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EL TRAIDOR
(Primera Parte)
Más traiciones se cometen por debilidad
que por un propósito firme de hacer traición.
La Rochefoucauld

Colmaba el crepúsculo los arrozales del pueblo. Era una de esas tardes rojas, cálidas y húmedas que invitan al descanso y la contemplación. Sin embargo, el viajero no parecía dispuesto para cosas tales, pues avanzaba por el camino con apresuramiento. En su mano derecha portaba descubierta la katana, de vez en cuando miraba hacia atrás con desasosiego.
Al llegar a las primeras casas de la aldea, buscó con su velada mirada el refugio entre dos de ellas que formaban un estrecho y oscuro corredor; respirando profundamente bajó su arma, penetró de espaldas, ocultándose en las sombras.
Esto lo vio en un instante un aldeano que regresaba del campo. Algo más se le ocurrió, pues aceleró el paso y entró en una de las primeras casas del camino.
Pasaron diez largos minutos. De pronto, cuando el añil del cielo ya coloreaba todo, pasó a toda marcha un grupo de cinco samuráis. Apenas llegaron al pueblo se dispersaron: dos corrieron en opuestas direcciones entre los arrozales; los tres restantes se internaron entre las casas.
Para fortuna del perseguido nadie acudió a su escondite, así que, después de unos minutos, los guerreros se reunieron. Al parecer decidieron atravesar el pueblo para continuar su búsqueda más adelante.
Todavía pasó más tiempo antes que el fugitivo se decidiera a salir de su refugio, al hacerlo se dirigió con decisión a la puerta del campesino que lo había visto antes. Abrió la puerta de un puntapié, penetró en ella y la cerró tras de sí sin hacer más ruido. Anochecía entonces.
Transcurrieron algunas horas sin que nadie asomase el rostro hacia fuera, al cabo de las cuales los habitantes de esa pequeña villa escucharon, pegados a los muros de sus viviendas, el terror dibujado en sus caras, a la pequeña tropa que regresaba sin detenerse por donde había llegado.
Entretanto, en la casucha del campesino los dos hombres guardaban silencio. Uno frente al otro, en medio el fuego, de pié en actitud solemne.
Después de que se alejara la tropa el aldeano interpeló al hombre de la katana:
--Ya se han ido. Puedes marcharte ahora.
El fugitivo, siempre con la espada en la mano, fue a mirar por entre dos tablones de un muro mientras objetaba:
--Creo que mejor me ocultaré en tu casa por unos días… No te asustes anciano, no quiero darte problemas ni mucho menos hacerte daño.
El aldeano hizo un movimiento de desconfianza pero no dijo nada.
--A cambio de que me permitas permanecer aquí te diré mi secreto- se apresuró a decir el fugitivo.
--¿De qué me podría servir tu secreto? –murmuró el viejo.
--No te servirá… pero oirás algo… diferente –respondió el fugitivo con enigmática sonrisa.
El anciano sostuvo la penetrante mirada de su huésped, le estudió por un rato. A la luz del hogar pudo conocer que no se trataba de un vulgar ladrón o un vagabundo: Las ropas del joven eran las de samurái, muy parecidas a las de aquéllos que le perseguían… Portaba con bastante soltura una fina hakama gris y un kimono azul oscuro de seda. Tenía delicadas facciones; el cabello negro recogido en una larga coleta. En toda su persona podía avistarse seguridad y fuerza. Entonces fue que el anciano notó que en esos ojos no había visos de temor o de inquietud por la asechanza de que era objeto. Aún más: pudo sentir que poco le importaría si sus perseguidores regresaban. Esto fue lo que terminó por intrigar al anciano.
--Entonces, oiré tu historia –dijo finalmente.
El joven se acercó al fuego sentándose frente al anciano. Éste último fue al fondo de la cabaña trayendo una botella de sake que sirvió para ambos. El joven, tocando apenas con los labios la bebida, inició su relato:
“Te contaré como es que un samurái, el hijo predilecto de su padre, el más joven de los guerreros de Hakurai y el más apreciado por su señor, se convirtió en fugitivo. Todo, desde luego, tiene un principio.
“Desde los doce años sostengo la katana a instancias de mi padre, Hiroshi Ryoma, un antiguo servidor de mi señor. Aunque fui el tercero en nacer, mis hermanos no mostraban aptitudes para la guerra, así que fueron destinados a ser parte de la servidumbre. Mis padres y mis hermanos hemos pertenecido por generaciones a Hakurai, quien debe usted saber que es uno de los más poderosos señores de la región. Mi familia ha sostenido con orgullo su rango. Mi padre peleó muchas batallas por el padre de mi señor... Podría decirse que hemos nacido para vivir y morir por el honor de esa casa. Por lo menos así fue hasta este día.
“Tuve muchos maestros, pero aprendí el kendo y la historia de boca de mi señor. Fue un maestro firme, muy exigente. Puedo decir sin falsa modestia que puse tanto de mi parte en el aprendizaje que muy pronto me convertí en su favorito. El día feliz que me nombró su samurái todos los antiguos servidores de mi señor me rodearon. Me halagaban y felicitaban, me obsequiaban su amistad ofreciendo ayudarme siempre. Fue maravilloso.
“Como el castillo de mi señor era muy grande, me dieron una habitación junto al estanque. En ese lugar pasé muchas horas entrenando el cuerpo y el espíritu. Igualmente escuchaba las historias de todos esos grandiosos samuráis.
“A pesar de todo, en mi interior había una duda. Mientras practicaba la katana con ellos o conversaba largamente con los samuráis mayores, algo dentro de mí se agitaba. Era una extraña inquietud que no me permitía disfrutar por completo la felicidad de ser la esperanza de mi familia.
Esta inquietud sin nombre crecía al paso del tiempo convirtiéndose muy pronto en fuego devorador. Entonces fue que llegó ella.”
El joven hizo una pausa. Su mirada extraviada en el recuerdo mantenía su luminosidad pero al mencionarla perdió por completo la firmeza. Bajó entonces la cabeza y murmuró más que dijo:
“Hace unos meses llegó al castillo. Se trataba de la hija de mi señor. Akiko era su nombre. Siempre vivió alejada de su padre porque al morir su madre quedó a cargo de unos parientes. Fue producto de una relación que la esposa de mi amo no aprobaba, de una concubina repudiada. Al morir la esposa de mi señor dejándole sin herederos decidió traer a su hija a la casa, buscar para ella una buena posición y para él una fructífera alianza.
“Al principio, cuando le fuimos presentados, no hubiera soñado siquiera en atreverme a mirarla. Tal era el respeto que me infundía mi señor. Pero al paso del tiempo no pude luchar más contra la curiosidad que experimentaba así que una tarde que ella caminaba frente al estanque me atreví... Sólo fue un segundo… Muchas veces he pensado que fue esa mi primera desobediencia y tal vez la que originó mi propia pérdida. En ese fascinante segundo le entregué mi corazón por completo.
“Este sentimiento borró mis inquietudes pasadas, las dudas incorpóreas que había mantenido durante años. Llegué a experimentar felicidad tan completa con sólo pensar que, si moría en un enfrentamiento lo haría por la gloria de mi señor y el bienestar de su hija. Tales eran los arrebatos que me forjaron la reputación de un enérgico samurái. Al principio no había participado mucho en la guerra, pero entonces empecé a solicitar a mi señor que me llevara a su lado, que me permitiera las tareas arriesgadas, que me otorgara el honor de acudir en la batalla a la vanguardia… Debo decir que mi señor nunca me negó esos privilegios. Por eso la estima que sentía por mí crecía a cada instante.
“Poco a poco me atrajo a su círculo de principales. Después de muchas batallas libradas me vi sentado frente a él y a su hija compartiendo la comida y los placeres. No repetiré de nuevo sobre la felicidad que conocí en esa época, pues debo decir que mi corta vida tuvo su brillante cima en esos momentos.
“Pero el hombre no siempre decide su futuro, así que esa proximidad con la princesa pronto se convirtió en familiaridad. Me fue expresamente solicitado por mi señor que cuidara de ella, designándome como su guardia personal. A partir de entonces mi razón se perdió casi por completo pues pasé tantas horas a su lado, en breves conversaciones, en la inquietud de silencios muy tensos y prometedores…”
Transcurridos unos instantes en silencio, el joven se levantó de improviso. Caminó hacia la puerta y se detuvo, inclinándose para escuchar. El anciano supo que el gesto de su huésped se relacionaba más con sus agitados pensamientos que con lo que ocurriese afuera.
El pueblo estaba oscuro y callado.
Al cabo, el joven regresó a su sitio y a su ensimismamiento. Continuó su relato frente al viejo:
“Por semanas permanecí fiel en mi puesto, pero sucedió algo que no esperaba: La princesa se acercó a mí. Con los ojos bajos, apenas en un susurro, escuché de sus labios que no tendría más dueño que yo. Temblé de dicha, pero también de terror al pensar en las consecuencias de esas palabras. Sin dudar le ofrecí permanecer a su lado en secreto, ocultar lo que sentía ante todos para buscar de alguna manera el favor de mi señor para desposarla. Desde luego eran sueños vanos pues días después supimos por boca de mi señor que ya estaba destinada al hijo de un terrateniente vecino.
“Al saber su destino, ella cayó en una tristeza profunda; no salía de sus habitaciones, comía muy poco y cuando nos encontrábamos a solas permanecía callada. No podía mirarla directamente… Tanta era mi vergüenza por saberme impotente para cambiar nuestra precaria situación.
“Poco a poco fui presa de esta debilidad que muchos llaman amor… mis ojos de guerrero perdieron su precisión y mi brazo su fuerza… Mi mente estaba concentrada en resolver lo inevitable. Por fin, una mañana tomé la decisión. Acudí a las habitaciones de la princesa, buscando su aprobación para mi idea de manifestar franca y abiertamente lo que sentía a mi señor… pero ella tenía otro proyecto.”
El joven se detuvo de nuevo. Respiro profundo. Sólo entonces se percató que aún sostenía su katana. La enfundó en su saya. Sigilosamente la colocó frente al anciano. Levantó la mirada del suelo y tragando saliva continúo:
“Ella lo dijo claro, sin titubeos. Debía matar a su padre. Pensé por un momento que no había escuchado bien, que me estaba volviendo loco de la desesperación e imaginaba cosas, pero era verdad. Ella lo dijo con su cristalina voz. Al instante me horroricé imaginando ver caer mi katana sobre el adusto rostro de mi señor. Retrocedí varios pasos, pero entonces de sus ojos brotaron dos lágrimas… Me suplicaba que lo hiciera… No soportaba más la vida que mi señor había decidido para ella… Entonces no pude negarle nada.
“Me pareció que un segundo bastó para disipar mi confusión. Decidí al momento la muerte de Hakurai para liberar a mi secreta prometida de su yugo; al mismo tiempo acepté el castigo que de tal acto cayera sobre mis espaldas.
“Después de acordar el momento y el lugar del crimen, salí de ahí sin razonar nada… No puedo siquiera afirmar que la pasión era el motivo pues estaba resuelto a liberarla, también a morir por ella; sentía el sacrificio pero no el deseo de poseerla. Así que, según lo convenido, me levanté al día siguiente por la mañana con el propósito de cumplir nuestros objetivos. Habíamos acordado escapar después de todo. Por mi parte preparé su salida del palacio, pues sabía que, de tener éxito, moriría a manos de mis compañeros en cuestión de minutos.
“Ahora, anciano, como en aquel momento, no temo morir. La muerte no es nada. Sin embargo, sucedieron cosas que salieron fuera de nuestro control, que no habíamos previsto.
“Al parecer una de las acompañantes de la princesa nos escuchaba cuando ideábamos nuestro crimen. Esta mujer corrió a participárselo a mi señor. Cuando me presenté frente a mi amo él estaba enterado de mis intenciones, pero esperó hasta el último momento para descubrirme. La princesa estaba a su izquierda, el ministro de mi señor se hallaba a su derecha. Nunca la vi más fría y silenciosa, al parecer esperaba la sentencia a nuestro terrible pacto.
“De un movimiento desenvainé la espada y la blandí contra mi amo. Aún no sé por qué éste permitió que me le acercara tanto sabiendo mis intenciones… quizá pensó que yo haría lo que finalmente hice. No lo maté. No pude hacerlo. Lo amenacé para que dejara marchar a la princesa, pero no usé la oportunidad de asesinarlo, tuve el tiempo pero a final de cuentas no lo hice. Él, desde luego, me negó a su hija, me exigió que saliera de su casa llamándome traidor. Cobré entonces conciencia de lo que pasaba: habíamos sido descubiertos. El deshonor era el castigo que me daban.
“Perdona anciano, si mi relato te parece apresurado, pero aún no comprendo del todo lo que pasó después, siendo como fue, tan rápido y confuso, aún me perturba el ánimo”.
“El ministro de mi señor ordenó que me echaran de ahí los dos únicos guardias del salón. Fui arrastrado como un perro a las mismas puertas del palacio. Afuera, frente a la enorme puerta cerrada decidí regresar sin que me vieran para saber la suerte de la princesa. En dos zancadas salté el muro. Escuché entonces gritos desde el interior del salón donde había estado minutos antes. Corrí presa de la inquietud hacia ese lugar donde pude contemplar una escena que me paralizó unos instantes antes de reaccionar. Vi a mi princesa que yacía en el suelo, una daga enterrada en el estómago, sobre un charco de su misma sangre. Su cuerpo inerte me reveló su muerte. A escasos pasos pude contemplar con horror al ministro hundiendo su katana en el pecho de mi amo, quien profirió otro grito ahogado, muy similar al que oyera antes de entrar al salón.
“¿Qué había sucedido? Miré sorprendido hacia todos lados porque ya me había extrañado la ausencia de los guardias, así que de un salto cubrí la distancia atacando al ministro. Éste vio mi impulso y con su arma escurriendo aún la tibia sangre de nuestro amo, paró mi primer tajo. Le exigí que hablara. Él confesó que había matado a nuestro señor aprovechando mi audacia. Dijo que ante todos sería yo el asesino de esa casa. Unos minutos después aparecieron una docena de guardias y el ministro me señaló como asesino. Al ver el cariz que tomaban las cosas, corrí derribando a un par de ellos saliendo del salón. Crucé el estanque tomando la ruta por la que momentos antes había entrado para salir del palacio.”
Calló el joven. Con los ojos bajos, perturbado, como si cobrara consciencia de lo ocurrido en ese mismo instante. Mirando de nuevo al anciano, continuó.
“Desde entonces he corrido por el campo… He sido perseguido por espacio de cuatro horas. Así es como llegué a tu casa, anciano.
“Ahora sabes mi secreto: Hakurai ha muerto. No en mis manos, si no en las de su ministro, quien nos descubrió y aprovechó nuestra traición.
“Ahora sabes porque me escondo de los samuráis: Sé que soy un traidor, que como tal he de morir, pero no me puedo permitir hacerlo con el peso de una muerte que no ocasioné”.
El anciano contempló al joven samurái largamente, pensando en los hechos que le relatara. Tomó la katana desenfundándola a medias. Observó la hoja limpia, brillante, de perfecto filo. Entonces formuló su pregunta despacio:
--¿Cómo muere un traidor, joven samurái?
--Por su propia espada, anciano. – respondió con resolución el joven, los ojos fijos en el anciano.
El anciano guardó la katana y la dejó frente al joven samurái.
--Joven samurái, aún no me ha dicho su nombre, pero después de su relato prefiero no saberlo. Quién sabe qué consecuencias funestas tenga para mí haberte dado asilo. Sin embargo, creo que aunque es verdad que su historia es diferente, aún no ha concluido. De ella falta saber lo que harás ahora, si, como piensan ustedes los guerreros, se trata de vengar a tu señor para expiar la culpa de tus actos traicioneros o si elegirás vagar por el mundo, como Ronin que ahora eres. Sólo tú sabrás lo que decides. Lo único que un humilde campesino como yo puede decirte es que debes escuchar sólo un consejo, ese que dice tu voz interna. Te dirá como enmendar el mal que hayas hecho. Por mi parte sólo puedo ofrecerte una porción de arroz y albergue por esta noche.
El samurái supo la verdad profunda de las palabras del aldeano, y le miró con tristeza.
Sin articular otra palabra, recibió el alimento que le ofrecían. Sentándose en el piso, abrazado a su katana, dormitó un par de horas frente al fuego y frente al campesino.
Al alba, murmuró una frase de agradecimiento a su interlocutor de aquella noche, que aún dormía. Se puso en pie, volvió a su costado su espada y salió de la casucha presa de una gran confusión.

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En la brumosa mañana iba el vagabundo con paso rápido, sin cuidarse del barro del camino, pero ocultando a medias su rostro con la mano derecha. El cuerpo le temblaba involuntariamente, y la brisa matutina perlaba sus ropas.
Después de esa larga charla con el anciano campesino pasó la noche pensando. El resultado era que ahora volvía sobre sus pasos fugitivos. Conforme desandaba el camino recorrido, su pensamiento alcanzaba al fin un poco de sosiego. Su andar, en un principio inseguro y presuroso, se convertía poco a poco en una ruta resuelta. Regresaba al palacio, como atraído por un imán. El amor que horas antes había experimentado con tanta violencia no existía más. La venganza en cambio era todo en su ser.
Finalmente, después de flanquear el arroyuelo por el cual escapara el día anterior, se detuvo un instante, bajó la cabeza, como reflexionando unos segundos, su mano izquierda apretando contra sí la katana y saltó dentro del canal, empezando su carrera en el agua baja, a escasos pasos de una entrada al palacio.

MUKINO, EL NUEVO AMO
El administrador, el ministro, el asesino… el AMO.
Sin duda la carrera de Mukino fue larga pero sólo con la muerte de su señor, tan repentina, alcanzó las nubes en unos pocos instantes.
Al despertarse esa mañana sentía esa pequeña opresión del culpable en el pecho. Sin embargo ya su mente estaba en tantos proyectos para refinar su nombre, para transformarse de inmediato de un campesino avezado en un gran terrateniente.
Desde luego pensaba en el pobre diablo, ese pobre samurái cuya mayor hazaña le beneficiara tan onerosamente. Esa pequeña nube era nada comparado con sus sueños recién alcanzados. Ya jugaba en su mente con la vida de los soldados ideando nuevas y brillantes expediciones que agrandaran SUS territorios.
Tomó su primer alimento en la sala principal, esta vez en la parte más alta. Los nobles samuráis le miraban desde sus acostumbrados lugares con incredulidad escuchando sorprendidos el relato de la muerte de su señor a manos del joven samurái, despechado por el rechazo de la princesa. Después procedió a desenvolver un pergamino algo ajado y amarillento.
Sucintamente refirió que el contenido del testamento de su señor le dejaba como heredero de todo lo que en vida fue el territorio de Hakurai. Con lágrimas de falsedad infinita manifestó agradecimiento a su fallecido señor y, levantándose con agilidad, se dirigió a los reunidos, quienes en ese momento eran encabezados por casi veinte samuráis principales, otros tantos de menor rango y otro tanto de guardias agazapados en la entrada del salón, para que se le rindiese en ese preciso momento, la promesa de lealtad como nuevo señor de Hakurai.
Un silencio desconfiado, impregnado de irritación fue la respuesta que Mukino recibió al final de su discurso. Pero éste fue roto por uno de los samuráis más experimentados, quien le exigió a voz de cuello pruebas y testigos de todo lo que dijera antes.
Mukino llamó de entre los guardias a los que presenciaron la huída del joven samurái, lo que le dio sin lugar a dudas la validez a su testimonio.
Dichos hombres vieron en un momento que su buena suerte les traería grandes favores del nuevo amo, así que ninguno dudó en jurar haber visto al criminal atravesar con su katana el cuerpo de su señor, sumando tantos detalles a su historia que la asamblea pasó de la incredulidad a la sorpresa y de ésta a la indignación.
Así, si alguno de los guerreros albergó dudas, éstas desaparecieron por completo. El afecto que sentían por el joven samurái trocose entonces en verdadero odio.
Estaba la asamblea en confusión de voces cuando un suceso extraordinario atrajo todas las miradas a la entrada del salón. Ahí, frente a todos, con actitud desafiante, estaba el traidor. Plantado frente a sus camaradas, su mirada como flecha atravesó el lugar para posarse sobre el nuevo amo, a quien se dirigió con fuego en los ojos y gravedad en la voz.
--¡Mientes, Mukino! –gritó con fiereza.
Aprovechando que aún no se organizaban los guardias del castillo, el joven samurái entró sin encontrar resistencia. En medio de la confusión se precipitó con toda la violencia de su alma, la espada tendida y el cuerpo inclinado sobre el flanco derecho de Mukino, a quien hirió en el costado. Al instante sacó la katana del cuerpo del ex ministro y al sacudir la hoja manchó de sangre el entablado y las ropas de los otros samuráis.
En un momento, el joven samurái se vio rodeado de sus ex camaradas, que con miradas amenazadoras le contemplaban sin asomo de duda.
Giro en su sitio para hacer frente al ataque de sus compañeros pero bien pronto fue rodeado por multitud de punzantes aceros prestos a cerrarse. Entonces ocurrió lo imposible: una voz imperó sobre las otras.
--¡¡ENTRÉGATE!! ¡!ELLA ESTÁ VIVA!! –retumbó por el recinto la voz de un hombre.

Texto agregado el 17-06-2010, y leído por 135 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
21-06-2010 Imprimí esta 1ª parte, para leerla con tranquilidad en cualquier momento. No será su vocación el periodismo, pero le ha servido para escribir con hermosura, con excelente prosa. Ágil relato y muy buen tema. Atrae la curiosidad. Espero leer lo que siga. ¡Gracias! simasima
17-06-2010 Espero los siguientes capítulos, muy entrenida la historia, se lee bien. Saludos. gamalielvega
 
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