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¿EL CARRO DEL DIABLO?

Se reunieron junto al fogón humoso y caliente de tulpas negras que sostenían una panzona y tiznada olla de barro en donde se cocinaba el mote. El viejo metió sus callosas manos entre el rescoldo removiéndolo para sacar un tizón con el que encendió un chamico y empezó a fumar despacio. Tenía frío, frío de años, frío de siglos aquel frío que hace tiritar hasta los huesos y muerde el alma. Allí estuvo sentado un rato cabizbajo, callado, dejando que pase el tiempo helado; después se levantó arrastrando sus enormes pies hasta aquel rincón en donde se acostó solo en el duro catre. Le hacia inmensa falta su mujer para hacerle el amor y quitarse el soroche que sentía en las tripas y en el corazón entumecido. El muchacho también se acercó al fogón para calentarse un poco refregándose nervioso las manos y dándose vueltas como enjaulado en el oscuro cuarto. Más tarde se tendió a soñar despierto en su catre de troncos. Aquella noche lo decidió todo: la ansiada huida, el viaje a Loja para ganar harto billete y comer tres veces al día, y comprarse ropa, y comprarse unos Cds y un wolman, y… Y de pronto el canto del gallo lo sacó de sus planes y cavilaciones. Por los ronquidos del viejo supo que este dormía profundamente. Entonces se levanto despacito, se arrastró hasta la salida, agarró la tranca, la retiró y abrió cauteloso la puerta. Ya afuera, con el páramo mojándole la cara se sintió más despierto, decidido y lleno de ilusiones. Caminó seguro hacia la picota en donde estaba amarrada la yegua chúcara; se le acercó latiéndole el corazón muy deprisa; le pasó la mano sobre las ancas, se agarró de la crin y, de un solo salto la montó a pelo y arrancó a galope loco y desbocado; el olor de la tierra húmeda le llegó hasta la nariz como despedida de aquel fundo solariego. Se iba alejando rápido entre una nube de polvo apretando las piernas a la panza del animal y apretando los ojos para que no se le salgan las condenadas lágrimas. Al cruzar la cerca de méjicos alzó la mano e hizo el ademán de despedirse del viejo y del los perros fieles cómplices de su huída, que solo alcanzaron a refregar el hocico en la punta del poncho y regresaron a la casa aullando y con el rabo entre las patas para acostarse junto a la puerta y velar el sueño del amo.

Al segundo canto del gallo el viejo se levantó a mear y atizar la candela y vio el catre vacío. Un escalofrío le cruzó de la cabeza a los pies. Se paró en seco aguantó el resuello y sintió deseos de maldecir y estallar en carajos, pero se aguantó y sólo lloró, lloró con rabia, lágrimas silenciosas lloró como un cobarde, no sé por cuanto tiempo. El sabía en su corazón que nunca más volvería a ver a ese hijo amado.

Después lo invadió un decaimiento horroroso un temor a todo, una espantosa angustia y hastío. Con el tiempo se fue acostumbrando a matar las penas con el licor y llorando por aquel hijo ingrato que nunca volvió a ver, y el dolor poco a poco se le hizo silencio, silencio que duele y que mata.
Los días, los meses, fueron pasando, tristes como su triste suerte. Un año entero cruzó por la vida de aquel anciano; un año duro, hostil, sin cementeras, sin cosechas. Vagando como alma en pena, hambriento, sucio, sin querer oír ni saber de nada de nada ni de nadie, obsesionado con la soledad y la muerte.

De repente aquel ruido maldito empezó a metérsele por las orejas majándole el tuétano de la cabeza, espantándole el sueño y jodiéndole la vida como sarna.

Todas las noches, a eso de las doce -a la mala hora-, pasaba por la carretera aquella máquina de los mil demonios tronando y haciendo sonar como enloquecida aquella maldita bocina y a la madrugada nuevamente regresaba para ahuyentarle el último sueño y la cordura. Una noche clara de luna llena el viejo intrigado se asomó a la puerta de la choza tapándose con el poncho la boca para no coger un mal aire y de repente en la curva grande de la carretera vio con esos sus ojos que se han de hacer tierra que aquella tronazón espantosa que no lo dejaba dormir era el mismísimo carro del diablo que brillaba en la oscuridad con sus resplandecientes luces verdes, azules, rojas y amarillas y que pasaba veloz rumbo a la Loma del Oro, Saraguro y Paquishapa.

Lo manejaba el propio demonio que insolente esa noche no quiso mostrarle la cara pero le sacó la mano por la ventana, lo saludó y le hizo señas diciéndole que ya mismo regresaba haciendo sonar como nunca la condenada bocina.

El pobre viejo se quedó alucinado, medio sonso y boquiabierto por lo que acababa de ver, le temblequearon las canillas y balbuceaba incoherentes frases sin sentido… Demonio mamarracho te voy hacer añicos, soquete no quisiera estar en tus cascos… carajo.

Esa noche le nacieron al viejo unas ganas enormes de matar, de destruir, de exterminar al cachudo. Cuando sorbió el último bocado de aguardiente ya no aguantó más y juró ante el bulto de San Antonio bendito patrono de los imposibles darle un buen escarmiento a Satán que había aprendido a manejar carro, que lo saludaba y el grandísimo majadero no lo dejaba dormir y lo enloquecía.

Al primer canto del gallo bajo tambaleando hacia la carretera. Acarreo unas enormes piedras con las que bloqueó el paso. Se agazapo luego entre los morales y la llashipa y se acomodó en una zanja para cabecear un rato la borrachera y esperar el regreso del carro del infierno.

El segundo canto del gallo y un viento helado lo despertaron y empezó a fumar sin ganas bostezando y demorando entre una y otra pitada, aguantando la cita en una larga y despectiva espera. De repente escucho bramar el motor, rompiendo el silencio de la obscura noche y en cuestión de segundos todas las luces del averno alumbraron la carretera. Al llegar a la curva chirriaron los frenos; el carro choco contra las piedras y voló por los aires destrozado en mil pedazos, que rodaron por la ladera. El viejo, que lo había visto todo, salió persignándose de su escondite, machete el mano, cortando el aire con furia y abriéndose paso entre la maleza. Desde el filo de la carretera, y con las primeras luces de la madrugada, diviso los hierros retorcidos y humeantes y un cuerpo en la hondonada con la cara boca abajo.

Parado allí pensó para sus adentros: “Este diablo badulaque y traicionero ¿tendrá vergüenza de estar muerto? Y por eso se puso boca abajo, metiendo porfiadamente los cachos en la tierra húmeda. Y todavía el muy cobarde me alza la mano para decirme adiós” .

Luego bajó tan rápido como pudo, cayendo y levantando, tropezando y resbalando y ¡al fin! resoplando y limpiándose con la mano el de sudor que le bajaba por los ojos y que no le dejaba ver, llegó jadeando y mascando espuma de la rabia y gritó feroz:
- Demonio hijo de una gran…, si eres hombre, saca tus cachos del lodo y muéstrame la cara que te la quiero ver Y como el demonio se empecinaba en callar, de un puntapié en el culo lo viró…

El pobre viejo dio un paso atrás, trémulo, mordiendo un grito de pavor que se le escapo como alarido. En ese instante horrible, en su memoria surgió aquel recuerdo amado que como un rayo le partió los sesos. ¡Era su hijo!

Loja Ecuador 1978

Zoila Loyola Román
ziloyola@utpl.edu.ec

Texto agregado el 08-06-2010, y leído por 774 visitantes. (0 votos)


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