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Por desgracia, la memoria es ingrata y tiende a olvidar a los que fueron nuestros benefactores, en este caso, a mis profesores favoritos, los que le pusieron empeño extra para lograr sacar de mí, lo mejor que subyaciera dentro de mi escuálido continente. Ellos, fueron protectores y, de hecho, más de alguno quiso ser mi tutor, para que esta ramita medio torcida y anémica, recibiera los beneficios del buen trato, de la buena palabra, del buen consejo.

Medio arisco salí, en todo caso, pero en el camino me fui enrielando. No maté a nadie, robé lo justo y necesario y ahora, sin olvidar todo lo que fui, trato de visualizar en ese pasado penumbroso a los próceres que me enseñaron lo que era el mundo y lo que podía pretender de él.

Nunca olvidaré a la señorita Aída Palominos. En tiempos en que la varilla y la regla eran elementos disuasivos para introducir los conocimientos en nuestra dura mollera, la maestra aquella hacía abstracción de esas temibles herramientas, y en cambio, nos sermoneaba y luego, nos explicaba con acento maternal, aquello que se nos tornaba árido. Ella, fue la primera que comprendió que yo no era un pillastre cualquiera, que padecía de una sensibilidad que me dejaba a merced de los más astutos. Por lo mismo, intuyó que mi camino debía trazarse por el terreno de las artes. Incluso acudió a mi casa para hablar con mis padres, tal era su convicción. Por desgracia, ni yo estaba muy seguro de eso y tomé rumbos diferentes. Pero eso, es harina de otro costal.

No olvidaré nunca la bipolaridad del maestro Glasilovic, uno de mis primeros profesores de Ciencias Naturales. Cuando las cosas andaban bien y nuestras calificaciones eran buenas, él nos jalonaba con las preseas del reconocimiento, pero cuando tropezábamos y la materia se quedaba a medio digerir en nuestra sesera, hacía uso de su temible varilla para latigar nuestras temblorosas piernas. En nuestros días, suena inconcebible que el castigo físico estuviera legitimado y amparado por la deleznable frasecita aquella de que “la letra con sangre entra”. Hoy, es muy posible que nuestro torturador hubiese sufrido la respuesta desmedida de cualquier alumno, pasando a ser él el castigado, lo que tampoco es digno de ningún aplauso.

Siempre acuden ambos a mi mente cuando se trata de recordar al profesor. Ellos fueron mis formadores, con caricias y con la amenaza, con la perdición y la redención, lo que aprendí por la senda del amor y la que ingresó a mi fichero por el imperativo de un reglazo bien asestado.

Fueron muchos más los maestros que surgieron en las diferentes etapas de mi quehacer estudiantil, algunos sublimes y otros no tanto. Pero, todos fueron fundamentales y por lo mismo, dignos de mi mayor reconocimiento. No es fácil, por lo demás, domar a veinte, treinta o cuarenta motorcitos impetuosos, desbocados e inconsecuentes. Se necesita ser un poco Dios, un poco padre y un poco demonio, acaso los residuos menos apetecibles de esta vocación sublime que es ser profesor…










Texto agregado el 15-10-2010, y leído por 227 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
15-10-2010 ;D CalideJacobacci
15-10-2010 Muy buen texto.Me gustó.Me refrescó algunos recuerdos relacionados con mis profesores.A veces hace falta un recorrido por esos aspectos de la memoria. emece
 
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