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Cuando era muy pequeño mis padres me llevaron al campo. No era algo que hiciéramos a menudo, para mí era todo un acontecimiento. Recuerdo que comimos ensalada de patatas. Sabía avinagrada pero acabé el plato sin protestar. Por ser bueno, me gané dos torrijas de postre. Era pleno agosto pero mi madre sólo sabía hacer torrijas y arroz con leche. Yo no sabía que las torrijas eran un postre estacional, sólo sabía que no había nada más rico, aceitoso y azucarado en el mundo que esas torrijas.

Después de engullirlas las manos quedaban pegajosas. Me resultaba muy molesto, siempre pedía una servilleta. Descubrí que a mi madre nunca le importó que me sintiera incómodo sino la posibilidad de que ensuciara algo dentro de casa. Así que esa vez no hubo servilleta. Pedí que me echaran un chorrito de agua como hacía mi padre para lavarse después de comer pero vaciaron la botella antes de que llegara mi turno. Cogí un berrinche y mis padres, hartos de mí, me mandaron a buscar hierba fresca para limpiarme.

Me acerqué a unos matojos cercanos a un arroyo. Era un lugar húmedo y sombrío, plagado de insectos. Una avispa merodeaba por allí. Era enorme y sonaba como un fluorescente al encenderse, con chasquidos metálicos, como si afilara las alas.

Los restos del postre me delataron. El bicho se acercó a mí. Por instinto, extendí los dedos formando telarañas de almíbar. Recordé lo que mis padres dijeron una vez acerca de las "abejas malas": no las molestes y se irán.

La avispa pasó inspección mientras yo, inmóvil, me dejaba husmear, sin hacer nada que pudiera molestarla. Como tenía un aspecto tan imponente cerré los ojos para controlar el miedo. Pero oía con claridad su zumbido y las corrientes de aire que levantaba cuando volaba cerca, muy cerca. “Vete, vete, por favor”, suplicaba en voz baja.

La sentía en el hueco de la palma y en el pellejo que une el índice con el pulgar. Cuando creía que se había ido entreabría los párpados y ahí seguía, tomando distancia para elegir y abordar otro rincón de mi piel. No grité para pedir ayuda, temía enfurecer a la avispa.

Al fin sentí sus patas en la yema del dedo meñique. Una presión titilante, eléctrica, como si cayeran granitos de arena. La repugnancia y el pánico me fueron ganando hasta que por un acto reflejo doblé un poco el dedo. La avispa me picó.

Grité muy fuerte. No sólo por el dolor. Grité de rabia porque no había hecho nada que pudiera molestar a la "abeja mala". Me picó sin ninguna razón. Y lo más terrible es que antes de clavarme el aguijón la avispa me dio esperanzas de que quizás decidiera no hacerme daño. Jugó con mi creencia de que portarse bien tenía su premio.

Cuando mis padres oyeron los gritos me montaron en el coche y ahí acabó el día en el campo. "Me ha picado porque no me has dado agua", le dije a mi madre desde el asiento de atrás. No me respondió, ni siquiera giró el cuello.

Al cabo de unos años empecé la catequesis y me impresionó mucho la idea del infierno. No podía concebir el martirio eterno por más vueltas que le daba. Acudí a mi hermano que era muy religioso para que me lo explicara. No encontró mejor ejemplo que aquella picadura que fue el mayor dolor que jamás había sufrido. "Pues el infierno es como si te picaran miles de avispas una y otra vez, sin parar", me dijo. Me negué a creerlo, nadie podía merecerse algo tan horrible. Mi hermano se puso muy serio y me indicó que la única manera de salvarse era estar limpio de pecado en el momento de morir.

Después de saber esto no falté ni un solo domingo a misa. No es que me gustara. Tampoco es que me aburriera guardando la compostura como a los otros niños. Me aterraba. El olor a cera, el hormigón áspero de las columnas, el eco de las pisadas. En los lugares húmedos y sombríos como ése acechaban los peligros. Pero me daba mucho más miedo morir justo después de saltarme una misa; eso era pecado grave. Daba igual si me portaba bien, si me quedaba muy quieto en el mundo, sin molestar. Si cometía un fallo en el momento inoportuno, Dios, que rondaba siempre cerca, enviaría a sus "abejas malas" a picarme, sin ningún motivo en especial.

Cuando Dios entró en mi vida me gané la fama de niño pacato, incluso en las clases de catequesis resultaba blando y repelente. Conocía las partes de la liturgia, cuando tocaba arrodillarse o levantarse y siempre hincaba la rodilla delante del altar, con la cabeza gacha y gesto compungido. Cuando llegaba el momento de dar las paces, los chicos sentados en el mismo banco que yo evitaban tocarme. Mi mano les daba asco físico, como si estuviera pringada de algo demasiado dulce.

Que sólo estaba. Dios observaba como sufría inmóvil. Esperaba un error.

Un día muy caluroso florecieron a la vez todas las flores de diente de león en el solar sin construir que pertenecía a mi parroquia. Ya sabía para qué servían esas estrellas de plumas que se dispersaban en el aire. Cuando salía del curso preparatorio para la comunión, visitaba el solar plagado de flores. Las recogía una a una, me ponía de pie y soplaba en dirección del viento, con cuidado. Quería ayudar a esas semillas. Quería verlas escapar muy lejos de aquel lugar siniestro. Que se fueran a vivir muy lejos de la iglesia, de Dios y de su infierno de avispas.

Era consciente de lo cursi que podía resultar la escena a ojos de mis compañeros de catequesis. Por eso procuraba salir el último ayudando a recoger las mesas o haciendo preguntas estúpidas acerca de la Trinidad o de la Gracia. Pero esa tarde me descuidé. No conté con que los chavales solían aprovechar los escondrijos del solar para fumar. Estaban agazapados detrás de unas escaleras, a mis espaldas. Se estuvieron deleitando un buen rato hasta que a uno de ellos se le escapó la risa. Al darme la vuelta vi a cinco o seis matones que rompieron a carcajadas antes de llamarme "niñomierda", "maricón" o "comecapullos".

Se pusieron de acuerdo para correr por el solar y patear los dientes de león. Veía sobresalir nubes blancas entre las malas hierbas como pequeñas bombas de Hirosima. No iban a dejar flor sin aplastar, ninguna semilla que el viento pudiera llevarse. No pude contenerme y llorando les grité que pararan, que por qué lo hacían, que dejaran las flores en paz. Que fueran a por mí si es lo que querían.

Me tomaron la palabra.

¿No sabéis lo que se puede hacer perforando un mechero? El combustible de un mechero, si se enciende en estado líquido, no se puede apagar. De nada vale taparlo con la ropa o revolverse. Arde hasta que se consume del todo. Y es mucho más fluido que el agua. Se cuela por todos los rincones, por las fosas nasales, por los oídos, entre los párpados cerrados y baja por la traquea hasta los pulmones. No sólo quema, sino que corroe como el Napalm. Los tejidos quemados por el combustible de un mechero son irrecuperables.

Cuando me estiraron de las piernas y de las manos no traté de revolverme ni dije nada más. Me quedé muy quieto con los ojos cerrados para no ver lo que hacían.

¿Saben por qué las avispas se comportan de forma diferente a las abejas?, ¿por qué las avispas son "malas"? Porque no mueren al clavar el aguijón. No hay otra razón.

Texto agregado el 19-03-2010, y leído por 353 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-01-2013 Primer escrito suyo que leo y me gustó tu forma de escribir. Leeré otros. elpinero
21-03-2010 El principio me hizo perder la atención debida y algo en el camino no comprendí o sencillamente no le encontré el chiste como en los otros textos tuyos que he leído (con chiste quiero decir esa cosa que te atrapa), pero a pesar de que algo en la redacción del principio no me gustó, seguí como creyendo en, o teniendo la misma expectativa que tengo cuando te leo, sólo que esta vez no me funcionó. ednushka
21-03-2010 Que importancia tiene si son torrijas o tarrejas, venimos aqui a calificar la calidad de los textos no a corregir el nombre de los alimentos. avefenixazul
21-03-2010 Excelente texto, conserva el interés y la tensión. Me hubierra gustado un final más dramatico, con los niños malos quemandose y explicando que si dios existe para eso es mejor que no exista o algo similar. Disculpa, son ideas nomas. Saludos y ******* Amira avefenixazul
 
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