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EN JUJINA NO HAY ESPEJOS




Pedrín, luego de mucho tiempo de ausencia, regresó a su pueblo trayendo un batallón de burros que cargaban centenares de costales con espejos. Había trabajado casi veinte años en un próspero país lejano fabricando platos de acero.

Aunque Pedrín ganaba lo suficiente para llevar una vida tranquila, no perdía las esperanzas de hacerse un hombre verdaderamente rico algún día. Y ese día creyó que había llegado cuando en aquel país alguien inventó el espejo. Fue una novedad extraordinaria, todos se volvieron locos mirándose sus caras. Entonces a Pedrín se le ocurrió regresar a su tierra y empezar a hacer realidad su sueño. Haría negocio con los fantásticos espejos por todos los pueblos vecinos, y si se podía, hasta iría a otros países cercanos donde nadie aún haya llevado el espejo.

Su primera incursión fue al pueblito de Jujina, (de gente dedicada a la pesca), que quedaba a un día de distancia del suyo. ¿Y por qué no empezó a venderlos en su propio pueblo? Porque estaba resentido con su paisanos, pues, siendo un adolescente huérfano, ellos lo echaron del lugar por pillarlo robando patos y gallinas con los que Pedrín cocinaba para sus hermanos hambrientos.

-No les venderé ni un solo espejo y se morirán sin conocer sus caras feas- refunfuñaba en silencio.

Así, una mañana solariega, Pedrín ingresó a Jujina, pregonando a toda voz que traía la mayor maravilla jamás conocida. Colgó el único espejo que trajo de muestra en un árbol de la plaza.

-Acércate y conoce tu cara- le dijo a un hombre de la multitud.

El hombre se quedó boquiabierto del asombro. Por primera vez veía sus cabellos negros, sus cejas ralas, sus pequeñas orejas, sus ojos verdes, su larga nariz y sus labios gruesos. Quería quedarse para toda la vida frente al espejo, pero lo sacaron a la fuerza, pues los demás también quería gozar con ese instante prodigioso.

Niños, viejos, hombres y mujeres de todas las edades, desfilaron fascinados frente al espejo hasta el anochecer. Todos estaban dispuestos a pagar las diez monedas de oro que pedía Pedrín por cada espejo.

Entonces, esa misma noche, Pedrín regresó a casa para traer los 527 espejos que le habían pedido. Conduciendo su burro blanco, por el camino no paraba de frotarse las manos de la alegría por el tremendo negocio que acababa de cerrar.

-¡5,270 monedas de oro!- pensó con una amplia sonrisa. ¡Mejor comienzo no se podía pedir! Con esa ganancia viviría bien durande un año sin mover un dedo.

Pero sucede que cuando regresó a Jujina con los 527 espejos, encontró a la multitud de la plaza sumida en un descomunal alboroto. Por todas partes se escuchaban gritos de amenaza, de burla, de desafío, de altanería, y poco faltaba para trompearse entre ellos.

Ocurrió que la vanidad se apoderó de la gente. Ahora que conocían sus rostros, nadie se creía menos lindo que otro y cada uno estaba convencido de ser el más bello no sólo de Jujina sino del mundo entero.

-¡Qué se va a igualar tu horrible nariz a mi naricita preciosa!- le decía, ufanándose, una muchacha a otra.

-¡Nada como mis ojos celestiales!- vociferaba jactancioso un joven a otros jóvenes.

-¡Apuesto lo que quieran que en un concurso de cejas, lejos ganan las mías!- decía presumiendo un viejo a otros ancianos.

-¡Dime que mis labios son más bonitos que los tuyos o te rompo los dientes!- trataba de intimidar un hombre a otro, agarrándolo por el cuello.

Pedrín no tardó mucho de ver empujones, bofetadas, puñetazos, y se asustó tremendamente cuando vio a algunos sacando sus cuchillos.

-¡Ya bastaaaaaaaa!- gritó Pedrín, sudoroso, arrepentido de traer el espejo a ese lugar, sintiendo una herida dentro por ser el culpable de todos esos desmanes.

Solo entonces la gente se percató de la presencia de él y todos sonrieron. Ya se imaginaban con sus espejos colgados en las paredes de sus casas para contemplarse todo el tiempo que quieran y fanfarronear de sus rostros perfectos.

Pero vieron que Pedrín, apenado, descolgando el espejo del árbol, se marchó a su casa con sus burros y el cerro de espejos encomendados. Por el camino arrojó todos los espejos a un río turbulento.

Una semana después, regresó a ese próspero país lejano para trabajar en lo mismo.

Al poco tiempo, un amigo, a quien Pedrín había encargado ir a Jujina para informarse cómo estaban las cosas, le envió una carta.

Mientras leía y fabricaba un plato de acero a la vez, vio en la superficie de éste, el reflejo de su nublada sonrisa al saber que en Jujina la gente pescaba en paz absoluta. Y que felizmente, la vanidad se esfumó para siempre, cuando todos, poco a poco, olvidaron por completo los caminos de sus rostros.


Texto agregado el 25-08-2010, y leído por 102 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
25-08-2010 Buen cuento, Gustavini, "imaginable" completamente y con un final aleecionador, me gustó. La_Aguja
 
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