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Tomó su abrigo negro, acordonó sus zapatos café y se reacomodó su corbata a rayas. Salió con paso calmado bajando las escaleras con un ritmo que ya era costumbre. Libro bajo el brazo, caminó por las avenidas acostumbradas, mientras la lluvia caía estrepitosa sobre su sombrero negro. Cruzó por Av. Marina rumbo a la estación de trenes. De vez en cuando miraba su reloj intentando calcular con precisión el tiempo que le quedaba para tomar el tren. Al cabo de un rato, y, advirtiendo que tan sólo le quedaban cinco minutos para lograr llegar a la estación, apresuró el paso. Su prisa lo hizo chocar con una mujer que venía en sentido contrario y a quien no le tomó mayor importancia.
Cuando divisó que el tren se preparaba para salir procedió a correr. El ferrocarril a esas horas de la mañana viajaba atiborrado de gente. Intentó acomodarse entre el gentío, mas en vano. Decidió quedarse donde estaba mientras buscaba con la mirada a la persona que le interesaba encontrar en aquel tren. La busco y la busco levantando su cabeza entre las personas, sin embargo, no fue hasta que el tren se desocupó en la próxima estación, que aquel hombre logró divisarla. Allí estaba sentada a unos metros de él. Llevaba su cabeza apoyada en el vidrio, y con actitud contemplativa repasaba el paisaje que, fugazmente, transitaba ante sus ojos. Mujer. Ojos verdes, cabellos de un rubio deslumbrante caían suavemente por sus hombros. Piel blanca, casi transparente. Pequeñas pecas color café hermoseaban sus hombros y brazos por arte de azar.
Él la miraba con la misma actitud de contemplación desde su lugar. Para cualquier observador precavido sus ojos delataban enamoramiento, pero aquel hombre no la amaba, ni tampoco la deseaba. La venía viendo en el mismo tren, a la misma hora, desde hace ya varios meses, y sus sentimientos eran más cercanos a una obsesión. En aquel libro que llevaba bajo el brazo, él acostumbraba a tomar nota de lo que hacía aquella mujer, rellenando los espacios vacíos en los bordes de las páginas. Todo, absolutamente todo lo describía con sumo detalle. Su ropa, la gente con quien conversaba, dónde se bajaba, qué libro leía, su peinado, sus accesorios, sus movimientos, en fin, todo lo que dicha mujer hacía era anotado cuidadosamente en aquel libro.
Cuando ya el tren se acercaba a la estación donde ambos bajaban cada mañana, unos ruidos extraños que parecían provenir de los rieles alarmó a la mayor parte de los pasajeros. Los que iban durmiendo despertaron de improviso un tanto asustados. En cosa de segundos, los ruidos aumentaron y la incertidumbre de aquellos pasajeros se transformó en pánico generalizado. Las mujeres comenzaban a llorar percatándose que el tren no desaceleraba y los chirridos de los rieles aumentaban. Él, pese a todo el alarido y descontrol que reinaba, se mantenía en la más desconcertante tranquilidad, anotando cada movimiento o palabra que aquella mujer hiciera o pronunciara. Ella hace rato que se había levantado de su asiento para intentar saber qué es lo que estaba sucediendo, sin embargo su actitud distaba mucho del pánico experimentado por el resto de la gente. Los hombres que aún conseguían mantener la calma ante la situación lo miraban a él un tanto extrañados, y uno de ellos le preguntó si se encontraba bien o era una reacción frente el miedo. Ante lo cual él respondió que se encontraba perfectamente bien y que no había motivo para alarmarse. El ruido y los vaivenes aumentaban y nadie se explicaba qué es lo que sucedía. Hasta que de repente un fuerte sonido se sintió como un rayo. Nadie alcanzó a reaccionar a tiempo. El tren se había descarrilado volcándose ferozmente. Según las autoridades nadie sobrevivió, pero testigos que presenciaron dicho accidente aseguraron, meses después, ver a un hombre de abrigo negro que habría salido ileso. Dichos testigos afirman además, que habría rescatado de los fierros retorcidos a una bella mujer de la cual cortó un poco de su cabello guardándolo en un librito, dejando su cuerpo cubierto con su abrigo negro. Posteriormente salió caminando por la vía férrea con destino desconocido, perdiéndose al cabo de unas horas en el horizonte. Nadie supo jamás su identidad, pero él al día siguiente volvió a acordonar sus zapatos como de costumbre, reacomodo su corbata, y sacando una vieja chaqueta de su armario salió a la calle rumbo a la estación. ¿Para volver a obsesionarse con una mujer?... La verdad es que ni él sabía qué es lo que lo llevaba cada día a dicha estación a eso de las ocho de la mañana.

Texto agregado el 06-04-2010, y leído por 166 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-04-2010 Muy bonita historia y sólo faltan dos acentos. Mi voto para tí...Saludiños. chus
 
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