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Es de esos días en los que llueve a ratos y luego sale el sol, pero no lo suficientemente convincente como para saber que durará; uno de los últimos del invierno, que sirve como una especie de introducción a la llegada de la contundencia, los aromas y la pureza de la primavera. Él observa el tímido reflejo de la luz en el cemento mojado y las pozas que se arman en la vereda desde la escalinata de acceso al Hogar de Ancianas, sentado en el escalón superior y usando como espaldar la puerta. Por la hora ya debería entrar, pero prefiere quedarse unos minutos allí a ver si su compañera llega.

Aprovecha de mirar a la gente que pasa por la calle. Es un pasatiempo que disfruta mucho. Quizás por intentar descifrar sus vidas y comparar cuánto se parecen a la suya; ver qué tan iguales o diferentes son: si tienen las mismas dudas, temores o ideas de felicidad. Pensarlo le arroja muchas sensaciones que no logra comprender del todo, pero por alguna razón le absorben. Hoy su trabajo en el asilo será sencillo, tan sólo tomar algunas notas sobre el funcionamiento y la estructura del lugar para construir un informe de avance. Desde hace algún tiempo que asiste en dupla allí para un ramo de la universidad, supuestamente con el fin de estimularles la conciencia social.

Sin dinero en el celular no puede llamar a su compañera, pero en vez de irse y volver otro día, prefiere entrar solo y avanzar lo más que pueda. Le abre la puerta Pilar una suerte de portera que en realidad hace de todo. Apenas accede nota que hay más movimiento del acostumbrado. Pilar le cuenta que se trata de la preparación del bingo mensual para recabar fondos, mientras desliza que quizás no sea el momento más oportuno para que él ande merodeando allí. No se preocupe, le dice, ya verá que ni molesto, que seré un fantasma.

Decide sentarse en uno de los sillones del hall, para desde allí hacer observación de campo. Además, desde esa posición es posible ver varias salas simultáneamente debido a que tiene cuatro o cinco puertas de acceso que conectan con todo. Saca su libreta y comienza a bosquejar un borrador, pero desde la sala de la televisión la señora Jesús lo ve y se acerca a saludarle. Ella es una anciana menuda y baja que camina arrastrando los pies. Llegó al asilo hace aproximadamente un mes, más o menos en el mismo periodo en que ellos comenzaron a venir. Tiene unos sesenta y cinco años, por lo que es de las más jóvenes, aunque pese a ello, es también una de las más deterioradas, ya que tiene problemas de memoria y ansiedad, y le ha costado acostumbrarse al Hogar.

Siempre olvida el nombre del chico, pero por alguna razón reconoce su rostro y se acerca a conversarle; todas las veces sobre su hijo y lo muy bien que él le caería. Sin embargo, él percibe que hoy está peor que en otras ocasiones, y se le ocurre que tiene que ver con su estadía en el lugar. O bien no, y su problema es un proceso natural e inevitable, un lento descenso a un limbo que la distancia a ella de todos, que hace que sus conversaciones sean cada vez más evanescentes, como si una muralla de aire fuese creciendo entre su lógica y la de él. La nota más inquieta, moviéndose mucho y sonriéndole nerviosamente mientras mira hacia atrás. De pronto ella se inclina hacia su oreja y le dice casi en un susurro que cree que las demás ancianas conspiran en su contra, y que de hecho algunas la retan y otras la empujan.

No sabe qué responder de vuelta, así que balbucea una frase mientras piensa exactamente qué debería decir mientras busca descifrar lo que ella busca con la confesión: ¿que intervenga, que la salve, que la escuche? El chico sólo consigue quedarse frente a la mujer, mirándola fijamente, esperando que suceda algo que no dependa de él. Intenta disimular su incomodidad y prestarle atención con una sonrisa lo más cálida posible, a fin de matizar en algo la perturbación que desestructura su protocolo, que hasta ahora le ha servido mucho. Su protocolo, que consiste sencillamente en sentarse con las ancianas mientras escucha sus historias, que son en su mayoría sobre sus infancias; historias no siempre lógicas y a veces relatadas con una dicción imposible, pero que él suele resistir sin problemas. Todo muy correcto, pero al mismo tiempo impersonal.

Piensa que para su compañera ha sido más fácil, debido a su personalidad. Ella les toma las manos, les pregunta si tienen amores en el presente, las llama de diversas formas y siempre pareciera inyectar, incluso con su sola presencia, una energía luminosa o deseo furioso por la vida. Acto completamente loable considerando la decadencia de un asilo, piensa él, lugar lleno de una persistente melancolía insufrible que suele paralizarle, y aquella férrea noción de muerte que lo aprisiona apenas cruza la puerta. Él es más parco, más serio, su sonrisa es menos espontánea. No es capaz de obviar la naturaleza del sitio, ni evitar el presente y su insoportable soledad compartida. No alcanza a tener la suficiente fuerza como para lograr el acicate vital que ella sí logra. Ha resuelto el rompecabezas haciendo algo que nunca le ha costado: quedarse callado y escuchar sin hacer nada.

Le resulta difícil encontrar las palabras o acciones necesarias para sacar a alguien de su estado si se pone a llorar, porque le embarga un sentimiento de profundo respeto, como si el acto fuera una ceremonia religiosa en el que sólo interrumpir es un pecado. Piensa que él no podría hacer otra cosa si tuviese que estar allí de por vida, naufragando entre los sillones con olor a fármacos, recorriendo los pasillos del mural gastado, desintegrándose lentamente en escenas resquebrajadas de algún tiempo fundacional en la vida de alguien. Que es lo que le debe estar pasando a la señora Jesús.

Es por eso que necesita un especial esfuerzo para conseguir una sonrisa y decirle a la anciana que no se preocupe, que es cosa de tiempo para que las otras mujeres la integren al grupo, que es probable que nadie conspire contra ella sino que es un proceso natural al ser nueva, que de seguro pronto se sentirá más cómoda y podrá descansar tranquila por las noches. Así consigue tomarla del antebrazo y llevarla lento de regreso a la sala de descanso, donde la invita a sentarse en un sillón viejo y gastado que huele a gato. Aquí puede reposar un rato, le dice, mientras piensa que para ella debe ser todo más arduo, ya que está tan loca.

La anciana le sonríe, y brillándole el rostro como una niña, le dice que no se preocupe, que todo esto va a cambiar pronto porque su hijo Juan vendrá a buscarla en breve. Su hijo, que trabaja en minas, de contador o de albañil, dependiendo del día que se lo pregunte. Lo único constante es la sombra de su presencia y la persistencia de su inminente llegada. Algunas veces Juan está por venir, y otras sólo debe terminar un trabajo para que los dos puedan volver a estar juntos. Si usted quiere, le dice la anciana al chico, puede venirse con nosotros.

El chico no atina a responder nada y sólo le sonríe una vez más, mientras regresa a la sala de recepción. Exhausto, una parte de él descansa, pero otra lo perturba. No logra concentrarse en las anotaciones, que parecen fundirse en una irrelevancia infinita y desbordar por las hojas hacia el suelo, como gotas de petróleo pegajoso. Garabatea un par de líneas hablando de la arquitectura del lugar, describiendo la oficina de la secretaria, el pasador sin escalones para acceder al segundo piso en andador, y otros detalles inservibles. No sabe cómo llegó a estar allí, no sabe cómo llegó a sentirse tan perdido de repente, como si súbitamente no tuviese ningún norte u objetivo y todo por delante pareciera de una frugalidad insoportable.

Las frases, acumulándose unas tras otras, le hacen sentir insignificante, una especie de espía sentado en la recepción, un ente ajeno y banal, que como un vampiro viene a succionar la sangre a un espíritu invisible que le ronda los ojos nublándole la vista. Porque fuera de él no pareciera haber más que maquetas invisibles de algo que salta a la vista pero aún así no ve. Escribe sobre cualquier cosa, sobre un comedor o sobre una silla, escribe sobre una idea o sobre otra, mientras desmorona sus poros en un torbellino dulce que le arrastra hasta el desierto más bruto y tonto.

Quizás sólo le falta un chal celeste sobre los hombros y un lagrimeo anónimo antes de la cena para ser una de ellas y ya. Quizás necesita obviar todo eso y concentrarse en una de sus misiones, volver al protocolo y tratar de lograr una sonrisa que evoque la buena vida, evitando la grosería, lo grotesco, para llegar a una belleza mórbida prisionera de un jugueteo infantil de hace ya tantos años. Necesita dormitar para minimizarlo todo mientras intenta averiguar si sus recuerdos son lo suficientemente sólidos para ensoñar las horas necesarias. Para ver si alcanzan para evadir y aguantar la supervivencia por las sobras del tiempo de algún chico como él que cualquier día de estos se acerque a ayudarle a reposar sobre un sillón añoso y decrépito.

Quizás alguien debería ir a tranquilizar a la señora, piensa, alguna de las paramédicas practicantes, o una persona con experiencia en el área. Quizás él mismo podría volver y contarle lo que realmente pasa por su cabeza, y con un solo respiro decirle que nada va a cambiar, que sus padres ya murieron, que sus hermanos y sus amigos, y sus imágenes y las calles, que todo eso ya no está, que así es la evolución porque lo dijo Darwin hace mucho tiempo. No intentar pasar por falso compasivo, menos ignorar que la mujer probablemente está aterrada observando desde el borde de un precipicio, paralizada de pánico por lo que ve, resbalándose inevitablemente a un abismo tan oscuro que le aprieta desde la nuca porque no encuentra respuestas. ¿O es a él a quien le pasan estas cosas? Quizás no cabe en su cabeza por qué, después todo, acabó aquí o terminó así; ya que nada de esto parece tener una explicación aceptable.

Porque todo es tan normal y tan contundente dentro de su lógica. Es evolución pura y no tiene nada que ver con el amor. De hecho es algo tan comprensible y animal a la vez, algo tan coherente con la ley de la selva, y aún así tan cruel. Es tan natural como morir sin saber nada y formar parte de la cadena; tan natural como hablar, como mirar los rostros de las personas y ver en sus ojos una huella de esperanza, un misterio, un flechazo. No se puede rebobinar. No se puede resucitar el pasado idealizado, ese donde todo es tan hermoso y vano, tan ligero que uno pareciera que puede volar sólo con brincar al vacío.

El chico deja de escribir. No puede seguir. De reojo mira hacia la otra sala y ve a Jesús a lo lejos. Se ha levantado del sillón y se mueve inquieta de un lado a otro mientras unas ancianas le gritan que no tape la televisión. Mira el reloj y ya son las seis. Técnicamente puede irse, ha cumplido con el horario. Su compañera no vino, pero no importa, luego compensarán horas, la profesora entenderá. Es momento de salir de allí y volver la otra semana por dos horas nuevamente. Con sincronía perfecta aparece Pilar desde la escalera, y aprovecha de pedirle que le abra la puerta. Ya está por cruzar el umbral, alcanza a divisar la vereda iluminada y las sombras difusas de la gente cuando siente que alguien le toma del brazo. Es Jesús.

Lléveme, le pide. El chico se paraliza, ¿qué le puede decir? La verdad no, claramente. No puede decirle que son amigos puertas adentro, que allá afuera él es otra persona, que no la recordará y que no quiere hacerlo. Que sólo adentro pueden hablar de su vida y sus recuerdos locos e imposibles de discernir de la realidad. No le puede decir que no es él quien está a punto de morirse, que por eso no se la puede llevar; que piense en él, por favor, que necesita disfrutar tanto todavía, que aún le queda mucho tiempo para llegar al lugar donde ella está, y que cuando llegue allí querrá que alguien lo saque del antebrazo una tarde cualquiera, pero eso no será posible. Que Darwin. Que ellos no son más que antorchas encargadas de repartir espermios para que la vida continúe, que no hay culpa.

Éntrese, señora Jesús, le dice Pilar tomándola suavemente del hombro. Vamos a tomar once. Pero la anciana no se mueve ni la mira. De hecho la puerta está abierta, bastaría con que se desprendiera velozmente de la mujer y lograse llegar a la esquina. Allí tendría que tomar el transporte sólo antes de que le avisen al hombre de los mandados que la traiga de vuelta, y viajar sólo lo suficiente para llegar a un teléfono y hablar a salvo de cualquier soplón. Podría camuflarse entre la gente, pedirle a alguien que le dé una moneda para llamar a Juan y decirle que es libre, que ya puede pasar a buscarla, que desde ahora en adelante todo va a ir bien para ellos y que cada noche le tendrá su cena con lo que más le gusta.

¿Existe Juan realmente? Quizás él te trajo aquí, piensa el chico. Y si logras huir más tarde te dará frío y hambre y tendrás que volver. Porque aquí perteneces y de aquí no saldrás. Antes fuiste otra cosa, una madre o una esposa; ahora eres una anciana esquizofrénica que ha perdido la memoria. El chico no puede hacer nada porque se lo prometió a Pilar al entrar. Seré un fantasma, mi presencia apenas se notará, le dijo. Y él siempre cumple su palabra. Su paso tiene que ser fútil e invisible. No tiene que sentirse mal. Sólo tiene que olvidar. Es joven y vigoroso, debe llegar a su casa y sacudirse todo lo deprimente que le pega ella cuando se encuentran, cuando le toma la mano y le dice que es un caballero. No debe pensar en el olor del pasillo que da a la enfermería, ni en los andadores, ni la televisión encendida en mute, fulgurando haces de luz a los rincones.

Porque nadie te puede ayudar, vieja Jesús. Nadie quiere. Quizás Pilar, algunas veces, o una de las mujeres de la caridad. De hecho no te faltará nada y te cuidarán lo mejor posible, supliendo todo lo básico, todo menos lo que te llena el corazón. Porque el desvelo será sólo tuyo, junto a los últimos momentos en que tu memoria arranque furiosa todo rastro de pena de mi cara. Nadie estará contigo, nadie en su sano juicio, con una vida normal. Una vida grandiosa comparada con la tuya. Nadie va a venir a rescatarte para llevarte donde Juan, ni te va a dejar en una cocina caliente en la que hacerle su guiso de verduras con sopaipillas calientes.

Él sí saldrá. Lo hará para camuflarse entre la masa y ver si allí puede dejar de pensar en la injusticia o la frialdad, o en su propio egoísmo que le aterra. Va a salir y hablar de ella alguna vez, ante alguien, para olvidar. Va a irse y todo esto se va a desvanecer, se tiene que desvanecer; la imagen de la anciana a medio salir, devorando el paisaje, buscando con frenetismo al hijo perdido; todo eso debe borrarse de su memoria para poder estar tranquilo y disfrutar su propia suerte. Para gozar feliz de sus recuerdos, que todavía arma, y la vida que aún tiene toda por delante, llena de sueños e imágenes carentes de muerte, desvaríos y oscuridad.

Porque para estar donde está ella falta todavía demasiado. Ya tendrá tiempo en el futuro para sentir remordimientos o nada; para intentar buscarle sentido a su pasado y desear retroceder y no poder. Para intentar huir o aferrarse a lo que sea. Ahora se conforma con zafarse de su mano, con toda la amabilidad que su indiferencia le permite, para salir caminando por una calle llena de sol ambivalente, de esos que hay cuando la primavera aún se subyuga al invierno; un sol que calienta poco y se refleja con introvertida claridad en las aisladas pozas de agua que deja la llovizna.

17.9.10

Texto agregado el 20-10-2010, y leído por 320 visitantes. (0 votos)


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