose, pero era menos. Hablaba sin tirar la cabeza hacia atrás. Y tenía una mirada conocida, casi de colega.

Tenía mi rostro...

Texto agregado el 13-12-2010, y leído por 372 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
11-05-2014 De vuelta, la crueldad y el dolor manejados de manera que no dejan indiferente y estremecen a quien se haga con la historia. El final produce un escalofrío, al volver todo el relato de la tercera a la primera persona. Ikalinen
11-01-2012 La infancia no es inocente. Un buen dúo en este relato entre la crueldad y la miseria. justine
14-12-2010 Como siempre: buen ritmo narrativo, fuerza en la historia e impecable escritura ¡Bienvenido! maravillas
14-12-2010 Los pibes despiadados vueltos adultos avergonzados... Y se llevan la peor parte, claro: La Culpa, uno de los peores (sino el más cruel) de los demonios que mastican las entrañas, no? Me parece un relato limpio, perfecto. toro_voc
13-12-2010 Crueldades bien contadas, no es poco. Abrazos desde el Sur. CalideJacobacci
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