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Huele a Muerto
[Ronald Hernández Morales]

Después de todo, la muerte es sólo
un síntoma de que hubo vida.

MARIO BENEDETTI.


El reloj de pared del último salón de aquella escuela primaria marcó las 9 con 39 de la mañana. En ese salón estudiaban, en sexto grado, 33 niños; entre ellos, Agustín, de 11 años de edad.

Justo entonces, cuando la manecilla del reloj hizo eco en el silencio del salón para marcar aquella hora, Agustín, quien, como todos sus compañeros, estaba absorto en las incómodas planas de caligrafía que la maestra había encargado y que vigilaba que todos estuvieran haciendo, levantó la mirada. Agustín vio la hora en el reloj. No obstante, no había levantado la mirada para eso, no. Él había levantado la cabeza para olfatear mejor un extraño olor que le llegó de pronto.

Agustín olfateó un desagradable aroma que le revolvió el estómago. Agustín contuvo sus ganas de vomitar, se tapó la boca y miró, desde el último asiento en el fondo del salón, a todos sus compañeros para observar las diversas reacciones que tuvieron ante semejante olor. Sin embargo, ninguno de los demás lo había notado, y todos continuaban trabajando en las planas.

Agustín respiraba por la boca, pero el olor, más allá de ser olor, era una esencia que no solo agredía al sentido del olfato, sino también a la vista y al gusto. Agustín comenzó a experimentar una sensación tan horrible y nefasta, que uno se preguntaría por qué Dios fue tan grosero de permitir sentirla. Con un inevitable olor atroz en la nariz que se abre paso a pesar de no respirar por ella, la boca completamente seca y, poco a poco, una creciente picazón en la lengua, como si gusanos jugaran sobre ella, al mismo tiempo que los ojos se le entrecerraron y comenzaron a salirle lágrimas involuntarias, como si estuviera envuelto en un incorpóreo humo provocado por miles cebollas que arden en el fuego. Agustín comenzó a respirar por la nariz nuevamente y sintió ahora el ardor por dentro de la nariz y paulatinamente un dolor de cabeza empezó a aquejarle.

Súbitamente, el niño se levantó de su banca y, entre tosidos, se dirigió corriendo a la puerta del salón. Voy al baño, maestra, dijo apresuradamente y, sin poder ver, palpó la puerta en busca de la manija. Agustín volteó a ver a sus compañeros y a la profesora, todos seguían con la mirada abajo, sin siquiera notar el repentino comportamiento alarmante de Agustín. Con dificultad, Agustín dirigió la mirada hacia su banca y notó que ésta no estaba vacía, alguien había ocupado su lugar. Un niño regordete, de cabello castaño y corto estaba ocupando su lugar, pero a diferencia de los demás estudiantes, él no estaba haciendo las planas, no. Ese niño gordo estaba completamente recargado en el respaldo de la silla, con los brazos colgando a los costados, el cuello hacia atrás, la mirada perdida en el techo y la boca abierta, con baba, casi espuma, brotándole de ella. El niño estaba muerto, el niño era Agustín.

Agustín se vio a sí mismo muerto y sintió un escalofrío terrible por todo el cuerpo que lo paralizó. Quiso respirar profundo, pero sólo consiguió un tosido gigante que le provocó una sensación de asfixia. Finalmente, abrió la puerta y salió corriendo del salón, con el pútrido olor en la nariz persiguiéndole y el ardor en los ojos que no le permitía ver hacia dónde iba. Agustín corría sin parar por el segundo piso del edificio de la escuela, bajo el cielo nublado y envuelto en un clima fresco pero siniestro.

De pronto, Agustín se planteó un pensamiento, un abominable pensamiento. Se detuvo un momento, cerró los ojos e intentó analizar el aroma. Respiró lenta y profundamente. Agustín notó la unión de dos aromas, un inconfundible olor a cempaxúchitl mezclado con un terrible olor a putrefacción, a cuerpo en putrefacción. El olor de la muerte, ese repulsivo e inmundo aroma le provocaron unas nauseas que le obligaron a recargarse sobre el barandal del pasillo. Agustín vomitó sobre el piso, manchando sus zapatos de un maloliente e insensato color verde, insensato para él, pues no recordaba haber comido nada verde en días. Agustín respiró por la boca, levantó la mirada hacia el patio de la escuela que se extendía debajo de él.

En el patio se encontraban casi 200 personas. Todos los niños estudiantes de la escuela y todo el personal en silencio, formados en un cuadro gigante al rededor de una caja posada al centro del patio, junto al asta bandera. Agustín observó con atención y descubrió a sus compañeros de clase en el extremo derecho del patio, formados y acompañados de la profesora. Algunos lloraban. Agustín pensó que lloraban, como él, por el humo invisible que le provocaba esa terrible sensación en los ojos que, ahora que lo notaba, ya había desaparecido.

Entonces, Agustín observó la caja que se encontraba al centro de todo el repentino luto. Un pequeño ataúd negro rodeado por flores de muerto, flores naranjas de cempaxúchitl. Agustín se quedó sin habla, se dejó caer en el suelo sobre sus rodillas y comenzó a llorar. Esta vez no lloraba por ninguna molestia física, sino por el dolor que le provocaba presenciar su funeral en la escuela. Agustín se bañaba en un amargo llanto, amargo como la cicuta, cuando una sombra se le acercó por la espalda y, sin tocarlo, murmuró algunas palabras o ruidos llenos de eco y que no habrían tenido ningún sentido para nadie.

Agustín volteó y vio una figura andrógina, oscura, sin rostro y, a pesar de la cercanía, difusa, sosteniendo un objeto alargado en la mano derecha. Agustín temió y se puso de pie en el instante. La figura se acercó lentamente a Agustín, mientras él, al mismo ritmo se alejaba de la figura, caminando hacia atrás, hasta topar con el barandal. La figura continuó acercándose poco a poco, mientras Agustín volteó a ver el homenaje silencioso que abajo le rendían. Una lágrima resbaló por la mejilla de Agustín. Ágilmente, demasiado ágilmente para su obeso cuerpo, Agustín pasó una pierna del otro lado del barandal y luego pasó la otra hasta encontrarse sujetado con ambas manos del otro lado del barandal. En ese instante, la figura amorfa corrió para cojer a Agustín por el cuello, pero antes de que lo consiguiera, Agustín se soltó y con un grito desgarrador cayó hasta azotar su rostro sobre la explanada, en donde quedó estampado, bañado en sangre, deforme y rodeado por un par de dientes.

En ese momento, en el segundo piso, justo desde donde Agustín había saltado, un anciano con un trapeador gritó ¡Niño! tan violentamente como su cansada voz le permitió. En respuesta a ambos gritos, todos los estudiantes y profesores que se encontraban encerrados en los nueve salones del edificio, incluyendo a los compañeros y a la maestra de Agustín, salieron a contemplar el suicidio.

La joven profesora, que días después renunciaría, no pudo evitar gritar el nombre de Agustín con un terror contagioso mientras se cubría el rostro con las manos y se derrumbaba en el suelo. Los amigos y compañeros de Agustín estaban pasmados. Tan sólo un chico, de entre todos los de su salón, pudo hacer un movimiento con la mano; escondiendo un pequeño bote de pastillas de colores en el bolsillo de su pantalón.

Texto agregado el 23-11-2010, y leído por 82 visitantes. (0 votos)


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