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Ya hacía algún tiempo que estaba desempleado. Si bien es cierto que soy un poco distraído y que siempre faltaba o sobraba plata de la caja o que un par de veces a la semana llegaba tarde, en mis anteriores trabajos no me habían tenido la suficiente paciencia. A fin de cuentas, me tenían a prueba algún tiempo y pasado ese período no me contrataban: el supermercado chino, la casa de artículos del hogar, la casa de deportes, fueron sólo algunos de los comercios que desistieron de mis servicios de vendedor. Mi último empleo fue como repositor en la fiambrería de mi hermano Sergio quien al poco tiempo me echó (y aún no me dirige la palabra) por haberme encontrado encerrado en el baño con la empleada de limpieza.

Con Claudia, mi hermana mayor, la relación era diferente. Al ser el más chico de la familia, para ella siempre fui el más mimado. El hecho de que tenga 29 años y aún viva en casa de mis padres era visto con total normalidad por ella. Y obvio que es normal, después de todo, en el siglo XXI la juventud se ha dilatado. De mis amigos sólo Juanjo se casó, el resto de los muchachos seguimos solteros y disfrutando de nuestras salidas nocturnas, de juntarnos a comer, de jugar a la play station... Viendo que estaba desempleado, sin perspectivas de conseguir trabajo y sobre todo, a sabiendas del carisma que tengo para con los chicos, mi hermana me propuso cuidar a mis sobrinos por las tardes hasta que ella y mi cuñado volvieran de sus respectivos empleos. Si bien lo que me pagaba no era mucho, me permitía disponer de algún dinero mientras buscaba algún otro laburo. No sé si habrá sido el hecho de que el horario sea desde las 13hs (podía dormir hasta el mediodía sin problema) o que mis sobrinos durmieran la siesta desde que llegaban de la escuela hasta una hora antes de que llegue mi hermana, pero lo cierto es que sentí que había encontrado mi verdadera vocación. Desde los dieciocho años indagando, estudiando las más diversas carreras: abogacía, veterinaria, turismo, peluquería, masajista, chef y alguna otra que me olvido. Después de dos meses de trabajo podía decir y escribir orgulloso en mi currículum, profesión: “niñero”. Mi hermana me sugirió que anote “acompañante de personas”, cuestión que amplia el espectro y así la posibilidad de trabajo. Y aunque no me agradaba la idea de cuidar ancianos, era un servicio muy bien pago.

Al poco tiempo, gracias a que mi hermana promocionaba en el barrio la responsabilidad, la seriedad y el compromiso con el que ejercía mi joven vocación es que me llama la nieta de Don Atilio para que cuide a su abuelo, un viejo vecino de la zona que había sido víctima de de cierta enfermedad de nombre alemán y que estaba postrado en su cama. El sueldo había mejorado mucho respecto al que pagaba mi hermana y más allá que tenía que trabajar desde las 8hs, sabía que no podía fallarle a Claudia por la mano que me había dado. Aunque a veces salía con mis amigos la noche anterior, todas las mañanas (incluido el sábado) me hacía presente minutos antes de la hora pautada. El trabajo era relativamente tranquilo: darle de comer, algún paseo por la cuadra, soportar alguna conversación desvariada. Lo que le apasionaba a Don Atilio y que yo también había empezado a disfrutar era que le lea cuentos. El viejo tenía una anticuada repisa con libros y diariamente escogía alguno para que le recite. Era elocuente la enfermedad que padecía, porque había cuentos que me los hacía leer hasta 4 días consecutivos. El trabajo me gustaba y estaba ganando un buen salario, pero a los pocos meses, tres creo, Don Atilio (que Dios lo tenga en la gloria) falleció de un infarto masivo.

La nieta del viejo había quedado más que conforme con mi labor por lo que me recomendó para cuidar a una amiga suya que padecía una extraña enfermedad. Mi familia no salía del asombro ante los halagos y las ofertas laborales que me llegaban, incluso mis amigos ironizaban diciendo que en realidad no era a Don Atilio al que atendía sino a su nieta. Sorpresas y bromas aparte, yo estaba contento con mi trabajo y me sentía útil para con los demás. Una tarde, después de cuidar a mis sobrinos (trabajo que no pensaba abandona y priorizaba por sobre el resto) quedé en entrevistarme con la tía de quien supuestamente tenía que cuidar. Luego de una exhaustiva radiografía sobre mi atuendo y de sortear satisfactoriamente el cuestionario sobre experiencia laboral y mi vida personal, es que me cuenta que Noelia, su sobrina, había sufrido una rara patología luego de que sus padres y sus dos hermanos murieran en un trágico accidente automovilístico. “A partir de allí quedó muda y pasa la mayor parte del día en la cama. La han estudiado médicos de todas las especialidades. Después de practicarle una batería de estudios que arrojan resultados normales, todos coinciden en que es evidente que el origen está en el estrés que le causó la muerte de su familia. Pero ninguno es capaz de darle una solución a su problema. Estuvo tomando numerosas pastillas sin respuesta alguna, por lo que opté que las deje y que alguien la pueda cuidar.” Cuando le pregunte acerca de cuál era mi función específicamente me dijo que sólo era de compañía, como mucho, acercarle algo para tomar o para comer. El trabajo parecía carecer de complejidad y el sueldo casi doblaba al que me pagaba mi hermana, por lo que acepté sin vacilar.

Aún recuerdo el primer día. Cuando llegué la vi a Noelia derrumbada en la cama, la frazada sólo permitía distinguir su cabellera oscura. La habitación con una luz poco más que tenue, disimulaba el hermoso día de verano. Siempre fui un especialista calculando la edad de las mujeres. De todos modos, cuando les comunicaba mi presagio restaba algunos en un acto de cortesía masculina. Pero esta vez el cálculo me falló. Su tía en la entrevista me había dicho que tenía 24 años y cuando la vi mi estimación hubiese rondado los 32 o 33 años sin el descuento halagador. Promediando la mañana pude observarla más detenidamente: estaba perdida, mirando hacia un punto lejano. Ausente. Pude darme cuenta que oía porque ante un tímido “hola” que le dirigí, volteó hacia mí para luego desaparecer en su mundo. Su rostro algo moreno dejaba entrever cierta tristeza, pero no una tristeza nostálgica, sino una tristeza dolorosa. Sus ojos perdidos en los rincones de la habitación eran testigos de su tormento y unas ojeras violáceas se encargaban de remarcarlo.

Al principio no me aburría: miraba televisión o leía el diario que la tía de Noelia compraba diariamente. Pero cuando aquello se hizo costumbre, la mañana se me había empezado a hacer eterna. Encima Noelia no me requería casi nada, es más, notaba en ella un aire de odio hacia mí. Quizá sentía que le estaba usurpando su espacio y su silencio, pero a decir verdad, era su tía quien me había dicho que ella miraba (o escuchaba) televisión. Para ser sincero yo sintonizaba canales deportivos, tal vez no le gustaba el fútbol, pero su tía no me había aclarado qué programas atraían la atención de su sobrina.

Mientras pasaba el tiempo y las mañanas compartidas, mi sentimiento de indiferencia para con Noe (ah, porque la empecé a llamar así) había mutado hacia la compasión. De sólo ponerme en su lugar un escalofrío me recorría de punta a punta. Y esa compasión, empujada por paciencia y comprensión hacía que yo intentara interactuar con ella a través de señas o gestos. Intentos, sólo eran eso. Pero como nunca fui un idealista, me ponía objetivos a corto plazo, como que no me mirara con odio cuando la llamaba por su nombre o le preguntaba si necesitaba algo. Y no me conformaba con esos detalles, algunas mañanas le obsequiaba una flor que recolectaba camino a su casa, otras le decía algún piropo sencillo. Los avances que obtenía eran poco menos que escasos, pero estaba entusiasmado con hacer el intento lo que agudizaba mi ingenio. Un día, por ejemplo, se me ocurrió contarle acerca de cómo hacia para arrancar las flores que le regalaba sin que la dueña del jardín se percatara de mi actitud vandálica y no por eso menos tierna. Sus ojos seguían teniendo ese dejo de odio, pero cuando en cuando volteaba hacia mi. Noté que tenía un lunar muy pequeño sobre el labio superior que le quedaba muy bien.

Los monólogos siguieron. Trataba de variar los tópicos y las historias. Mañana a mañana lograba que permaneciera más y más minutos mirándome mientras le recitaba y que el odio de su mirada empezara a dejar paso al dolor. Esos ojos de desesperada tristeza empezaban a volver a este mundo. Poco a poco dejaban de perderse en la ausencia de la habitación.

Lo que a Noe le faltaba, a mi me sobraba. Podía pasar horas hablándole sin cansarme, contándole las más diversas anécdotas que iba enriqueciendo y adornando con personajes extravagantes y con finales inesperados. Me había convertido sin darme cuenta en un narrador oral (otro dato que podría agregar a mi currículum). Pero los temas se iban acotando y mi imaginación se había vuelto mi peor enemiga, por lo que la atención de Noe llegó a punto más bajo cuando mis historias tenían como protagonistas a jugadores de fútbol o personajes de la noche. De todos modos, sutiles cambios seguían sucediendo. Antes, cuando llegaba, Noe estaba acostada esperando mi arribo. La ayudaba a incorporarse y se sentaba para desayunar en una silla que estaba a escasos metros de la cama. Pasado algún tiempo, me aguardaba sentada y con el pelo recogido, detalle que ponía en evidencia otros dos atractivos lunares que hacían un tridente perfecto con el que tenía sobre el labio. Motivado por sus mejorías notorias y mi, hasta ese momento, inconsciente interés es que una mañana antes de a ir a su casa, pasé por mi antiguo trabajo y le pedí a la nieta de Don Atilio si me dejaba tomar prestado los libros de cuentos que le narraba su abuelo. A pesar de que siempre llegaba a horario, esa mañana le avisé a su tía que me había retrazado en buscar los cuentos. La rutina marcaba que Noe me esperaba sentada en su silla y yo, que arribaba promediando las 8hs, entraba en su habitación con una bandeja con el termo, el mate, unas masitas y alguna historia para contarle mientras desayunaba. Para mi sorpresa, esa mañana, cuando entré me topé con el termo en el suelo, las masitas desparramadas por la habitación y a Noe acostada mirando hacia la pared, evitando así que nuestros ojos que eran la forma más sutil de comunicación que teníamos, se puedan conectar. Era evidente que la tía se había olvidado de comunicarle que iba a llegar tarde. Sin darle las explicaciones del caso, ordené un poco la habitación, me senté junto a su cama y me adentré en uno de los cuentos que más me gustaba leerle a Don Atilio. Había aprendido a contarlo, a variar los tonos de mi voz según las circunstancias y cada personaje, por lo que sentía que aquella historia podía gustarle aún más. Promediaba mi relato y ella seguía inmóvil, en la misma situación en la que la había encontrado aquella mañana. Me perdía de ver su expresión, de verla. De todos modos yo no abandonaba mi apasionada lectura. Cerca del final del cuento, un predecible, pero no por eso menos pasional final de amor, fue que Noe giró sobre sí, se sentó y me miró fijamente. Por un momento me detuve para observarla y descifrar que sentía. Además de lector de cuentos, podía intentar leer sus ojos. Esos mismos ojos que hacía algún tiempo habían empezado a retornar a este mundo estaban posados sobre los míos. Pude captar que en su reflejo había algo que nunca había percibido, ni en ella no en nadie. No sabía lo que era, pero sentí algo especial en mí. Sacudido por aquel cruce de miradas que fue una ráfaga breve pero intensa, continué en mi lectura. Cuando por fin llegué al final del cuento, busqué esos ojos y se habían ido, otra vez.

Esa tarde mientras estuve en casa de mi hermana cuidando a mis sobrinos, una sensación de incertidumbre se apoderó de mí. Sentía algo. Y justamente, eso era lo novedoso porque en mi vida jamás había experimentado sensaciones intensas: no conocía el amor, el sufrimiento, el llanto, la desolación. No sabía dónde encuadraba lo que me pasaba.

Pasaron algunas semanas y ese sentimiento que lo había sacudido desaparecía poco a poco. Si bien a Noe le gustaban los cuentos que le leía, la expresión de sus ojos nunca había vuelto a ser igual a la de aquel día. De todos modos, había una suerte de alegría en sus ojos que ya hacía algún tiempo había desplazado a ese dolor que, según su tía, regresaba cuando yo me iba al mediodía.

Así fue que una mañana de Agosto o tal vez, de Septiembre, Noe se encargó con desencajarme de la rutina diaria. Generalmente vestía el mismo camisón celeste todos los días. Cuando entro en la habitación, como de costumbre con la bandeja del desayuno lista, ahí estaba: sentada en la silla de siempre, pero luciendo un vestido color blanco que contrastaba sublimemente con su piel trigueña y destacaba ese tridente de lunares negrísimos que tanto me gustaban. Siempre había pensado que tenía una belleza oculta, pero no pensé que tanta y tan bien encubierta. Piropo sutil de por medio, pero sin hacer demasiado alarde que me ponga al descubierto del impacto que me había ocasionado, desayunamos como todas las mañanas. Mientras ella terminaba por comer algunas masitas y para disimular lo atraído que estaba hacia ella, saqué de mi bolso uno de los libros y empecé a leer el cuento que había pensado para aquel día. Era uno de Mario Benedetti. Cada vez que el cuento me obligaba a una pausa, levantaba mi vista para contemplarla y allí estaba ella, con sus ojos sobre mí. Yo no podía dejar de verla radiante, no sé si hermosa, pero algo era elocuente que algo de ella me cautivaba. Esos ojos que habían suplido tan bien su mudez contándome a través de ellos qué sentía, empezaban por confundirme. De pronto ahí estaba mi corazón, víctima de esa mirada que le propinaba una sensación que desconocía. Deslumbrado pero a la vez desconcertado, buscaba refugio en las palabras del cuento que me rescataban, pero mis ojos traicioneros querían contactarse con los de Noe que aunque no los miraba, sentía que se clavaban en mí, muy dentro de mí. Por un lado quería librarme de esa mirada que me generaba tanta incertidumbre. Tenía miedo. Por otro lado también temía a que cuando finalice el cuento se hubiera ido otra vez. ¿Y sino volvía? Con todos mis sentimientos en danza tomé valor y proseguí narrando la historia. Un final inesperado y cargado de imágenes y sensaciones nos invadió. Conmovido y temiendo no tener sus ojos allí, levanté la vista tímidamente y ahí estaban, pacientes espectadores. Mi respiración se detuvo cargada de aire. Ella seguía mirando, sólo eso, que para mí era demasiado. De pronto mi pecho se desinfló y los sentimientos afloraron: comencé a llorar (por primera vez) de emoción. Ella permanecía allí. Inmóvil. Su mirada expectante y llena de luz. Cierta vergüenza por mostrarme vulnerable a través de mis lágrimas hizo que dejara de contemplarla. Con su mano, me tomó suavemente de la pera, me secó una lágrima que buscaba esconderse entre mi barba, me miró con una inmensa ternura y me dijo: “te amo”.

Texto agregado el 10-11-2010, y leído por 128 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-11-2010 Primero dije, hoy este no, es muy largo, pero empecé y me atrapò tu personaje, me hizo pasar por todas las emociones,me parece pura ternura este cuento, lo único un poco exagerado Sergio, que aún no le habla, o acaso la empleada era su novia?, todas las estrellas para vos **************************** pensamiento6
 
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