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Una versión del destino





I.
El atardecer Segoviano sonrojaba el bosque de eucaliptos y fundía informes las graníticas facciones de Calíope, erguida por décadas sobre el camino de adoquines al pie del alminar. Dos frondosos tilos interrumpían la luz occidental y echaban sombras sobre el portón de cedro y sobre los dos pequeños leones de caliza inmaculada que, recostados en las pilastras y con expresión triste, flanqueaban la entrada. Más allá del umbral, sobre el sendero ceñido que conducía a la residencia, entre frutales y pilares de mármol, el automóvil Dodge se detuvo.

Cuatro uniformados descendieron y recorrieron a pie la distancia que los separaba de los peldaños y la puerta de bronce. Uno de ellos, el oficial al mando, pálido y severo, vestía de blanco, contrastando en su pecho una multitud de medallas; los otros tres, pequeños homúnculos insignes, vestían de fajina y cargaban fusiles. Adelantaron zigzagueando entre manzanos y duraznos, evitando los hoyos anegados del camino, avanzando junto a la hilera de pilares y la cerca de aves.

La casa permanecía en silencio mientras ojos inquietos asomaban por los resquicios de la planta baja. El Doctor Iñaki Arriaga permanecía de pie en el centro del estudio en penumbras, fumando tabaco negro en largas bocanadas, con los pies desnudos en el centro de un tapiz moro y con los brazos cruzados en la espalda. Los observaba a través del tragaluz y paladeaba la picante dulzura del tabaco negro. Su mirada era calma y su expresión resignada, con esa tranquilidad tan característica en los culpables, en los mártires y en los estúpidos.

Anne Marie, esposa del Doctor, atravesó la puerta del estudio con pasos desesperados y el rostro enajenado.
-¡Vinieron por ti, Iñaki!- aulló -¡Han venido por ti! ¡Por favor corre, escóndete, huye!
Iñaki la observó a través de las volutas del cigarro con pasmosa serenidad, estiró sus brazos, la tomó por los hombros, besó su frente y la oprimió contra su pecho.
-Si vinieron por mí, mujer, cualquiera sea el motivo, aunque huya, corra o me esconda, me hallarán. Demasiado tiempo me han dado de ventaja ¿no crees?
-Por favor, al menos intenta esconderte. Hazlo por mí, por tus hijos.
-Cuando salgas, indica a Jesusa que los reciba y prepare café; los atenderé en el estudio si es que están de acuerdo y no es imperante que los acompañe de forma inmediata. Estimo que habrá tiempo para algunas palabras- hizo una pausa y volviendo la vista hacia la ventana agregó: -¿Has visto al que viste de blanco? Es Carrero Blanco y no creo hubiese venido él en persona si quisiesen hacer algo tan simple como asesinarme.
-¡Hazlo, Iñaki, por favor vete!- exclamó Anne aferrándose a él, como intentando esconderlo bajo su pequeño cuerpo.
-¡Coño, mujer, que te calmes! Déjamelo a mí. Ya sabré yo qué hacer- dijo Iñaki conteniendo fuertemente contra su pecho a la frágil mujer que lloraba desconsoladamente, pálido su rostro, temblorosos sus labios y anegados sus ojos verdes.


II.
La doble puerta de caoba chirrió al abrirse. Los cuatro visitantes aguardaban bajo el quicio. Carrero enunció algunas palabras y dos hombres jóvenes con armas largas ingresaron delante de él cubriendo los flancos. Iñaki los invitó a tomar asiento, los dos muchachos que hicieron la escolta dejaron la sala y cerraron las hojas tras de sí.
-¿A qué debo el alto honor de su visita, Almirante?- preguntó Iñaki con expresión irónica. Encendió un cigarrillo y estiró la cajetilla invitando al oficial.
-Dejémonos ya de formalismos, Arriaga, y vamos al grano- dijo Carrero secamente.
-Dígame, Almirante ¿qué motivos traen su envestidura por este rincón de Segovia? Intuyo que debe tratarse de algo verdaderamente importante.
-Como imaginará, Doctor Arriaga, el Generalísimo me ha enviado por usted.
-¡Qué alto honor, Almirante! El mismísimo dictador ha enviado a su lugarteniente a por mí, cuando hubiese bastado con un pequeño grupo de operaciones, como es regular a sus procedimientos.
-Deje ya la ironía, Doctor. Si lo quisiésemos muerto, no dude usted que ya lo estaría.
-Lo sé y puedo asegurarle que es lo que más me preocupa. En general, los motivos que me retienen con vida en esta caza de brujas, me saben más siniestros que los que fomentaron mi condena.
-Vea, Arriaga, el General me ha solicitado que me acompañe a Madrid, en calidad de médico, por supuesto. Necesitamos un pequeño favor científico (si gusta usted llamarlo de ese modo) y le aseguro que podríamos comenzar a olvidar viejos rencores y ciertas certezas que lo vinculan a los “rojos”.
-Pistas, querrá usted decir.
-Certezas, Arriaga.
El reloj del estudio marcó las seis de la tarde con una estridente vibración de metales, al tiempo que una pareja de gorriones alzó vuelo desde la cornisa, junto a la ventana.
-No comprendo qué podría suministrarles yo que no puedan brindarle otros mejor preparados, seguramente más jóvenes, e incluso franquistas.
-No sea modesto, Doctor. Usted tiene en su haber algunos métodos sin revelar, algunas argucias terapéuticas que no se transmiten en ninguna universidad ni escuela de ciencia. Específicamente, Arriola, el General está muy inquieto por el grave estado de salud de un allegado e imagina que es usted el único que puede salvarlo.
-Me parece sorprendente que el Generalísimo esté procurando salvar una vida cuando no ha hecho otra cosa, hasta hoy, que apresurar la muerte de muchos- dijo Arriola y meditó un instante -¿Qué cosa recibiría yo a cambio de salvar la vida de esa persona tan importante para el General?
-Conservar la suya, Doctor. Creo que es suficiente recompensa. Tal vez pueda no parecerlo para usted, pero estimo que sí lo es para esa pequeña mujer que lloraba en el camerino contiguo y para esos jóvenes admirables que son sus hijos.
-¿Pero usted, Almirante, entiende que ningún procedimiento médico es seguro, verdad? Nada garantiza el éxito de ninguna terapia; a pesar de poner a su servicio todo mi empeño y mi saber, el paciente podría morir.
-Por el bien de todos, Doctor Arriola, espero que no.


III.
El automóvil Dodge en el que también viajaba Iñaki, ingresó en una callejuela estrecha próxima a Palacio. Una pequeña cuadrilla de uniformados acompañó al Doctor hasta el despacho de Francisco Franco a través de un pasadizo ajustado, húmedo y pobremente iluminado; como una catacumba o un túnel de escape.

Ya en la oficina, Iñaki se detuvo a observar las maravillosas piezas de arte y, por vez primera, contempló de cerca el águila franquista con la leyenda “Una, Grande y Libre”, pendiente de un muro lateral revestido, como todos, en mármol. El despacho era un enorme ambiente, carente de toda abertura a excepción de la puerta principal de dos hojas y la portilla por la que él mismo había ingresado, cuidadosamente oculta esta detrás de una biblioteca provista de numerosas obras y enciclopedias. En el centro del cuarto, un escritorio semicircular de cedro sostenía una Biblia y dos banderas españolas con base cuadrilátera. Arriola recorrió con sus dedos el magnífico trabajo de ebanistería en los bordes del tablero superior y en el frente de los cajones, palpó el cuero del sillón del oficiante y el terciopelo de los asientos. Detrás de la silla principal, una bandera bordada en oro proporcionaba un cierre maestro a la majestuosidad artística del recinto.

Un chirrido de goznes sustrajo al Doctor de su observación. La biblioteca contigua, a la que los guardias deslizaron para su propio ingreso, se desplazó y pudo oír un seco rumor de pasos. Francisco Franco atravesó el espacio de sombras e ingresó al despacho.
-Finalmente conozco en persona al famoso Doctor Iñaki Arriola. No puedo decir que es un placer, por los mínimos conceptos que nos desunen, pero no deja de ser interesante estar ante la presencia de una eminencia de la medicina española.
-Me gustaría ir directamente a ver al paciente- dijo Iñaki sin alzar la vista del escritorio.
-Aprecio Doctor, al igual que toda España, su ardorosa vocación. Imagínese cuán fácil sería la tarea si todos desempeñasen sus labores, al igual que usted, esmerada, y desinteresadamente.
-Insisto en ver al paciente de inmediato.
-Veo que no valora las bienvenidas discursivas ni los elogios, Doctor. En un momento van a acompañarlo a la recámara de su paciente para que inicie su trabajo.
-¿De quién se trata?- preguntó Arriola.
-Eso no es verdaderamente substancial. Bástele con saber que se trata de un hombre, cuya vida no sólo es importante para mí, sino para España toda- dijo con fingida expresión de solemnidad y agregó: -Puede que se sienta un poco incómodo y asfixiado, pero por razones de fuerza mayor, estará acompañado permanentemente por dos guardias. No lo interprete como una manifestación de desconfianza. Simplemente no nos gustaría que el paciente, en su estado de convalecencia, le brindara información que pudiere resultar inconveniente para propios y para ajenos, e incluso comprometer su propia vida.
Dos oficiales ingresaron por la puerta principal ubicándose a derecha e izquierda de Arriola
-Como para incrementar la motivación en su labor, Doctor, nos hemos tomado la libertad de traer a Palacio a su señora esposa y a sus dos hijos. No queremos, de ningún modo, que usted no pueda realizar convenientemente su tarea por la falta de sus afectos.
Arriola giró sobre sus talones y por primera vez observó a Franco a los ojos. El General dio un paso atrás y los oficiales sujetaron a Iñaki por los brazos.
-¿Dónde los tienes hijo de mala madre? ¡Suéltenme hijos de puta! ¡Ya suéltenme, joder!
-No se preocupe, Doctor, ellos están bien y sé que cuando usted acabe estarán aún mejor y podrán iros los cuatro a donde os plazca.
Los guardias, aún sosteniendo a Iñaki por los brazos, avanzaron hacia la puerta.
-Fuera de lo estrictamente médico, usted es ciego, sordo y mudo. ¿Comprende, Doctor?- agregó Franco.
Arriola asintió con la cabeza y siguió a los guardias.


IV.
Una ambulancia condujo al Doctor, en custodia, hasta un edificio rudimentario de dos plantas en la Calle de Vergara, a poco más de una cuadra de Teatro Real. La fachada era gris y estaba desconchada en vértices y cornisas; en la planta superior, una de las dos ventanas permanecía abierta y podía observarse un resplandor mortecino a través de los cristales. En el piso inferior, un rosetón inmenso rezaba “LIBRERÍA DE VIEJO”, en caracteres romanos de color dorado, con arabescos rematados con un filete negro confiriendo a la leyenda una sensación visual de profundidad. Junto a la vidriera, la portezuela deteriorada y herrumbrosa se abrió de pronto y un oficial armado asomó y dio indicación de ingresar.
Iñaki permanecía en calma, observando detalles mínimos, facilitando a su memoria la asimilación de los eventos. A pesar de lo insólito del sitio, que ciertamente no poseía aspecto de hospital o sanatorio, e incluso tampoco parecía ser buen asilo para un enfermo terminal, acompañó a los guardias si temor.

En el interior del local los escaparates atiborrados de anaqueles y textos, desde la base lindante con el suelo de loza hasta el cielorraso, estaban dispuestos de modo tal que las hileras enfrentadas brindaban un espacio ceñido, de escasos cinco o seis centímetros adicionales al ancho de una persona promedio avanzando de frente. El pasadizo entre escaparates no era recto y se encontraba pobremente iluminado; el recorrido estaba colmado de curvas, desvíos, retornos y cruces, un verdadero laberinto literario cuyo sentido conocía a la perfección el militar que los hizo ingresar y ofició de guía.
Resultaba imposible para Iñaki, luego de tantas vueltas y encrucijadas del camino, calcular la dirección en la que desembocaba la salida y la distancia recorrida con respecto a la puerta del salón. En el tramo final, pasando junto a una oficina pequeña utilizada ahora como depósito, Arriola observó una escalera. El guía indicó con un gesto a sus custodios que escalen y se perdió detrás de la puerta del depósito.

Iñaki comenzaba a experimentar una sensación de incontenible ansiedad; hacía horas que no fumaba y su cuerpo demandaba ya la imprescindible ración de nicotina. Maquinalmente extrajo la cajetilla de cigarros y el mechero de su camisa, llevó un cigarrillo a la boca y chispeó el artefacto para encenderlo. Uno de los guardias lo golpeó en el estómago, Arriola se arqueó y cayó de rodillas.
-¿Acaso quieres matarnos a todos, viejo gilipollas? ¿No veis que este sitio está repleto de papeles?- le dijo y le asestó un puntapié en el costado.
-¡Ya déjalo!- dijo el otro guardia tomándolo por el hombro.
-¡Levántate y deja las gilipolladas! Quisiera ya que fracasareis para acabar contigo con mis propias manos; con todos vosotros, rojos mal nacidos.
El Doctor se puso de pie con dificultad y los tres treparon la escalera.


V.
Al fondo de un lúgubre corredor, la puerta vidriada de una habitación aparecía como una blanca e inmensa luz al final de un túnel. Arriola ingresó acompañado por los soldados. En el centro del cuarto inmaculado un hombre consumido descansaba, arropado su cuerpo y vendado su rostro, sobre una estrecha camilla quirúrgica. En la cabecera, tres modernos monitores señalaban la estabilidad de sus signos vitales. Junto al paciente un hombre delgado y vestido de blanco, apuntaba en una agenda con seria concentración; se trataba de un médico joven. Volteó el rostro para observar a quienes habían ingresado, giró sobre sus talones y avanzó a paso ligero junto a Iñaki.

-Bienvenido, Doctor. Mi nombre es Eduardo Ruiz y era, hasta hoy, el médico a cargo. Es un verdadero placer conocerlo.
Iñaki no respondió y se limitó a tomar la mano del muchacho, sin convicción, sin dejar de observar los ojos entreabiertos y vidriosos del aquejado.
-Necesito hacer algunas preguntas al enfermo- dijo severamente Arriola.
-Temo que eso no será posible. Deberá conformarse con la información presente en la historia. En ella hay anotaciones bastante detalladas de los síntomas, consultadas convenientemente desde su ingreso, hace exactamente ocho días.
-No me es suficiente para hacer un diagnóstico.
-Entonces deberá trabajar intuitivamente, Doctor. No dudo que pueda llegar a un diagnóstico acertado. Sus casos son famosos en el ámbito.
-Por favor, descubra al paciente- indicó Iñaki inflexiblemente.
Ruiz descorrió las mantas dejando descubierto el cuerpo del paciente, a excepción de las vendas del rostro.
-¿Los vendajes faciales tienen alguna finalidad médica?
-No, Doctor. Están allí desde el principio y han sido colocados para preservar el anonimato del hombre- respondió el joven médico.
-Ha de tratarse de alguien muy importante… verdaderamente importante. Ya quisiera yo saber de quién se trata. No deja de sorprenderme la enorme cantidad de molestias que se han tomado.
Arriola se aproximó a la camilla, observó de cerca la pigmentación dérmica, presionó en algunos sitios comprobando la circulación capilar y se detuvo en dos signos particulares: un hematoma de importantes dimensiones en el borde inferior de la parrilla costal derecha y cuatro heridas, aparentemente punzantes, a la altura del corazón.
-¿Han reanimado al paciente?- preguntó.
-No, Doctor ¿por qué lo pregunta?
-Por las heridas que este posee en el pecho. Son muy similares a las dejadas por inyección intra cardíaca de adrenalina en caso de paro.
-Si observa usted bien, encontrará heridas similares en muñecas y muslos- aseguró Ruiz extendiéndole el legajo del enfermo. Iñaki se acercó aún más al paciente procurando corroborar la aseveración del muchacho.
-No he traído mis lentes de lectura. ¿Sería usted tan amable de resumirme la historia?
El muchacho lo observó con desconfianza, recogió el brazo y posó el expediente sobre la camilla.
-El paciente ingresó hace ocho días, como ya le he mencionado. Por supuesto que se desconocen sus antecedentes familiares, procedencia y calidad de vida. El Doctor Moravia, quien lo asistió inicialmente, indicó que poseía síntomas de tuberculosis y hematoma hepático e inició el tratamiento correspondiente; aunque tratándose de un hombre, aparentemente vinculado al gobierno, no lo creyó totalmente acertado. Lo cierto es que no se han visto signos de remisión ni mejoría.
-Usted quiere decirme que ingresó con tuberculosis, pero yo estoy observando signos de tortura.
-¿Tortura?- preguntó Ruiz alzando la voz.
-Si, tortura y no es necesario que grite. ¿Ve estas lesiones?- dijo señalando las heridas punzantes en las que se había detenido anteriormente -fueron hechas, al parecer, con elementos punzantes; muy probablemente con clavos delgados o agujas.
-¿Y qué tiene eso que ver con una posible tortura, Doctor?
-Los bordes de las heridas son regulares y están parcialmente cauterizados. Si observa usted bien la disposición de las heridas, cuatro por sitio en pecho, muñecas y muslos, estas no sugieren perforaciones dérmicas independientes y arbitrarias, sino dos únicas heridas por punto con orificio de entrada y de salida, esto es, un objeto punzante, metálico según creo, colocado bajo la dermis. En algunos sitios, como en Vietnam, cuando la guerra, los soldados norteamericanos fueron sometidos a torturas por descarga eléctrica. Los atormentadores descubrieron que colocando un objeto metálico bajo la dermis, de acero o cobre preferentemente, la conductividad eléctrica era mejor aprovechada y, por lo mismo, la tortura resultaba más eficiente y dolorosa. También, observando el hematoma hepático, puedo llegar a la conclusión de que su desencadenante ha sido un traumatismo agudo, bien pudiera tratarse de un puntapié- expuso Arriola.
El joven lo observó con asombro y se dirigió al cuerpo del enfermo, siguió la secuencia de las declaraciones de Iñaki mientras asentía moviendo exageradamente la cabeza.
-Creo que tiene usted razón, Doctor- dijo Ruiz y acercó su rostro al oído de Arriola -He oído que se trata de un Coronel, secuestrado hace meses por un grupo subversivo y rescatado recientemente, así que puede que su teoría de tortura sea acertada- agregó entre susurros.

Uno de los custodios irrumpió en la habitación. Detrás de él, una enfermera menuda y de rostro levemente moreno, ingresó en el cuarto con una jeringa cargada de líquido cristalino.
-¿Ha realizado algún progreso, Doctor?- preguntó el militar.
-¿Qué progreso puedo realizar en una hora de observación y ante la imposibilidad de entrevistar al enfermo? Me gustaría hablar con el oficial a cargo- dijo Iñaki.
-En lo que a usted respecta, Arriola, yo soy aquí el oficial a cargo, su confesor, su custodio y su Dios. Cualquier cosa que debiera usted comunicar o consultar debe dirigirse a mí.
-Muy bien, oficial. Debe saber entonces, antes que nada, que el paciente presenta signos de violencia, una severa insuficiencia respiratoria y un pulso cardíaco irregular. Si no damos con la fuente de esta sintomatología, diagnosticamos a la brevedad e iniciamos el tratamiento correspondiente, el enfermo podría morir en unas horas. Necesito mayores alcances de la procedencia del enfermo, nivel de vida, antecedentes y una aproximación del último sitio en el que se halló saludable. No dudo que pueda proporcionarme esa información vital, sobre todo sabiendo que la vida de este hombre parece ser tan importante para el General- expuso Iñaki.
El oficial, un hombre delgado, de rostro pálido y grueso bigote reconoció que el diagnóstico a priori era desalentador.
-Por el momento vayan ustedes a descansar, el Cabo va a acompañarlos a sus habitaciones. Entretanto veré qué puedo hacer para facilitarle la información.

Arriola fue conducido a un pequeño cuarto en el piso inferior, descendiendo por una escalera metálica al final del corredor. Durante la noche, las cavilaciones sobre la sucesión de acontecimientos, los escasos signos del paciente y una serie de gritos, quejas y lamentos de dolor -provenientes de algún sitio no muy lejano- privaron a Iñaki del sueño. Sin duda alguna, algo no encajaba en la actitud de desmedida preocupación por la salud del enfermo, quienquiera que fuere, ni en el absoluto celo en el que se preservaban su identidad y su procedencia. De tratarse de un verdadero allegado al General o de un familiar, seguramente gozaría de la atención privilegiada de los mejores profesionales, no sólo de España sino del mundo, en algún sanatorio o clínica. Los antecedentes eran escasos e imprecisos y nada, dentro de los insuficientes indicios, permitía vislumbrar una salida mediata al asunto.


VI.
Muy temprano por la mañana, un oficial de civil llamó a Iñaki a través de una pequeña ventanilla en la puerta: una comunicación telefónica lo aguardaba en un recinto próximo. El Doctor se vistió apresuradamente y se dirigió, en compañía del hombre, hasta un ambiente espacioso, repleto de sillas y bancas. El oficial señaló un teléfono negro al final de la mesa, en el rincón oscuro junto a la despensa. Iñaki tomó el auricular, lo acercó a su oído y en su rostro se reflejó una profunda consternación; una voz extremadamente familiar llegaba desde el otro lado de la línea.
-¿Anne, eres tú?- preguntó.
-Soy yo Iñaki. Estamos bien, no te preocupes por nosotros. Estamos bien. Esfuérzate y pronto estaremos juntos- dijo Anne al tiempo que Arriola interpretaba en las palabras una repetición maquinal, inducida.
La comunicación fue interrumpida imprevistamente al otro lado, antes de que Iñaki pudiese al menos hacer una pregunta. Depositó el auricular sobre la mesa y se arrojó con violencia sobre el militar. En un solo movimiento el oficial lo dominó inmovilizando sus manos.
-¡Ya basta, Doctor!- le dijo -Acabe con las gilipolladas y póngase a trabajar.
-Si le hacen algo a Anne o a los muchachos os juro que los mato.
-No haga amenazas que no podrá cumplir, Doctor.
El hombre, quien no parecía tener tal fuerza, alzó a Iñaki por un brazo.
-Venga, vamos, que ha llegado alguien que puede ayudarle.

Junto a la puerta de la habitación del enfermo lo aguardaban dos rostros conocidos: el del Almirante y, para su absoluta sorpresa, el del Doctor Valdemar Moravia, amigo de infancia y colega en el Hospital Central.
-Buenos días, Doctor- saludó Carrero Blanco.
Iñaki se encogió de hombros como toda respuesta y observó fijamente a su conocido de antaño.
-No serán necesarias las presentaciones, según creo- dijo el Almirante -Tengo entendido que se conocen desde hace años.
-Así es- dijo Moravia -nuestra amistad se remonta hasta nuestra niñez.
-¿Conocer? ¿Amistad? Nunca se llega a conocer totalmente a ninguna persona y muy difícilmente uno pueda ser amigo de alguien infinitamente distinto a uno mismo- manifestó Iñaki.
Carrero Blanco dio un paso hacia delante y se ubicó entre ambos posando, sobre cada uno, una palma en el hombro.
-Será mejor que omitan viejas diferencias y se limiten a resolver este caso que, por cierto, cada día tiene más preocupado al General- dijo.
Iñaki escapó a la falsa demostración de estima y en un contoneo se deshizo del brazo enemigo.
-Almirante, he dicho al oficial de turno que necesitaba cierta información- dijo Arriola.
-Lo sé, Doctor; por ese motivo es que estamos aquí. El Doctor Moravia fue el primero en asistir al enfermo al momento de su rescate.
-¿Rescate?- preguntó Iñaki recordando la versión de Ruiz.
-Así es, Iñaki- dijo Moravia -El enfermo fue rescatado de las garras de un grupo rebelde, en Bilbao, hace poco menos de un mes. Durante su cautiverio permaneció, durante meses, encerrado en un campanario o palomar; mal alimentado y en condiciones infrahumanas siendo sometido a diversas torturas. La radiografía realizada en primera instancia arrojó, además, evidencias de tuberculosis.
Carrero Blanco observó severamente a Moravia, como brindándole una tácita advertencia de limitar la información a lo estrictamente necesario. Se disculpó de ambos, estrechó la mano de Arriola y bajó las escaleras.

-Cuánto has cambiado, Valdemar. En verdad me sorprende- dijo Iñaki olvidando por un momento el motivo que los había reunido después de tanto tiempo.
-A mí, Iñaki, me sorprende ver que no has cambiado. Ha pasado mucho tiempo ya de nuestras reuniones utópicas y clandestinas. No se puede ya vivir de sueños.
-Yo soy de la idea de que no podría vivir sin sueños- repuso -Supe que habías resultado un acomodaticio, pero juro que hasta no verte aquí, parado junto a ese hijo de mala madre, no me resigné a creerlo.
-Soy el mismo, Iñaki, sólo que, como buen camaleón, sé vestirme con la piel que conviene.
-¡Gilipollas!- dijo Arriola con indignación.
-¿Quién es aquí el gilipollas, Iñaki? ¿Yo, que sin ensuciarme las manos tengo un pasar tranquilo y elegante o tú, que por mantener tus delirios socialistas estás trabajando a punta de pistola y con la familia amenazada?
-¡Eres un hijo de puta!- exclamó Iñaki y se abalanzó propinándole un puñetazo en la mejilla a su colega.
Moravia trastabilló y cayó de espaldas, instintivamente antepuso manos y piernas en gesto defensivo procurando, con la acción, detener cualquier nueva agresión.
-¿Fue suficiente o aún seguirás pegándome en el suelo?
Iñaki estiró su brazo y ayudó a Valdemar a levantarse.

Ambos ingresaron a la habitación.
-¿Quién es?- preguntó Iñaki.
-No lo sé, pero también sé que lo mejor es ignorarlo. Luego de que yo lo asistiera en el hospital militar, lo atendieron dos médicos andaluces; uno de ellos aseguró conocerlo. Lo cierto es que nadie ha sabido de ellos desde hace dos semanas y tú sabes que por estos tiempos no es buena señal.

Iñaki tomó la historia, solicitó a Valdemar un bolígrafo y comenzó a trazar, esquemáticamente signos, síntomas y antecedentes para el diagnóstico diferencial. Discutieron larga y acaloradamente acerca de las patologías posibles.
-Queda descartada la posibilidad de que se trate de tuberculosis, Valdemar. No existe modo de que el cuadro no hubiese remitido, aunque sea en parte, hasta hoy. Intuyo que debe tratarse de una infección sistémica por hongos.
-¿Micosis respiratoria?
-Eso creo. Si en verdad permaneció encerrado durante meses en un palomar, mal alimentado y sometido a torturas, bien podría haberse comprometido su sistema inmune. Al mismo tiempo, dependiendo de la región, puede haber estado expuesto a heces de paloma y de murciélago.
-Deberíamos hacer las pruebas- dijo Moravia.
-No hay tiempo para pruebas, Valdemar. Podrían tardar semanas. Debemos iniciar ya mismo el tratamiento sistémico.
-Pero de no tratarse de una infección por hongos, y ser una cepa resistente de tuberculosis, al suspender el tratamiento estaríamos condenándolo a una muerte casi inmediata en esa fase terminal en la que se encuentra.
-Lo mismo sucedería de no ser tuberculosis y no tratar el hongo. Debo arriesgarme, basado en la no remisión sintomática.
-Iñaki, no olvides que no sólo tu vida está en juego.
-lo sé, Valdemar. Te juro que no hago más que pensar en ello.


VII.
Moravia abandonó la habitación dejando a Iñaki a solas con el enfermo.
Arriola permanecía distraído, recorriendo una y otra vez los apuntes realizados al dorso de la historia. De ningún modo podría tratarse de otra patología. Arrojó el expediente sobre el carrito de enfermeras y sintió, de pronto, la presión tibia de una mano en su muñeca. Los signos vitales del enfermo se disparaban en el monitor, al tiempo que este oprimía su brazo con desesperación. Iñaki se puso de pie procurando liberarse de la mano firme del paciente, observó el rostro vendado y descubrió la desesperación del padecimiento y de la inquietud en aquellos ojos azules, profundos y vidriosos; unos ojos azules que a Iñaki le resultaron familiares, conocidos.
-¡Máteme!- le dijo -¡Déjeme morir ahora, por favor! ¡No los deje que me hagan daño, no más!
Dos guardias y la enfermera menuda ingresaron presurosamente. Los soldados detuvieron al enfermo mientras la pequeña mujer inyectaba un poderoso narcótico en la vena inflamada. Casi instantáneamente el aquejado dejó de batallar, cayó de espaldas sobre la cama, adormilado, retornando a la cerrazón de su forzado sueño. Los signos vitales fueron normalizándose paulatinamente.
El corazón de Iñaki daba brincos en su pecho; en su mente rondaban las frases del hombre, irritadas: la muerte anhelada, una súplica de misericordia, ciertamente frases atribuibles al dolor de la enfermedad y a la angustia.

-¿Le dijo algo?- preguntó uno de los militares.
-Nada, sólo me pidió que lo libre del sufrimiento- respondió Arriola.
-Pobrecito- dijo el otro oficial -aún no comprende que ya lo hemos librado de su mal rato- terminó y mordió con fuerza su labio inferior comprendiendo que había pronunciado más palabras de las necesarias.
Valdemar ingresó corriendo, agitado aún por la escalada preguntó:
-¿Qué pasó? ¿Todo está bien?
-La situación está controlada, Doctor- dijo la enfermera -dormirá un buen rato.
-Ya he solicitado el tratamiento. A primera hora de la mañana estará aquí- dijo Valdemar observando a Iñaki -ya pueden retirarse- agregó indicando a los soldados y a la mujer abriendo la puerta.

Moravia tomó dos sillas y las colocó frente a frente, bajo el monitor, junto a la cabecera de la camilla. Se acercó a la puerta, colocó el seguro por dentro e indicó a Arriola que ocupe una de las sillas.
-¿Qué fue lo que pasó, Iñaki?
-Nada. Sólo que en enfermo reaccionó.
-Sería conveniente que empieces a olvidar lo que te ha dicho.
-No me ha dicho nada, Valdemar. Sólo me pidió que lo matase.
-¿Únicamente eso?
-Sólo eso- aseguró Iñaki y se echó pesadamente sobre la silla.
Valdemar lo observó seriamente.
-Será mejor que comas algo y procures dormir, haré que te despierten en cuanto llegue la medicina. Aquí ya no hay mucho por hacer en lo que resta del día. Yo voy a quedarme con el paciente.
Iñaki obedeció; advirtió en la voz de Valdemar ya no una amigable recomendación, sino una orden inexorable. Salió del cuarto en compañía de sus custodios y se dirigió a su camarote.

Comió cuanto le llevaron y bebió totalmente la botella de vino tinto que le había procurado Moravia. A pesar de que era aún muy temprano intentó, sin éxito, dormir. Nuevamente fue invadido el pequeño recinto por aullidos, gritos e insultos; nuevamente su sueño fue vedado por el dolor de hombres y mujeres en algún tiempo, en algún lugar no muy lejano.


VIII.
A las cinco en punto de la mañana Valdemar Moravia golpeó la puerta del pequeño camarote, acompañado por un guardia que cargaba una bandeja con café, frutas y pan. Hacía minutos había colocado al paciente la primera dosis intravenosa de antimicótico sistémico.
-Ya está hecho, Iñaki.
-Ahora sólo resta esperar- dijo Arriola secamente.
-Eso espero. Sinceramente ruego por que estés en lo cierto.
El rostro de Iñaki se tornó taciturno.
-Valdemar, quiero pedirte un favor.
-Pide. Si está a mi alcance…
-Sé muy bien que está a tu alcance. He notado que no juegas aquí el rol pasivo que intentas hacerme creer que juegas. Considera lo que te voy a pedir como un favor de viejos amigos, sin importar los caminos que nuestras vidas hayan tomado y los bandos escogidos.
-Habla de una vez.
-Quiero ver a Anne y a mis hijos. Sé muy bien que si en cuatro días el paciente no mejora, yo estaré, probablemente, muerto antes que él.
-Déjame ver qué puedo hacer.
-Y quiero un favor adicional, una promesa.
-Estás poniéndote muy exigente, Iñaki.
-Quiero que me prometas que, cualquiera sea el resultado, no les harán nada a ellos.
Moravia se puso de pie, palmeó suavemente el hombro de Arriola y se retiró de la habitación sin decir palabra.


IX.
Iñaki, acompañado por sus guardias, visitó el cuarto del enfermo cerca del medio día. Se sentó en una silla, junto a la cabecera de la cama y en voz muy baja, como de plegaria, habló al paciente como si este fuera un Dios o un ente superior capaz de prodigios.
-No sé quién seas- dijo susurrando -y en verdad poco me importa. Sólo te pido que sanes, que si en tus manos está, o si estás, en tu sueño sombrío, en compañía de Dios pidas a Él el milagro de tu vida. No es por mí, lo juro, es porque temo por Anne y por mis hijos, ellos que son aún tan jóvenes… Quiero que sepas que si lo que deseas realmente es morir, lo hagas luego, luego de sanar; porque no sólo estarías salvando temporalmente tu vida sino la mía y la de mi amada familia. Podría yo incluso ayudarte a sucumbir si lo deseas, pero en este momento otras vidas inocentes dependen de la tuya. No me importa que sea usted franquista y que rinda pleitesía al General y a su estúpida idea de república totalitaria. Sé que tal vez es mucho pedir pero le ruego una pequeña pizca de humanidad.
Arriola observaba la mano derecha del enfermo, perforada por la cánula del suero, junto a las cicatrices punzantes de la salvaje tortura. El hombre flexionó un dedo, luego otro hasta cerrar completamente el puño; elevó sus rodillas, alzó la cabeza y, como si hubiese oído concientemente las súplicas de Iñaki, vociferó:
-¡Usted no lo entiende, necesito morir, necesito librarme de los malditos! ¡Máteme, le suplico que me mate ahora mismo! ¿No sabe usted quién soy, Arriola?
Iñaki saltó de la silla al oír su nombre. Se sintió mareado, nauseabundo, estupefacto. Aquel hombre lo conocía o, probablemente, dentro de su estado de sueño inducido, hubiese escuchado las conversaciones que te tejían a su alrededor. Pero si así hubiese sido ¿Cómo atinó con exactitud su nombre entre todos los pronunciados? O tal vez, como él mismo intuyera la primera vez, aquellos ojos azules eran conocidos más allá de sus propias especulaciones.
Nuevamente, como en la intempestiva reacción del día anterior, ingresaron la enfermera y dos soldados, lo sujetaron, sedaron y contuvieron hasta que depuso la lucha.

Arriola abandonó el cuarto corriendo, comenzó a descender la escalera hacia su recinto y tropezó en el camino con Moravia.
-¿Qué sucede, Iñaki, parece que hubieses visto a un fantasma?
-Pronunció mi nombre, Valdemar, mi nombre. ¿Cómo diablos me conoce ese hombre?
-¡Tranquilízate, Iñaki! Puede ser un efecto residual de los sedantes y de la medicación.
-No, no lo es. Sé que no lo es. Sabía perfectamente a quién le hablaba.
Moravia se quedó pensativo un instante, torció la boca y tomó a Arriola por los hombros.
-Un consejo de amigo, Iñaki. Te sugiero que creas en el efecto residual y te olvides de todo esto. Si el tratamiento funciona en cuatro días estarás en tu casa con tu familia. ¿Me entiendes?- le dijo y sacudió su cuerpo.
Arriola sintió que una corriente helada recorría su espina dorsal. Valdemar clavó la mirada en sus ojos y le dijo:
-Te tengo buenas noticias: hoy en la tarde vas a ver a Anne y a tus hijos.
Iñaki salió abruptamente del trance y observó a su colega.
-¿Es verdad lo que me dices?
-Es verdad. A las dos de la tarde una patrulla los conducirá hasta aquí. Seguramente no querrás que te hallen desalineado. Ve a alistarte, toma un baño, rasúrate y, sobre todo, olvídate de esto y mantén la calma.
Así lo hizo.

Dos de la tarde en punto llamaron a su puerta. Salió con desesperación y se dirigió a toda prisa al ambiente en el que estaba el teléfono. Allí los encontró, Anne y sus hijos lo envolvieron en un abrazo eterno y conversaron, sin soltarse las manos, durante horas.


X.
En otro sitio, en una imponente residencia en las afueras de Madrid, junto a un escritorio de roble forjado y ante la insolente mirada de una réplica casi perfecta de la Gioconda, Valdemar Moravia discutía con el Almirante. Ambos bebían coñac y fumaban.
-He sabido de un pequeño altercado- dijo Carrero.
-Nada verdaderamente importante, mi Almirante- repuso Valdemar.
Carrero Blanco se puso de pie, depositó la copa sobre la mesa y avanzó hasta la ventana dando la espalda a su interlocutor.
-¿Usted comprende lo que sucederá si esto no resulta, verdad?- dijo.
-Lo sé, mi Almirante; pero desde el principio el General estuvo de acuerdo.
-Me refiero a si sabe lo que va a suceder. Con esto quiero decir: “lo que va a sucederle también a usted”.
-Por supuesto que lo sé. Desde el principio estuve dispuesto a asumir el riesgo.
-¿Cree acaso que una amistad del pasado pueda tener un precio tan alto como su propia vida? Está arriesgando su cuello por alguien que ya no lo estima, en una situación incierta. Además, si no resulta, no sólo se habría sacrificado usted vanamente, sino que Arriola acabaría, de todos modos, donde debe. Bien podría haber dejado que todo fluya naturalmente, Doctor. No sé realmente si vale la pena que apueste usted su vida para salvar la de un “rojo”.
-Créame que sí lo vale, Almirante.
Carrero Blanco giró y avanzó para sentarse nuevamente frente a Valdemar.
-Usted sabe que Arriola era un hombre sentenciado. Hasta el día de hoy no comprendo cómo pudo convencer al General de llevar a cabo una idea tan descabellada.
-Créame que yo tampoco, señor.
-No he sabido de nadie más que, como usted, esté dispuesto a arriesgar su propia vida por una persona que ni siquiera valora su amistad.
-Son pequeñas diferencias de opinión, señor- dijo Valdemar y observó seriamente a Carrero.
-¿En algún momento va a decírselo?
-Jamás, señor.
-Eso es verdadero altruismo, Moravia. Apostar su propia vida. Usted es un gran hombre.
-No lo creo, Almirante, pero no deja de ser un halago que usted lo crea.
Moravia se puso de pie y extendió la mano para despedirse.
-¿Cómo progresa el paciente?
-Mañana tendremos datos de importancia. Hoy es aún demasiado prematuro.
-Manténgame informado, Doctor.
-Lo haré, Almirante- dijo Valdemar y abandonó el despacho.


XI.
Arriola consiguió dormir por vez primera desde que se inició la confusa sucesión de acontecimientos. Al alba, pensamientos oscuros se había ceñido sobre él: desconocer aún el resultado de su juicio médico, la efectividad del tratamiento y el destino final que debería atravesar de resultar equívocas sus especulaciones. Procuró desterrar aquellos lóbregos pensamientos y anestesió decididamente sus temores reemplazándolos por la maravilla del amor. Lo consiguió experimentando aún la insospechada alegría de la visita de su familia, apreciando en sus manos la tibieza de las falanges de Anne y de sus hijos, sintiendo en sus mejillas el centenar de besos que le procuraron; oyendo aún, como retornos de un eco o de sonidos dulces viajando en el viento aquellos “te quiero” pronunciados en el salón. Permaneció así, asido a su memoria reciente, aferrado a la cordura mediante aquellas manifestaciones de afecto, de amor incondicional; manteniendo el arraigado deseo de vivir, percibiendo una sensación desconocida, pero evidente y profunda, de fe.

Un soldado llamó a su puerta acarreando el desayuno. Iñaki solicitó tomar el alimento fuera del cuarto, en el salón, sobre la mesa en la que en la tarde anterior disfrutó durante horas de la compañía sustancial de sus seres amados.

Saboreaba café negro y untaba mantequilla en un pan de fibras cuando Valdemar se presentó frente a él. Se saludaron amablemente, por primera vez en los últimos treinta años. Otro soldado brindó a Moravia su desayuno y, luego de agradecimientos y absoluciones, retomaron el tema fundamental de su reencuentro.
-El paciente parece evolucionar favorablemente, Iñaki. El síndrome obstructivo está cediendo y han retirado ya la bomba se succión. El conteo de hematíes en flujo alveolar es insignificante. Tenías razón, era un hongo.
-Dios quiera que así sea, Valdemar.
-¿Dios? Me parece mentira que pronuncies Su nombre. No creí poder ser testigo de este momento.
-En algunas situaciones límite es necesario creer en algo, y Dios es ciertamente el camino más corto- Iñaki hizo una pausa, encendió un cigarrillo y aspiró una larga bocanada.
-Todo está resultando, Iñaki. Has visto a tu familia, el paciente evoluciona favorablemente, todo indica que en tres días obtendrás tu tan preciada y definitiva libertad.
Arriola posó el cigarrillo sobre el platillo de la taza y observó profundamente a Valdemar.
-Debería estar feliz, es cierto, pero existen demasiadas cosas que no comprendo, que desearía saber para estar también en paz con mi conciencia.
-¡Iñaki, mi querido Iñaki! Que no te quiten el sueño las cosas que no conoces, limítate a disfrutar las pequeñas victorias en los campos tangibles. Siempre ha primado en ti ese espíritu inquisidor y ¿qué has obtenido a cambio de tus inquisiciones?
Arriola encendió otro cigarrillo.
-Me conoce, Valdemar, el hombre me conoce; ya quisiera yo saber en qué circunstancias me ha conocido; quisiera saber qué confianzas le han permitido exigirme que lo ayude a morir. Además ¿por qué desearía morir tan ardientemente estando, en apariencia, tan próximo a la sanación? Juro que me incomoda la situación- aseguró y bebió de un sorbo su café -Otra cosa que no comprendo es de qué modo han dado conmigo; cómo es que, conociendo mi paradero, no han acabado con mi vida, por qué motivos no he corrido la idéntica suerte de mis camaradas. Siempre creí que sólo era cuestión de tiempo, todos estos años procuré templar mi espíritu para ese día en que llegaran por mí, y así, inesperadamente llaman a mi puerta con una propuesta descabellada. Tú bien sabes, Valdemar, que la patología diferencial, en la revisión de antecedentes permitía sólo tres opciones: tuberculosis, neumonía o micosis. No se trataba de nada meritorio de una atención especial y mucho menos aún, del servicio de un titular de diagnóstico especial. Mi vida, desde el inicio de este proceso republicano, pendió de una hebra delgada; no concibo que se me perdone la vida en base a una acción tan diminuta. En ocasiones he pensado que hay alguien detrás de todo esto, alguien que ha querido favorecerme, pero tan recurrentemente como me ha abordado la idea la he descartado: ¿quién y por qué motivos querría favorecerme a mí, un “contra”, aún a riesgo de someter a juicio su propia vida? Tú mejor que nadie sabes lo que podría sucederle a cualquiera que hubiese fabricado la argucia y mentido de un modo tan deliberado a Franco.
-Probablemente pudiese ser alguien que te estima demasiado.
-No seamos necios, Valdemar. ¿Quién en este mundo y sobre todo en esta España sería capaz de permitirse tal gesto?
Moravia acabó el café de un sorbo, se puso de pie y tomó sin permiso un cigarrillo.
-Tienes razón, Iñaki. No creo que nadie en sus cabales fuese capaz de algo así- dijo y prendió el cigarrillo -Lo cierto es que ya no importa, sólo resta esperar. He dejado orden de que se te sirva de comer lo que gustes.
-Como a los condenados a muerte- dijo Iñaki y sonrió.
-Limítate a visitar al paciente tres o cuatro veces al día, evalúa su evolución y apunta en el expediente sus progresos. Yo intentaré venir al menos una vez al día- dijo Valdemar, extendió el brazo y palmeó el hombro de Iñaki -¡Ánimos, amigo, sólo tres días más y serás libre!


XII.
Tres días y tres noches pasó Iñaki velando la sanación del enfermo, cambiando cánulas, administrando sueros, limpiando heces y escurriendo orines. Tres días de sumisión y de plegaria hacia un Dios que aparecía difusamente en el anochecer de su vida, una manifestación espiritual de la que no había preservado mayor conciencia que su solo nombre ni mayor intención que su destierro. Y fue entonces al tercer día que, como el mismo Cristo -hijo del Dios negado-, el enfermo resucitó en su sepulcro, bajo los blancos lienzos de su morgue, prisionero aún de tubos, fístulas e innecesarios vendajes.
-¿Por qué no me has matado, Arriola?- gritó el vivificado -¡No sabes lo que has hecho…!
Iñaki abandonó el cuarto y golpeó en su mente aquella frase grabada a fuego en la historia: “perdónalo, Señor, porque no sabe lo que hace”.

La cuadrilla de emergencia irrumpió en la habitación. A diferencia de las otras oportunidades no inyectaron el sedante. Amarraron al paciente a los tubos de la camilla y con violencia liaron sobre sus labios una gruesa mordaza.

Iñaki corrió escaleras abajo y se deslizó en el camastro, en su habitáculo, bajo las mantas, como un niño aterrorizado por un monstruo incomprensible, hecho de sombras, con facciones informes e imprecisas. Su corazón daba brincos en su pecho y su mente fue un caótico tornado de percepciones, sonidos, gritos, corridas, palabras y locura. Sintió el deseo de sustraer aquella jeringa, la de días pasados, la del potente calmante que devolvía a la oscuridad del sueño al hombre aquel, el de los ojos conocidos, el que sabía su nombre. Deseó que la enfermera menuda atravesara la puerta y perforara su vena con la aguja entregándolo al universo inmaterial y absolutorio de los sueños.

Allí permaneció, cubierto con las mantas, sofocado por sus pensamientos. Allí permaneció imaginando que dormía.


XIII.
En el despacho de palacio la campanilla persistente del teléfono sustrajo al mismísimo General Francisco Franco de la lectura. Depositó sobre el escritorio, junto a una ruma de documentos por revisar, el volumen de lujo de “La Peste” y alzó el auricular sin decir palabra. Al otro lado de la línea, la voz del Doctor Valdemar Moravia llevaba, a través del cordón, las noticias de lo acaecido en el improvisado hospicio.
-Discúlpeme, mi General, que lo interrumpa de modo tan deliberado en sus tareas; pero hay novedades sobre la “Operación Librería”- dijo Valdemar.
-Espero que sean buenas noticias, Doctor. En verdad me resultaría desagradable perder, de modo tan absurdo, a uno de mis más fieles y capaces colaboradores- expresó Franco.
-Son muy buenas, mi General. El paciente ha reaccionado favorablemente al tratamiento, ha sido un verdadero éxito de la ciencia, de España y de su gestión. Ya podemos iniciar la fase II.
-Esto tengo que verlo con mis propios ojos, Doctor. En una hora estaré por allí; indique que preparen todo para la fase final, quiero ser testigo del éxito.
-Muy bien, mi General. Estará todo dispuesto.

Franco colgó el teléfono y ordenó que preparasen el vehículo oficial de inmediato. En su rostro podía adivinarse la alegría de una nueva victoria.

XIV.
Un soldado ingresó en el camarote de Arriola, descorrió de un jalón las mantas que lo cubrían y lo halló sudado y tembloroso.
-Ha llegado en Generalísimo. Póngase en condiciones inmediatamente, le están aguardando.
Iñaki intentó reponerse. Lo consiguió pensando en su familia, en su presunta nueva vida, lejos de males y persecuciones, cerca de un Dios naciente. Se acicaló apresuradamente y subió las escaleras.
Al asomarse al corredor descubrió una enorme comitiva de bienvenida: El propio General Franco, el Almirante Carrero Blanco, el Doctor Moravia, cuatro o cinco oficiales desconocidos y, completando la sorpresiva comparsa, Anne y sus dos hijos.
Avanzó lentamente a través del pasillo y luego corrió para fundirse en un abrazo con sus seres amados.

-Usted es magnífico, Arriola, pero lamentablemente eligió la orilla equivocada del río. Piense en todo lo que tendría de haber aplacado sus ímpetus de adolescente irresponsable- dijo Franco.
-No pienso en lo que podría tener, sino en cuánto hubiese perdido. Créame que bendigo cada mañana el caudal que nos separa. Estamos muy bien, usted en su orilla y yo en la mía. Pero recuerde algo General: Los hijos de puta no viven por siempre y sus ideas suelen morirse con ellos.
-Cuide su vocabulario, Doctor, no querrá disgustarme ahora que somos amigos- dijo Franco y rió -Ha llegado usted a tiempo para presenciar la segunda fase de esta operación, que ha surgido en verdad de una insignificante apuesta ¿verdad Doctor Moravia?
Valdemar no respondió, giró el rostro y carraspeó.
-Cuéntele, Doctor, no sea modesto. Dígale a su amigo Arriola que usted apostó su propia vida para salvar la suya- dijo con ironía el General.
Arriola observó a Moravia con desconcierto, dando un paso hacia delante. Anne lo sostuvo por la manga.
-¿Es eso cierto, Valdemar? ¿Todo esto ha sido un artificio tuyo?- preguntó Iñaki.
-No totalmente- respondió -De no haber intervenido tú, difícilmente el reo estaría con vida para la segunda fase.
-¿Reo, segunda fase? ¿De qué coños hablas, Valdemar?
Un soldado se interpuso entre Arriola y Moravia.
-Ya lo verá usted con sus propios ojos, Doctor, en un instante- dijo Franco y dejó escapar una sonrisa.

La puerta de la habitación se abrió y dos militares atravesaron el umbral sosteniendo por las axilas al enfermo, ya sin vendajes, con la mirada fija en el suelo. El General hizo un gesto a uno de los oficiales, este se aproximó, cogió al hombre de los cabellos y alzó su rostro para que Iñaki pudiese contemplarlo.

Arriola, al ver aquellas facciones familiares, retrocedió horrorizado. Halló en aquellos profundos ojos azules, en aquellas grietas profundas, en esos pómulos hendidos, en las mejillas delgadas y el aquel cabello débil y rubio, el rostro familiar de un viejo conocido, un viejo amigo, un hábil discípulo: el de Josué Gomeza, líder de la facción armada de Euskadi. Trastabilló y cayó de nalgas al suelo. Lo cogieron por lo hombros y lo arrastraron escaleras arriba. Anne y sus hijos permanecieron en custodia junto a la habitación del enfermo.

Recorrieron un pasillo estrecho y treparon con dificultad a una escalera caracol que limitaba, en su parte media, con un entrepiso insospechado; abrió un soldado la portezuela, accionó el interruptor y echó luz sobre la húmeda y maloliente galería. A ambos lados del ceñido recoveco se veían minúsculas mazmorras con reclusos desnudos, golpeados, lacerados, inmersos en sus propios excrementos y orines, entremezclados estos con excrementos de aves y roedores que ingresaban, en el principio y en el final de la galería, por enormes ventanas descubiertas.

Al final del túnel nauseabundo de mazmorras, un militar abrió una portezuela metálica de poco más de un metro de altura. Todos ingresaron en el recinto cementado, incluidos el General y el Almirante. En el muro opuesto a la entrada, una camilla de hierro oxidado, sin cojín y con amarras de cuero, goteaba aún una viscosa sustancia granate. Arriola pensó de inmediato en la sangre, en la sustancia vital que corría ya sin convicción ni anhelos por las venas de los reos moribundos. Junto a la camilla, una caja metálica con perillas, luces y una palanca herrumbrada, permitía ver una madeja de cables de colores diversos.

Tres soldados muy jóvenes colocaron a Josué sobre el armazón, lo amarraron con las correas, clavaron en sus carnes gruesos clavos de cobre y sujetaron a ellos los extremos desnudos del cableado.
-Ya ves, Arriola, te imploré que me dejaras morir- dijo en un alarido el reo.
Iñaki intentaba retirar la vista del hombre pero el oficial que lo sujetaba, retenía también su rostro para que no dejase de observar.
-¡Perdóname!- gritó Iñaki.
Moravia estaba inquieto, guarecido a espaldas de Carrero, observando hacia la puerta.
-El único capaz de perdonar es Dios, Doctor. De no haber sido por usted nunca hubiésemos podido continuar con este imprescindible interrogatorio. Algunos de nuestros verdugos resultan ser apasionados españoles y, la última de las veces con el tal Gomeza, se pasaron de apasionados y lo dejaron al filo de la muerte- aseguró Franco que presenciaba el espectáculo con una sonrisa.

Iñaki intentó liberarse al tiempo que un oficial bajaba la palanca y soltaba la primera descarga eléctrica en el cuerpo del rebelde. Las luces del edificio redujeron su intensidad hasta el límite de la oscuridad. El alarido desgarrador que soltó el recluso sacudió las carnes de Arriola, sus piernas se aflojaron y cayó. Una nueva descarga, aún más extensa e intensa que la anterior, atravesó el cuerpo maltrecho de Josué.
-¡Ya basta!- aulló Iñaki -¿Para qué coños me obligaron a salvar a este hombre de una muerte dolorosa y segura si lo que deseaban era matarlo de todos modos?- preguntó.
-Dios libre a los hombres de los tormentos de Dios cuando está señalado que han de sufrir el tormento máximo de los hombres- respondió Franco y soltó una carcajada demoníaca.

Arriola se desplomó y Valdemar corrió a auxiliarlo.


XV.
La sesión de tortura o de homicidio lento y aterrador, duró poco más de veinte minutos. El cuerpo del conspirador yacía inerte sobre los hierros desnudos de la camilla, inyectados de sangre sus ojos otrora azules, con los clavos aún incrustados en la carne y humeando a través de sus poros, liberando el pestilente aroma de la carne humana quemada.

Franco secó el sudor de su frente y giró sobre sí para observar al aterrorizado Doctor Arriola.
-¿Qué hacemos ahora, mi General?- preguntó uno de los anónimos oficiales.
En general meditó un instante y dio la orden:
-Lleven a la familia de Arriola a su casa en Segovia y terminen de una vez por todas con el molesto Doctor.
Los oficiales tomaron a Iñaki, lo colocaron de rodillas contra el muro y uno de ellos apuntó la pistola a su nuca.
Moravia dio un salto y se paró amenazante frente al General.
-¿Qué está haciendo?- le dijo.
-Lo que debo hacer- respondió Franco y alejó el cuerpo endeble de Valdemar de un empujón.
-Pero usted lo prometió, General, yo he ganado la apuesta.
-Vea, Doctor Moravia, nunca he sido buen perdedor y jamás nadie me ha enseñado a cumplir mis promesas. Piénselo usted, nada se pierde; Arriola es un “rojo” y ninguna obra recta por España va a reencausar a la oveja perdida- dijo el General y lo observó a los ojos -También usted me ha decepcionado, Moravia: quien es capaz de sacrificar su propia vida por un “rojo”, indudablemente, también lo es- terminó e hizo un gesto al grupo de oficiales.

Carrero Blanco y Franco abandonaron el cuarto de torturas mientras dos uniformados colocaban a Valdemar en la misma posición de absoluta entrega en la que aguardaba Arriola el tiro de gracia.

El automóvil volteó en la esquina trasladando a Anne y a sus hijos a su morada segoviana. Los tres sonreían, una secreta felicidad se ceñía sobre ellos; llegarían a su hogar a esperar a Iñaki, el padre, el amigo, el esposo, el amante, el por fin libre Doctor Iñaki Arriola.


XVI.
En general Franco subió al vehículo oficial y bajó la ventanilla con la acostumbrada sonrisa triunfal. Se alejó el bólido negro del frontis desconchado y gris de la librería de viejo, de la impensada casa de torturas.

Las aves alzaron vuelo desenfrenado en la tarde madrileña, espantadas por el seco retumbo de dos disparos certeros. Dos disparos que extinguieron en un instante la vida de dos viejos amigos, de dos grandes doctores, de dos imprescindibles españoles que yacían ahora junto al cuerpo aún humeante del Cristo sin cruz que resucitó, para ser cruelmente sacrificado, al tercer día.

Una nueva y aterradora versión del destino había llegado a su fin.

Texto agregado el 15-06-2010, y leído por 225 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
17-06-2010 Otra vez se te dio por subir este bodrio???? Al menos te hiieses tomado el trabajo de corregir las aberraciones idiomáticas, tuviste tiempo de sobra desde la últia vez para pulir la edición. Hueculo
15-06-2010 esta , tiene un fondo batante bueno , me gusto muchismo. hakovich
 
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