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Recuerdo cuando tenía una prueba y nunca estudiaba. No era de flojera. O quizás, no era de una flojera convencional. Porque no se trataba de descansar en vez de estudiar para la prueba (aunque descansaba). No se trataba de relajarse y evitar el trabajo (aunque buscaba relajarme y evitar el trabajo). Finalmente tenía una sensación constante como de pérdida, como cuando estás al borde de una cama y sabes que te estás cayendo, pero muy lentamente, porque por gravedad las frazadas hacen que el proceso se extienda por mucho tiempo (si bien es completamente evitable si haces algo).

Por más que quisiera, en todo caso, me era imposible estudiar. Si, en algún acto casi milagroso, lograba llegar a mi pieza y tomar los apuntes, abrir el libro o comenzar el informe, de pronto tenía una necesidad completamente demencial por hacer otra cosa, y era un impulso tan romántico, tan pasional, que obviarlo era como morir. Sin embargo ceder al impulso me llenaba de tristeza y ansiedad. (Porque iba a tener la prueba igual; yo era capaz de hacer optativa la preparación para el evento, pero no el evento en sí mismo; el evento seguía perforando toda mi atención, estando allí, frente a mí, y se manifestaba con todo su poder con cada hora de evitación en fingida indiferencia).

Así podía pasarme la noche entera. No dormía. No estudiaba en el desvelo. Leía cuentos viejos, escribía textos como este (generalmente muy cargados emocionalmente; lo que era evidente, con un motor culpógeno moviéndolo todo), y si era de día componía las canciones más nostálgicas que era capaz de concebir. Contemplaba fotografías. Salía a mojarme si llovía. Olía la niebla de la noche en el invierno. Pensaba en la desesperación y en Tolstoi y en la muerte. A veces me llenaba de rabia contra mí mismo. Aunque, en el tópico de la evitación del estudio las sensaciones no eran tan impulsivas. Lo más lógico, lo más frecuente, era sentir ansiedad y desesperación, era culparse y decirse cosas y pedirse explicaciones a sí mismo, y renunciar a sí mismo simultáneamente.

Cuando estaba amaneciendo mi cuerpo se resentía. Empezaba a dolerme el estómago. Salían algunos pájaros, el cielo se aclaraba. Cuando quedaba una media hora para salir de mi casa y llegar a dar la prueba, intentaba tomar los apuntes y realizar una lectura veloz, que no tomase más de cinco minutos. No había tiempo que perder, ni margen de error. Era asunto de vida o muerte. El viaje a la universidad lo vivía sumergido en esas imágenes tan vívidas que tengo de pronto: un cerdo al matadero, un pollo a la cazuela, un perro sarnoso, cojo y hambriento, y otros gráficos de decadencia animal y degradación moral en los que me envolvía como en un mantra.

Al momento de entrar a la sala y proceder, eso sí, solía perder el miedo y enfrentaba el suceso con una marcialidad envidiable. Indiferente a la vida o la muerte. Soldado tosco y bruto, carne de cañón, completamente arrojado a su destino. Lo que era muy natural ya que no había nada más por hacer. No podía haber culpa en ese momento porque el daño ya estaba hecho, no había posibilidad de repasar o aprender, ya era demasiado tarde (y siempre un “demasiado tarde” es tranquilizador, es tajante y aplastante en su cátedra). Para la próxima será distinto, me decía, ahora sí estudiaré. En el momento lo creía de verdad. Así de ingenuo era.

Al salir de las pruebas no compartía con nadie el trauma, pero sí los beneficios. Me jactaba con algunos amigos, que como yo, eran indiferentes al estudio. Si nos sacábamos mejores notas que otros, entonces la satisfacción era mayor. Pero ese tipo de experiencias, las gratificadoras, pero por sobre todo, las falsamente gratificadoras, no tienen el menor interés de ser relatadas. Por lo tanto prefiero focalizarme en mi propia frustración, mis temores, y mis confesiones trasnochadas. Porque, ahora que lo pienso, de experiencias así es bueno interpretar los comportamientos. A veces pienso que me sometía a esa extrema tensión para ponerme en situaciones límite, ya que en el fondo no era indiferente al resultado que iba a obtener con la prueba. (Siempre he sido sensible al fracaso, la crítica, y la opinión de los demás; ninguna persona genuinamente introvertida podría ser de otra forma sin ser autista).

Me arrojaba a la tensión, me quitaba los facilitadores, y me obligaba a triunfar de todas formas. Si un triunfo era fácil valía menos. Descollar habiendo tenido todo en contra me hacía sentir especial. Era como subir al Everest sin tanques de oxígeno y en polera. Si lograba salir adelante auto-boicotéandome, era una prueba fehaciente de que era talentoso, de que podía adaptarme, de que si me enfrentaba a algo peor iba a lograr superarlo, de que tenía lo requerido para sobrellevar la vida con dignidad. De fondo a esta idea subyace el individualismo de nuestra cultura en todo caso, esa necesidad del ser humano de destacarse en todo lo que realiza, sin importar lo ridículo que sea. (Aceptemos que es ridículo hacer lo que yo hacía, pero no menos ridículo que ser el campeón mundial en casi cualquiera de los deportes de los juegos olímpicos de invierno).

Aún así. Creo que más cierto que el individualismo y el ego, que lo hay, que lo tengo, que me acosa, es más real la primera sentencia: sobrellevar la vida con dignidad. Buscaba hallarme apto, ser especial, comprobar que yo podía valer la pena, que podía vivir como vivían los otros, a los que parecía serles tan fácil todo. Porque a mí no me resultaba fácil. Quizás por actitud, quizás por mala suerte, quizás por exceso de escritores alienados respirando su fétido tufo en mi cerebro, mi visión del mundo estaba, está, influenciada por un realismo sangrante, desgastante y a veces completamente desmedido.

Por supuesto que abandonaría esta visión, pero los hechos, los inescrupulosos, objetivos, y poderosos hechos siempre me han inclinado hacia allá. Porque he visto cómo la felicidad es esquiva, momentánea u otra cosa. Porque en realidad no tengo claridad sobre esta materia ni otras materias similares o diferentes. Porque me sumerjo cada vez más en unos vacíos tan inesperados que pueden venir luego de haberse reído muchísimo, o inmediatamente antes a vivir un momento ansiado por mucho tiempo. Porque ante los hechos quedo completamente desnudo y vulnerable, sometido y humillado por la brutalidad de la indiferencia.

Aunque confesar eso me jode, en cierta forma. Sé que es así porque apenas terminé de escribirlo me quedé en silencio un buen rato, completamente estancado, pero no en un mar de nada o impavidez, sino en un hervidero de sensaciones contradictorias. Quizás hablar de algo así es como rajar una cortina y descubrir que afuera hay un paisaje completamente desconocido e impensado. Siempre termino bailando esa misma cueca, porque parezco gravitacionalmente atraído a un sentido que no comprendo, a una lógica que se me escapa y que suele estar detrás de mis actos y de mis pensamientos. Algo que parece tan real que a su lado todo lo demás es un chiste. Un chiste fome, repetitivo y rutinario. Algo demasiado brumoso y un poco embarazoso de describir.

No has cumplido el contrato, pienso. Puede ser. Quizás no sabía en qué iban a terminar las cosas que estaba diciendo. Probablemente sea demasiada exposición para un par de cientos de caracteres. Quizás sea un exceso de significado para mí, una tergiversación extraña y vergonzosa de las anécdotas, que traídas así de golpe al presente parecen cobrar un sentido muy oscuro, y que me descoloca. Sé que escribo sobre mi bloqueo ante el estudio como una metáfora con el bloqueo ante vivir, lisa y llanamente. También sé que sintetizar un tema tan amplio a un par de imágenes simbólicas es de un reduccionismo muy tierno. (Además, ¿qué carajo significa eso de “bloqueo ante vivir, lisa y llanamente”? La sola idea de que no se puede vivir estando vivo es ridícula).

Me cuesta entender por qué me resulta tan difícil ver todo esto con claridad, o comprender la dificultad que tengo en arrojarme a los eventos con la displicencia natural que he observado que se da en otros especímenes de similares condiciones, habitando ambientes y entornos parecidos a los míos, sufriendo los mismos procesos formatorios, soportando el mismo peso de una historia cultural específica, evolucionando como se supone deben evolucionar los hombres en los diferentes estadios vitales que los llevan a realizar lo esperado para garantizar el mantenimiento de la raza, la vida y el orden. Elementos que evidencio no tener. Quizás estoy focalizado completamente en forjar de mí alguien digno, que logre resistir los embates con serenidad y eficiencia, que responda felizmente a las exigencias naturales, pero que al mismo tiempo se sabe consciente y deficitario, débil, bizco, cojo y ciego.

Asumiendo esa debilidad me veía necesitado del talento. Sin talento no lo lograría, no sería capaz de suplir esa falencia fundamental que me alejaba de la norma peligrosamente, rumbo al más bullado fracaso. Obligarme a desarrollar el talento puede considerarse una medida astuta. Algo así como ocupar tus debilidades como tus fortalezas. Valorar la diferencia. Dejar de ser raro para empezar a ser especial. No es que seas así, es que elegiste ser así. Y otras medidas igualmente infantiles pero gloriosamente útiles a la hora de enfrentar los problemas. Resolución de conflictos, le llaman. A quien le interesa que la realidad sea otra, si los significados son manipulables, si las versiones pueden ser vistas desde otro extremo, un extremo más conveniente, más eficaz, más contundente. Un extremo que te lleve del vacío más ridículo, al éxito de las tripas.

Supongo que dio resultado. Pese a mi boicot, me fortalecí. En un inicio casi no lo logré. Pero con el tiempo me habitué. Terminé de estudiar. Cuento viejo. Final de película de comedia romántica gringa, donde los protagonistas crecen, maduran, etcétera. Podría haber sido una experiencia totalmente moralizante, si es que al momento de descollar como lo había planificado hubiese sentido que me emocionaba, hubiese sentido que valía la pena. Como no fue así supongo que en parte fue en vano, y en otra parte, fue bueno. El propósito del escarmiento, del ninguneo con uno mismo camuflado en broma, mimetizado en supuesto placer, no era realmente para tener mejores notas, que las tuve, ni para conquistar mujeres, ni para comprarme autos, aunque en su momento quizás pensé que era para eso.

La verdad, no recuerdo qué pensaba entonces. Sé que no la pasaba bien, que me dolía el estómago. Recuerdo las imágenes de los animales. Siempre recuerdo a los animales. También el frío que se me colaba por los pantalones, o las conversaciones evidentes que tenían mis compañeros luego de acabar los exámenes, y preguntarse la uno, y que la cinco era la b, o que las preguntas de desarrollo estaban difíciles, o que podríamos carretear esta noche para celebrar... de las que me sentía partícipe algunas veces y otras veces no. En algunos momentos no podía ser parte de esas conversaciones, porque los animales, la noche y las sensaciones contradictorias me tiraban con demasiada fuerza, me arrojaban contra la pared dejándome completamente estático, desposeído de voluntad, asfixiado en una intensidad muy nerviosa y tensa, como si tuviese una descarga eléctrica que me recorriera, pero sin velocidad y sin vértigo, sólo con una sensación de lentitud, un paulatino detenimiento del pensamiento y una revelación terrible de la confusión, de la mixtura de la sangre con el petróleo, de las venas con la tierra, de los ojos con el suelo. Un desprendimiento de las retinas y un grito ahogado, disfrazado de esperanza o de sueño, con que la pasiones podían significar un estímulo para el mañana, y con que ese mañana fuera realmente hermoso.

Texto agregado el 21-03-2010, y leído por 291 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
21-03-2010 Muy buena narración descriptiva de toda una amalgama de pensamientos. Creo que todos en algún momento hemos tenido esas sensaciones sin exteriorizarlas.***** susana-del-rosal
 
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