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Caminábamos. La luna se cobijaba entre los montes
y las estrellas guiaban nuestros pasos
en la inmensidad de aquella triste noche.
Nuestros cuerpos, a ratos se rozaban
como perfectos desconocidos,
haciéndonos el quite
cuando nuestras respiraciones se entrecruzaban.

Bordeábamos el mar,
mientras nuestras miradas huían una de otra,
y las lágrimas caían surcando la arena.
Las palabras sobraban,
pero el silencio hería nuestros labios.

Mis manos sudaban, y podía sentir en ellas
los latidos de un maldito corazón
que amenazaba con abrir mi pecho
y salir a su encuentro buscando la calma esquiva.

Sus manos iban de un lado a otro
tratando de coger el aire que arremolinaba sus cabellos.
Cabellos que el viento no respetaba,
ofreciendo su escandalosa brisa
que atraía el agua que se enredaba
entre nuestros pies descalzos.

Risas impertérritas que se diluían
con el ir y venir de aquella marea.
Movimientos lentos de mis ojos
que me ponían en peligrosa evidencia
cuando su mirada los capturaba cual reos en fuga,
intentando encontrar aquel refugio de aguas claras.

Y otra vez las palabras atragantadas en mi boca.
Versos tristes en busca de papiros de amor.
Labios ensimismados queriendo abrazarla en pasión.
Sus ojos comienzan a perderse cuando la luna
abandona los montes y se posa desnuda arriba,
junto a las estrellas que en calma nos miran.

Me vuelvo a su cuerpo
y la sincronía de sus respiros desordena los míos.
Tiemblo por tenerla de nuevo en mi regazo.
Tiembla ella por el frío de nuestra amarga soledad.
Me refugio en los rebeldes latidos de mi pecho.
El silencio vuelve a herir mi boca
y el viento revela la vida secreta de nuestras palabras.

Manos temblorosas poso en sus hombros
y sus ojos cristalinos se pierden entre tanta oscuridad.
Nuestras miradas no se encuentran, se pierden, se fugan.
Nuestros cuerpos se desfiguran entre tanta angustia de perdernos.
Una lágrima sumisa recorre, tímida, mi mejilla,
esperando su mano que la rescate de mi boca.

Pero su perdón no llega, y aquella lágrima muere
en mis labios resecos de agonía.

Mis ojos deliraban buscando otro presente
que trajera de vuelta el calor de sus caderas.
Caderas que albergaban todo el brillo
de la luna en cada movimiento.
Movimientos serenos que me acariciaban en la lejanía.
Lejanía que perpetuaba nuestras amargas existencias.
Existencias que no se doblegaban
ante el llamado impaciente de la alegría.

Alegría que el mar secuestró
en una de sus tantas mareas
y que tan sólo devolvió convertida en desnuda tristeza.
Tristeza que nos arrojó al precipicio del desamor.
Desamor que tendió nuestros cuerpos en la arena.
Arena humedecida en nuestro llanto.
Llanto que ahogó nuestra esperanza de volver a amarnos.

Caminábamos.
La luna preparaba su descenso
entre el oscuro mar, y las estrellas
amenazaban con abandonarnos
a la suerte de nuestros erráticos
y tristes pasos en aquella noche.

Texto agregado el 26-10-2010, y leído por 162 visitantes. (0 votos)


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