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Dos hijos, dos empleados

Sin decirlo, Elvira y Gustavo nunca esperaron que el tiempo de la jubilación de su padre, por él habían ingresado en la Siam, llegara así, como llega el tiempo a cumplir sus plazos. Participaron de la fiesta de despedida en el club Máximo Paz con esa sonrisa idiota que ponemos cuando nos dan la noticia que esperamos hace rato pero que muy en el fondo de nuestra esperanza deseamos no recibir nunca. Miedo, que le llaman, a pasar a la primera línea cuando los que venían adelante nos ceden el paso amablemente.
Don Edmundo Villagra, Villagrita, fue empleado de Contaduría durante los últimos veinte años de los treinta y cinco que trabajó en la empresa a la que dedicó sus mejores esfuerzos y a la que brindó sus hijos, luego de que ambos terminaran, con diferencia de pocos meses, la carrera de contadores públicos. En la foto del legajo que el último día le alcanzó un auxiliar de Personal para que se llevara como recuerdo, puede verse que en lugar de esa mansa resignación canosa que firmó todos los papeles del retiro sin chistar, hubo una sonrisa esbelta y firme, esa firmeza que las mujeres jóvenes muestran al caminar en los senos duros y pujantes. Cosas de la vida, dicen los muchachos que las ven pasar por Justa Lima, parados en lo de Pigaffetta
Como se sabe, Villagrita no podría haber hecho nada, en la vida y en la Siam, sin el silencioso aporte de su esposa, quién, desde la cocina y el lavadero, estuvo siempre que fue necesario. Incluidos los domingos, con comidas especiales y pastafrola para después de la siesta. Juntos proyectaron, cada mañana no laborable, mientras los hijos dormían como solamente se duerme durante la secundaria, cada paso de esas existencias bajo su responsabilidad. El punto final, el objetivo ansiado, fue la aceptación de las solicitudes por la gerencia de la Siam. Verlos ingresar conmigo por esa portería, con mejor sueldo, mejor oficina, mejor ropa, mejor trato, secreteaba con moderación a los porteros el añejo empleado contable, es una alegría que no tiene precio. Cosas de la vida, respondían los hombres vestidos de marrón, gente de catorce horas por día, un franco cada veinte.
Los gerentes, los demás empleados, Villagrita, la esposa de Villagrita, toda La Manzana y los hijos de Villagrita tenían algo en claro, aunque sin decirlo: con los vástagos estaba garantizada la continuidad ética demostrada largamente por el padre en el sector. Y así fue, porque las sorpresas no siempre golpean a tiempo las puertas de la gente, además, como decía Baby, mejor que no pase nada, porque cuando pasa, es malo.
Ambos vivieron tipo USA, clase media de acá en los años cincuenta. Fueron ascendiendo y en proporción, sus salarios. Los Villagrita sabían, con certeza por boca y bolsillo del padre, que la empresa sabe reconocer, que le da a cada uno lo que merece, que a la larga el mejor camino no es el más corto sino el correcto, como quería la Madre Teresa. Después de todo, qué más podían esperar esos hermanos solteros, por esas cosas de la vida los dos abandonaron noviazgos inciertos y no volvieron a intentarlo, que compartían casa, oficina y cuidado de padres ancianos con la eficiencia aprendida desde la cuna. Eso sí, vacaciones en Pinamar y cada tanto un viaje largo en cómodas cuotas. Además, si por esas cosas de la vida, cualquiera de los dos daba un paso en falso, ahí estaba el otro para llamar la atención, hacer reflexionar, ayudar a enmendar el error y hasta dar la cara, el sacrificio es inevitable, por el equivocado circunstancialmente. También habían aprendido que la lealtad es un bien que garantiza la paz del camino, el natural fluir de las cosas de la vida.
Y ya se sabe, no hay Dios que pueda cambiar a la gente convencida de alguna verdad. Y nadie, en los tiempos que corren, que pueda asegurar si eso es muy malo o muy bueno.
Reflejaba otoño sus mejores verdes en los cielos de mayo cuando murió Villagrita padre. Dos meses más tarde volvieron Elvira y Gustavo a la sala de la calle Brown para despedir a la madre.
Cuando regresaron del segundo itinerario fúnebre supieron que estaban solos en el mundo.
La vida fue virando hacia el aburrimiento desesperante de los que saben que llega su hora sin sobresaltos, miserias o dramas. Desde el escritorio de Elena podía ver la puerta detrás de la cual se parapetaba Gustavo, ambos sellando facturas, remitos, tickets, ambos acostumbrándose a las calculadoras electrónicas pero sin tirar aquella Fate, aquella Olivetti que juntaban polvo en un mueble cualquiera.
La Siam les notificó de su jubilación un martes adocenado y lo aceptaron sin nostalgias como algo natural y lógico. Elvira lamentó no poder ver cómo crecía el ficus que había pasado al patio exterior después de largas temporadas de infancia vegetal a su espalda. Gustavo sintió que aquellos biblioratos recién rotulados iban a envejecer sin su presencia.
Los hermanos Villagrita habían administrado bien su dinero de manera que la indemnización que les dieron les garantizó muy buen futuro. El señor Scott les vendió pasajes a Europa y conocieron paisajes que admiraban desde los almanaques de los proveedores. Sin embargo ella suspiró aliviada ya de regreso al ver otra vez el trotar del perro Nube cerca del Mellizo Zumacher bueno y Gustavo recibió como golpe al corazón la mirada de Siesta, acodada en el mostrador de Siglo XX.
Así transcurrían los fraternales días de aquellos ordenados ordenadores de cuentas y números que la Siam supo tener. A veces llamaban por teléfono a la fábrica para saber cómo habían cerrado el balance, cómo estaba un trámite que ellos habían iniciado, por qué habían bajado las ventas o si recordaban un vencimiento que venía desde hace dos años.
El 3 de abril por la mañana, Gustavo y Elvira se encontraron pasando por el comedor de la casa. Ella buscaba algo indeterminado, no supo responderle a su hermano que desaba ayudarla y él se disponía a salir cuando ambos olieron el inconfundible olor a gas. Ya en la cocina descubrieron que el hombre había dejado una hornalla abierta sin encender. Con molesta sonrisa Elvira admitió haber olvidado un día antes la llave de la puerta principal en la cerradura del lado de afuera, toda la noche. Gustavo la escuchó en silencio y pocos instantes después no recordó lo conversado.
El 4 de abril pagaron todas las facturas de servicios, verificaron que las cuentas bancarias estaban en cero, compraron provisiones en el Supermercado de Celeste y se las dejaron al Padre Fermín que no hizo preguntas, solamente agradeció.
El 5 de abril desayunaron tranquilos en Argón, charlaron de finanzas con el Coronel, que estaba de franco, fueron hasta el edificio más alto de la Manzana sobre la calle Pagola.
Mientras subían en el ascensor Gustavo pareció moverse después de años y besó profundamente en la boca a Elvira, la mujer de su vida. Ella lo abrazó, por primera y única vez, como a un hombre, devolviéndole el beso.
Ya en la terraza, compuesta la ropa, se tomaron de la mano y miraron el cielo ancho, tendido en vano. Gustavo señaló las antenas de televisión y Elvira dijo que de a poco la mayoría iba suscribiéndose a Teledelta, que pronto esas antenas serían inútiles.
Cayeron al vacío sin ruido. Nadie lo advirtió.
La Siam publicó un comunicado de tres renglones para recordarlos.

Texto agregado el 19-04-2010, y leído por 122 visitantes. (0 votos)


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