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Una vez las moscas
Primero fue una, pequeña, casi nada. Volaba al compás de la música de Kitaro en una esfera imaginaria de no más de 30 centímetros de diámetro. Hasta daba gusto verla volando con la misma tranquilidad de la música.
Pero luego llegó otra, negra, mediana. Imagino que todas las moscas nacen con un pecado original; no es culpa de ellas si suponen que el fin último de su vida es molestar a la gente. Primero se posó en el libro que yo leía, sólo para calentar motores. Cuando di el manotazo salió volando. Casi pude escuchar sus burlas mientras volaba erráticamente. A partir de ese momento voló en torno a mi cabeza.
Me encontraba en pleno duelo con la susodicha (la primera seguía bailando a Kitaro) cuando apareció la tercera. Negra como mi conciencia, enorme como avión y ruidosa como helicóptero. Tan pronto apareció se dedicó a cumplir su cometido en la vida.
Para ese momento sólo la primera mosca hacía caso a la música. Yo, con el matamoscas, me dedicaba a cazar a sus congéneres. Fue entonces que apareció la cuarta: amarilla metálica, y con una capacidad de zumbar que dejaría en la calle al mejor mosquito.
¿De dónde demonios salían esas moscas? Revisé todas las ventanas y puertas, pero estaban debidamente cerradas y con sus respectivos mosquiteros. Sin embargo ya había seis. No; eran siete u ocho. Finalmente logré eliminar a una, pero ya la habían sustituido otras cuatro.
Y por cada mosca aplastada aparecían cuatro, luego cinco y luego seis. O sea, que para donde viera había un montón. Qué digo un montón; era un enjambre. Qué digo un enjambre, era un metaenjambre o, dicho de otra manera, era un enjambre de enjambres.
Y todas, absolutamente todas, dispuestas a fastidiarme. Pero, insisto, de dónde demonios salían todos esos pequeños monstruos alados. Me asomé por la ventana y afuera todo era apacible. Era un día alegre y tranquilo. La gente caminaba bajo el sol ajena, desde luego, a las moscas.
En cambio, adentro, revoloteaban por miles en torno a mí. Y se relevaban para seguir fastidiando, así que estaban en la pared, en los muebles, en el techo, en el piso. Nadaban (sí, nadaban. No se estaban ahogando) en la tasa de café. Pero sobre todo, volaban en torno a mí y evitaban mis manotazos.
No exagero si digo que en menos de media hora habré matado 300. Sin embargo, como las cabezas de la hidra, por cada mosca muerta surgían otras muchas.
Jamás pensé que existiera tanta variedad de ellas, tanta variedad que, incluso, es difícil señalar su especie, según comprobé en la enciclopedia. Ahí leí que las arañas son buenas para controlarlas, lo mismo que algunos roedores y lagartijas. Al parecer, en mi casa los roedores, las lagartijas y las arañas se extinguieron.
En cambio hay moscas chiquititas y enormes. Las hay negras, grises, cafés con rayitas negras, verdes, amarillas, anaranjadas y tornasoleadas, peludas y pelonas, de cuerpos opacos y metálicos. Pero todas ellas con algo en común; su deber máximo, la razón única de su existencia: fastidiar al cristiano (y al musulmán, y al judío, y al hindú, y a cualquiera independientemente de su religión).
Como ya escribí, en mi casa no hay arañas ni roedores ni lagartijas, y la enciclopedia en cuestión no reconoce al matamoscas ni a las pantuflas como instrumento de control. Hoy descubrí por qué; más bien fueron instrumentos de descontrol.
Antes de morir ahogado por las moscas decidí buscar refuerzos. En el directorio localicé el teléfono de varias empresas de control de plagas… Uno tras otro llegaron los fumigadores. Y uno tras otro salieron corriendo.
Incluso, un tipo gordo y con bigotito a la Gordolfo Gelatino afirmó que él no podía hacer gran cosa, y que lo mejor era llamar a alguien más adecuado. Me miró con ojos torvos, subió a su camioneta y se fue. Mientras se alejaba pude adivinarlo mirándome por el retrovisor… Siempre mirándome.
Fue entonces que lamenté que no estuvieran los González. Ellos sí que sabrían solucionar el problema.

Los González
Beto y Maricruz González. Así se llamaban. Ellos a sí mismos, y yo por imitación, qué le vamos a hacer. Poco a poco se volvieron parte de mi vida y hasta, puedo decirlo, en mi vida misma. Eran como una imagen distorsionada en un espejo, como lo contrario de mi alter ego, como la antítesis de Bonnie y Clyde, como las moscas…
Los conocí una tarde de quién sabe cuándo en un súper (ya ni me acuerdo cuál). Buscaba, precisamente, un repelente de moscas… De mosquitos ya tenía, pero de moscas no encontraba. Entonces se me acercó un tipo canoso y robusto; era Beto González.
No tiene caso, me dijo, no existe nada contra las moscas. Lo miré con cara de ¿es conmigo la cosa? Bueno, continuó, si quieres gastar tú dinero, compra este aparato que anuncian con sonido de baja frecuencia, igual no sirve para nada, pero es caro, y eso genera cierta satisfacción.
Comenté algo ingenioso y ahí se fastidió la cosa, porque nos pusimos a platicar, luego intercambiamos teléfonos, luego me presentó a Maricruz, luego se ofrecieron a acompañarme a hacer mis compras, luego eligieron por mí, luego me llevaron a la casa, luego siguieron muchos luegos.
Pero antes, pasaron a tomar una copa. La verdad es que no fue una copa; fue una botella de tequila. Después una de mezcal. Ya medios chiles nos volvimos hermanos. Qué digo hermanos; ¡amigos!, porque los amigos se escogen y los hermanos etcétera, ya saben lo que pasa cuando sobra el alcohol.
Pero antes (y es que siempre hay antes, incluso antes de antes), hablamos sobre mi trabajo. Desde luego les pareció muy interesante, pero después consideraron, casi a dúo, que estaba desaprovechando mi capacidad y mi enorme inteligencia. Con un montón de copas bailando en mi cabeza no pude sino darles la razón.
Bueno, la cosa es que ya con media botella de mezcal dentro de nosotros, Beto aseguró que me podía conseguir algo mejor, con mejores ingresos y mucho más interesante.
Y lo hizo, maldita sea.
No sé cómo lo logró. Yo pensé que todo había sido una plática de briagos que se olvida con la cruda, pero a media semana, al mediodía, sonó mi celular. Era Beto. Dijo que ya tenía el trabajo para mí, incluso que yo tenía una cita esa misma tarde, que un tal Gonzalo Manrique me esperaba y que estaba muy interesado en mi perfil.
Y sí. No eran las ocho de la noche cuando ya tenía un trabajo con el triple de mi salario. De inmediato le hablé a Beto. Eso merece celebrar, dijo. Cuando llegué a casa ya estaban los dos González.
Eso fue sólo una probadita. Poco después estaba inscrito en un gimnasio haciendo músculo, había comprado una casa grande, en mi nuevo trabajo me promocionaron y subieron el sueldo (que ya era alto), comencé a aparecer en las páginas de sociales de los periódicos, me entrevistaban y me iba de vacaciones al extranjero.
Los González eran algo así como mis ángeles guardianes. Y se comportaban exactamente así: vivían en mi casa (ni sé cuándo se mudaron), me acompañaban en mis vacaciones, decidían mi comida y mis lecturas, me quitaron el cigarro. Luego, la miel se convirtió en hiel.
Aguanté de todo con ellos. ¿Y cómo no? Mi posición se la debía. Aguanté incluso mi compromiso con Sandra, la hija del dueño de la empresa donde trabajaba.
Fue una tarde. Llegué a casa (no tenía sesión del gimnasio). Te tenemos una sorpresa, me dijo Maricruz. No quiso responder a mis preguntas, sólo me pidió que me arreglara porque íbamos a una cena formal. Llegamos a la casa de Manrique, mi jefe y dueño de la empresa en que trabajo.
La sorpresa era, desde luego, mi compromiso con Sandra. La conocía porque es algo así como la asistente de Manrique… Dista mucho de ser una chica bonita. Más bien es feita. Bueno, es muy fea. Yo, galante, me quedé callado y acepté el compromiso. Manrique y los González se encargaron de todo (nosotros, muchachos sin experiencia, no sabríamos hacer bien las cosas).
Me pareció ingratitud protestar por tan ventajosos matrimonio, aunque no le viera ventaja alguna. Después de todo tenía varios meses para pensar en algo para salvarme. Aunque, a decir de los González, pensar no es mi fuerte.
Para entonces, los González decidían cómo me vestía, qué compraba, qué comía, qué bebía, cuantas veces debía ir al baño… Nunca se alejaban de mí. En mi trabajo ella estaba con Sandra y él con el señor Manrique… Me estaban volviendo loco.
Varias veces intenté escapar, y otras tantas me encontraron (sepan ustedes cómo). Finalmente decidí que lo mejor era que ellos se fueran. Y me encargué de que lo hicieran.
De la despedida, los recuerdo abrazados. Beto me lo advirtió: ten en cuenta que ya no podremos sacarte de tu último problema. Lo que me purgó fue su sonrisa irónica, así que los mandé al diablo.

Otra vez las moscas
Y Beto tuvo razón. Me cai que la tuvo. Mi casa está llena de moscas y yo no sé como liberarme de ellas (imagino que para Beto habría sido la cosa más fácil). Ya no intento leer. Ya no intento matarlas. Me refugié en el baño de servicio (único lugar libre de ellas) y escribo estas líneas.
De la calle me llega el ruido de sirenas, ¿qué habrá pasado?, me pregunto. Las sirenas se aproximan y luego cesan. Oigo un sonido como un claxon muy grave.
Me asomé a la calle. Una patrulla está estacionada. Junto a ella se detiene una camioneta negra y un sedán. Bajaron varios tipos y voltean hacia mi casa. Maldita sea, me digo. Y los González no me pueden ayudar. Debí escucharlos.
Intento algo cuando llaman a mi puerta. Voy a la que fue su recámara a buscar inspiración. Encuentro, en cambio, el zumbido de miles y miles de moscas que se burlan de mí, como deben estar burlándose los González, esos dos bultos sobre la cama, esos cuerpos que atraen más y más moscas (y también policías).
Regresé al baño a escribir. Escucho el ruido de la puerta destruida. Ya no hay remedio. No me cabe duda de que debajo de todos esos insectos burlones, en la cara de Beto está dibujada su maldita sonrisa irónica.

Texto agregado el 15-09-2010, y leído por 238 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-09-2010 Interesante historia.Inevitable click fatal del personaje. escofina
 
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