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Ya va siendo hora de borrar todos estos relatos.

Creo que no se salva ni media línea...

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Valía la pena ver como Harold preparaba el altar para sus difuntos.

Desde siempre, cuando llegaba la noticia de que alguien había muerto, Harold se apresuraba a preparar con un cuidado de deudo un altar delante de cual se ponía el cajón, se llevaba a cabo el velorio y se rezaban las nueve noches.

Era lo mismo si el muerto estaba en Coveñas que si estaba en Tolú, o en San Antero o en Reparo o Mochanariz. Todos los pueblos y veredas de los alrededores de Coveñas habían visto como Harold preparaba sus altares. Pero decir todos tal vez sea faltar la verdad, pues donde la muerte no había puesto su firma en una de sus obras, allí Harold no había tenido la oportunidad de mostrar su compasión por los difuntos.

Los altares eran arreglados con la rapidez y el primor que exigían las circunstancias.

A fuerza de hacer altares, Harold había logrado perfeccionar su técnica. A veces se enteraba de alguna muerte antes que los deudos – como sucede en los pueblos – y mientras iba armando su altar en silencio sin preguntarle nada a nadie, las viudas y huérfanos entraban en un estado de angustia e incertidumbre que iba en crescendo hasta que por fin llegaba la noticia oficial: mataron a Fulanito.

No todos los muertos eran asesinados, hay que decir la verdad. También había los que se morían de viejos o por causas naturales, pero como la violencia señoreaba con rigor tanto en la región de Coveñas como en todo el país, lo normal era esperar la noticia de que habían matado a Fulanito.

Los altares consistían en dos mesas que se juntaban y sobre las que el piadoso Harold colocaba una sábana. Se daba mañas para colocar atrás otra a manera de fondo y con cajas de cartón vacías, o a veces prestadas y llenas, instalaba dos escalones. Pegaba una imagen de la virgen del Carmen en la sábana del fondo y en los escalones colocaba treinta y tres velas en conmemoración de los treinta y tres años de vida terrena de Jesucristo.

Una vez armado el altar, era el encargado de mantenerlo durante el velorio y las nueve noches siguiente en que los deudos y sus amigos, algunos sin invitar, se reunían en la noche a beber y a comer, a contar chistes y a contar anécdotas de otros difuntos y donde nunca faltaba el alicorado que hiciera comentarios que zaherían a Harold pues ponían de presente su condición afeminada y servil.

La última de las nueve noches corría el licor más que en las anteriores y ya en la amanecida, cuando los últimos deudos despedían y agradecían a los últimos borrachitos, Harold recogía su altar con la misma humildad y silencio con que lo había instalado.

Cuando ocurrían dos velorios simultáneos, cosa muy rara, se las arreglaba para dejarse ver en los dos y sólo en estos casos aceptaba alguna ayuda económica para sostener el gasto de las velas que era el principal y casi único de su servicio gratuito.

Casi nadie dudaba de que la labor de Harold fuera piadosa y hasta necesaria. Sus altares y en general su trabajo eran apreciados de diversas maneras, pero a las pocas beatas que todavía quedaban en el pueblo no les cabía la menor duda de que Harold era un ángel y de que el premio a una labor tan humanitaria era un puesto en el cielo.

Otra cosa pensaba el viejo Lara, que como muchos en el pueblo veía en los amaneramientos de Harold una justificación para su trabajo: con obras pías pagaba sus pecados. El viejo no perdía ocasión de decirle cualquier cosa y entre las que más le gustaba estaban las de polilla, colita parada y mariquita empolvada. Harold hacía caso omiso a los dires del viejo Lara y amaneraba aun más su paso para que el viejo se diera cuenta de que esos cometarios no le importaban nada.

Las nalgas de Harold eran, que todo hay que decirlo, tema frecuente de comentarios. Podemos decir que eran su único atractivo pues Harold era bajito, contrahecho y para decirlo en dos palabras, irremediablemente feo. Pero sus nalgas eran la envidia de todas las mujeres y el delirio de algunos hombres. Por eso siempre encontró quien le ajustara las válvulas, como decía el viejo Lara, a pesar de sus desencantos.

Acostumbrado a un repudio general y soterrado, Harold no se resentía con facilidad por los comentarios o actitudes que debía sufrir con regularidad. Ya la incomprensión de la gente no le dolía. Pero los groseros comentarios del viejo Lara, así los entendía, fueron creando en el un odio cada vez más grande que no se preocupaba en controlar y que en realidad era el odio hacia todo el pueblo pero concentrado en una sola persona.

Continuaba Harold, a pesar de su rencor, inamovible en su labor de instalación, mantenimiento y desmontaje de altares como el mismo llamaba a su servicio social incluso en el extremo más alejado del pueblo, Punta Seca. Era llamada así desde que en un velorio solicitó un vaso de agua. Cuando no lo quisieron o pudieron dar, comentó con su voz aflautada en pleno velorio: Esta punta si que es seca. Y así, sin ás, se quedó ese barrio.

Cuando llegó el rumor de que el viejo Lara se había agravado de repente y había sido llevado a Sincelejo para tratar de salvarle la vida, no hubo en Coveñas una persona más alegre que Harold.

Esperó con impaciencia toda la tarde a que llegaran noticias de la muerte de su enemigo pues nada deseaba con más intensidad en este mundo que ver a ese viejo bien muerto y bien enterrado.

Pero esa tarde las noticias no llegaron y tuvo que irse a dormir con la amargura de que el viejo Lara todavía respiraba a pesar de que no lo merecía. Pero su amargura se convirtió en dicha completa cuando a las ocho de la mañana se enteró de que el viejo se había muerto.

Se apresuró, como era su costumbre, a llegar a la casa del difunto donde los deudos ya lo esperaban.

En forma silenciosa, como siempre, empezó a armar su altar, pero la ocasión era especial y ya había decidido hacerlo esta vez mejor y más bonito. Así, con elegancia vengativa podría desquitarse del viejo que tanto odiaba.

La tarde anterior, mientras le rogaba a la Muerte para que se llevara a Lara, tuvo tiempo de pedirle a su madre las dos sábanas de seda que ella tenía guardadas y que jamás había usado. Consiguió una cinta azul que arregló para dar más ornato a la virgen del Carmen y compró las treinta y tres velas nuevas para que ninguna mostrara el pabilo quemado a la hora de instalar el altar del velorio del nuevo difunto. Nadie se percató de que un ramo de flores violeta con las que quería expresar su alegría, se salía de su protocolo acostumbrado de poner flores blancas.

Para rematar el altar le pidió prestados al sacristán dos velones de más de un metro. El sacristán se los dio sin reparos a pesar de que sabía que al cura no le gustaban esas generosidades. Pero era una buena manera de pagarle a Harold algunas liberalidades que de tiempo al tiempo le concedía.

La familia del viejo Lara emprendió en masa el viaje a Sincelejo para traer el cadáver y Harold quedó solo en la casa, esperando ver pronto a su adversario caído.

Ya bien entrada la tarde, en lugar del cortejo fúnebre que esperaba con la traída del cadáver del viejo Lara, escuchó una algazara que estaba fuera de lugar. Salió a ver de qué se trataba y con sorpresa pudo ver que los que antes eran deudos estaban ahora felices y traían vivo al viejo Lara, más vivo que todos y con una botella de ron en la mano, celebrando no solo que estaba vivo, sino que estaba más sano que todos, pues – se enteró después - el médico había confundido una acumulación de gases con un apéndice roto.

Si quieres deja ese altar montado, mariquita empolvada, pero lo que vamos a hacer aquí es una parranda, le gritó alegre el viejo cuando lo vio.

Harold, sin salir de su asombro y con su voz de mujer rabiosa, no tuvo más sino decir a quien quisiera escucharlo: Este viejo hijueputa… ¡Ni muerto es serio!

Texto agregado el 26-08-2010, y leído por 87 visitantes. (0 votos)


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