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Inicio / Cuenteros Locales / exiliado / El año de la confusión

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Ricardo despertó muy temprano aquella mañana. No como otros días, que a regañadientes se incorporaba y cogía su toalla para meterse una hora en el baño, mientras su padre, que chillaba desde afuera, alborotaba la casa porque tengo una cita importante y mi jefe me matará.
Abrió la ventana para respirar un poco de aire fresco. Se acercó al escritorio, cogió un lápiz y extrajo una cartulina, algo arrugada, que de inmediato ubicó delante de él. Comenzó a trazar algunas líneas extrañas, sólo a pulso. Luego utilizó una escuadra, y el lápiz, que no gozaba de un afilado perfecto, se deslizaba ligeramente sobre la cartulina que recibía los primeros rayos de sol.
Terminado el asunto, salió disparado de su habitación. Atravesó el jardín, y en su intento por llegar deprisa al cuarto de servicio, tropezó con su bicicleta que no había guardado en la cochera, como siempre le decía su madre. Se reincorporó y siguió su curso, no sin antes sobarse la pierna y lanzar palabrotas al viento. Cuando estuvo allí, se sorprendió un poco. Buscó por todos lados; nada encontró. Llevaba consigo la cartulina que ahora lucía más arrugada. Vio algunos pajarillos surcando el cielo, cada vez más azul. Y el canto de un gallo, se perdía a lo lejos.
Regresó a su cuarto y se sentó sobre la cama. Algo extraño sucedía. Entonces decidió ir al cuarto de sus padres.

–¡Mamá! –gritó Ricardo– Rosaura ha desaparecido.

El niño, con algunas lágrimas en el rostro, se recostó al pie de la cama.

–Ella lo sabía todo –continuó– por eso alguien se la ha llevado. Tienen que hacer algo. Deben buscarla, hacer que vuelva. Paguen la recompensa.

–No seas tontito –repuso la madre, mientras se limpiaba los ojos–. Ella se fue a casa de su hermana muy temprano. No se despidió porque estabas dormidito, como un angelito.

–¿Y por qué se ha ido? ¿Papá la despidió? ¡El siempre tan malo!

–No. Claro que no. Su hermana esta enferma. Ella la ha ido a ver, pero estará aquí para año nuevo.

Ricardo respiró más tranquilo, pero se dio cuenta de que tendría que realizarlo todo el mismo. Ya no tenía ayuda. Así que salió del cuarto.

Al día siguiente lo tuvo todo mas claro. Sin pensarlo mucho prosiguió con el plan. El plano ya estaba terminado, de modo que comenzaría al anochecer, cuando sus padres duerman después de ver el noticiero.
Se encerró en su habitación y apago las luces. Fingió que dormía. Por debajo de la puerta se filtraba una luz azuleja. Mientras esperaba recordó:

–¿Es verdad que el mundo se destruirá el año 2000? –pregunto Ricardo.

–Sí –contesto Rosaura–. En su mano traía una secadora. Su cabello, aun mojado, caía como cascada sobre sus hombros. Pero para los niños buenos como tu, se van a construir casas subterráneas –concluyo.

–Y que pasara contigo y mama.

–También iremos contigo.

–Pero todavía falta muchos años para eso ¿no? Porque estamos en el año 1995.

Rosaura le contó que el calendario gregoriano –utilizado en la actualidad– tenia un margen de error de cuatro años, así que todo se adelantará.

–Pero, ¿cómo pasó eso?

En el año 525, Dionisio el Exiguo hizo mal los cálculos. El se baso del calendario juliano –que tiene su origen en el egipcio– establecido el año 46 a.c. en Roma por Julio Cesar, y que tuvo que añadir 85 días a aquel año, por lo que fue conocido como el año de la confusión.

–¿Y nadie le dijo a ese Dionisio que se había equivocado?

Rosaura lo miro al niño. Después le acaricio el cabello, y le susurro al oído:

–Eres muy preguntón, mi pequeño bullanguero.

Ricardo sonrió, pero todavía tenia algunas preguntas.

–¿Y por qué se llama gregoriano?

–Porque muchos años después, en 1582, el Papa Gregorio XIII hizo algunos cambios, porque decía que la primavera se adelantaba. Así que le quitaron diez días a ese año.

–¿Y ya no se adelanta?

–Parece que no.

Ricardo se levanto y pudo ver que la luz ya no estaba. Sus padres se han dormido. Entonces se acerco a su armario y abrió la puerta. De él extrajo sus instrumentos de playa: balde, pico, pala, etc. Pero encontró algo extraño: todo era de metal.
Arrimo su cama hacia un extremo, tratando de no hacer ruido. Luego cogió la cartulina en donde había dibujado el plano. Trajo su centímetro y, con una tiza, comenzó a trazar en el espacio que dejo la cama. Cuando termino, tomo el pico y empezó a cavar. Después de un rato cogía la pala y llenaba el balde. Al pasar unas horas termino tirado en el piso, vencido por el cansancio.
A la mañana siguiente tomo una ducha mientras, sus padres aun dormían. Luego se embutió en su uniforme de colegio y se dispuso a salir rápidamente cuando su madre lo sorprendió.

–¿Adónde cree Ud. que va?
Ricardo la miro algo nervioso y solo pudo responder.

–Voy al colegio –balbuceo.

–Pero no sin antes tomar tu desayuno. Si no, como piensa estudiar mijito.

Se sentó en el comedor a esperar el desayuno, que llego sin mucha prisa. Tocino, huevos y tostadas, acompañadas de jugo de naranja y café con leche.

–No he podido dormir toda la noche –su padre llegaba con el periódico en mano.

–¿Qué paso, mi vida? –pregunto la madre.

–Toda la noche alguien se paso martillando sobre mis oídos –rugió el padre–. Esos malditos vecinos. ¡Zánganos! Hoy mismo voy a quejarme.

Ricardo se inquieto. Miro a su madre y luego al padre, que echaba fuego por la boca. Si iba donde los vecinos, lo descubrirían. Tenía que pensar rápido.

–Papá –dijo algo temeroso– tal vez el camión de basura paso tarde. A veces yo los escucho, y tampoco puedo dormir.

–Ojala sea así –el padre engullía unos huevos revueltos– por el bien de esos zánganos.

–Bueno, tengo que irme.

Ricardo de levanto. Se acerco a su madre y le dio un beso en la mejilla. Cogió su mochila, que pesaba mas de lo normal, y atravesó el umbral. Pero sintió que una mirada lo atravesaba, y luego fue peor.

–Ricardo –llamo su madre– se esta cayendo tierra de tu mochila.

–Ehhh... es que... tenemos... ahhh... clase de botánica. El profesor nos dijo que llevemos abono. Ahora mismo lo acomodo.

Se salvo por un pelo. Pero debía tener más cuidado. Lo más curioso es que mientras esperaba el bus escolar, pensaba en cómo llegó toda esa tierra a su mochila ¿no lo recuerda? ¿y donde están sus cuadernos? ¿entre la tierra?...

*****

Ringggg... ringggg... ringggg… Rosaura corrió hacia el teléfono. Estaba viendo su novela favorita cuando la llamada la interrumpió.

–Mi bullanguero, que sorpresa... Ah! ¿qué ya estas trabajando? Me alegra mucho... Sí, no te preocupes, para el año nuevo estoy en casa... Sí, sigue con el plan, pero no hagas ruidito, tus papis se pueden levantar... Yo también te quiero mucho, mi bullanguero... Sí, sí, adiosito...

En el otro extremo Ricardo colgaba. Era la hora de recreo en el colegio y se dio una escapada para contarle a Rosaura todo acerca del plan. Estaba muy contento, aunque muy temprano el profesor lo regañó por traer su mochila vacía. Le explico que se había confundido de bolsa pero no le creyeron. Entro al salón de clase y se sintió un poco cansado. Miraba el reloj, esperando a que terminasen las clases. Al fin sonó el timbre y salió. En el camino a casa, dentro del bus, pensaba en cuanto tiempo le llevaría cavar el refugio. Tenia que apurarse, pues la fecha estaba cerca.
Al llegar a casa saludo a su madre, que renegaba porque no podía hacer la comida y esta Rosaura, se le ocurre enfermarse la hermana y me deja aquí con todo este ajetreo...
Después del almuerzo Ricardo se encerró en su cuarto, se tumbo sobre la cama y empezó a leer su tarea sobre las guerras mundiales. Reviso varios capítulos de su libro, entusiastamente. Sin darse cuenta había anochecido. Salió al comedor y no había nadie, solo una nota sobre la mesa: Fuimos al cine. Tu comida esta servida. Duerme temprano. Mami.
Ricardo aprovechó para seguir cavando. Empujo la cama y cogió el pico. Con cada picotada una pequeña tormenta de tierra cubría su cuerpo. Dio otra picotada y esta vez sus ojos se iluminaron con una destellante luz que se abría paso desde la profundidad. Dio otras picotadas y la luz, cada vez más intensa, iluminó toda la habitación.
Al cavar lo suficiente como para que su cuerpo pueda caber, observo adentro pero no veía nada. Tomó una soga y en el extremo ato su pala. La deslizo dentro del agujero, y después de unos metros, supo entonces la profundidad.
Salió de la habitación hacia la cochera. Allí cogió la escalera de su padre y la llevo.
Una vez en el cuarto, fue bajando la escalera hasta que se detuvo. Busco una linterna y se apresuro a bajar.
Descendía con mucha cautela, para no resbalar. Percibió la humedad allí dentro. Avanzaba a hurtadillas, apuntando con su linterna. Entonces vio algo como una entrada, de donde venia esa luz que se apagaba poco a poco. Siguió avanzando hasta que se encontró con una pared. Apunto con su linterna, pues la luz se había extinguido. Retrocedió unos pasos y pudo leer algo: Aquí yace el Barón Rojo. Se volvió sobre sus pasos y resbalo. Sintió la fatiga y todo empezó a girar.

*****

–Ricardo –llamo la madre–. Ricardo, Ricardito. Ya es hora, mi amor.

Su madre le movió la cabeza hasta que, entonces, recién despertó. La miro todavía somnoliento y ya mami, ya me levanto. Se seco los ojos y la siguió mirando. Mientras ella, algo extrañada, le decía que el bus lo dejaría si no se apuraba. Que no es posible que sea tan dormilón, que los niños buenos siempre se levantan temprano para que diosito los acompañen y no les suceda nada.
Ricardo intento levantarse cuando, de repente, sintió su cuerpo algo pesado. Miro debajo de sus sabanas y pudo percatarse que aún tenia puesta la ropa de ayer. También las zapatillas. Volvió a los ojos de su madre que continuaba de pie, contemplándolo con el cariño maternal de siempre.

–¿A que hora piensas levantarte?

–Ya voy, mami. Ya voy.

–Te espero abajo.
La madre se disponía a salir del cuarto cuando fijo su mirada en el armario. Se acerco, y con una sonrisa condescendiente dijo:

–Ya te he dicho que pongas tus juguetes en orden.

Sus instrumentos de playa estaban regados y sucios. Ella los recogió y se los llevo, diciendo que los lavaría. Ricardo respiro algo confuso. Trago un poco de saliva mientras su madre abandonaba la habitación. Luego se quito las sabanas de encima y se cambio de ropa, que también se encontraba sucia.
Al buscar sus sandalias bajo la cama, fue cegado súbitamente por una pequeña luz. Entonces, recordó, y sintió pánico. Se fue acercando de a pocos, hasta poder observar con nitidez que su linterna estaba encendida.
En el comedor estaba su padre, quién leía con detenimiento las noticias del día, mientras vigilaba por encima del periódico a su esposa haciendo saltar una tortilla con el sartén.
Ricardo bajo con rapidez. Llevaba su mochila y una cara de haber pasado mala noche. Saludo con sumisa cortesía a su padre, que le devolvió una sonrisa forzada. Después desayuno y corrió tras escuchar el llamado del bus escolar.
Por el camino iba pensando en el túnel y la extraña inscripción. No lograba ordenar sus ideas. Observaba como llegaban al colegio; como corrían los alumnos, alborotados.
Descendió del vehículo. Esquivo algunos compañeros y llego al aula que ya estaba completa.
El profesor de Historia ingresó y, mientras esperaba el timbre, tomaba lista. Después comenzó la clase.

–Hoy hablaremos de las guerras mundiales.

Comenzó a hablar sobre algunas batallas. Las causas de la guerra. Se acercaba al pizarrón y escribía largas líneas y fechas que los alumnos, por inercia, tomaban nota en sus cuadernos espirales. Luego hablo de un personaje emblemático. Fue en ese momento que a Ricardo le temblaron las manos: era sobre el Barón Rojo.
Y él había derribado muchos aviones (mas de treinta). Y así continuaba su explicación. Entonces a Ricardo se le comenzó a nublar todo, como una neblina invernal que tomaba por sorpresa el aula de clase.
Miraba a todas partes hasta que perdió de vista al profesor. También los alumnos desaparecieron. Ya no había mas carpetas; solo la suya. Tampoco el pizarrón. Trato de abrir más los ojos. Todo era en vano. Los cerró y se los sobó con fuerza. Los abrió nuevamente. Había un tipo con vestimenta roja volando delante de él, sobre una carpeta. También Ricardo volaba.

–Amiguito –le hablo el hombre de rojo– cúbrete de los disparos. Pronto terminaremos. Solo sígueme, que yo te cubro.

El hombre seguía volando. Atrás venia Ricardo. Traía una bufanda envuelta en su cuello, muy idéntica a la del hombre de rojo. Entonces el hombre habló:

–Se me acabaron las municiones. Es hora de que tú ataques.

Ricardo asintió muy obediente. Cogió su mochila y extrajo un cuaderno grande. Arranco varias hojas y las iba arrugando hasta que tomaron forma de balones. Las levanto sobre su cabeza y las empezó a arrojar.
–Así se hace, mi valiente –lo felicitó el hombre–. Pero ahora necesitamos artillería pesada.

De su mochila saco su inmenso libro de Aritmética. Lo alzo y luego lo soltó con furia pueril. Escuchó un griterío. El hombre de rojo había desaparecido. Lo buscó un largo rato hasta que fue alcanzado por la artillería anti-aérea del enemigo. Su carpeta fue cayendo. Sintió un vértigo que lo conmocionó.

–¡Jovencito! –llamaba el profesor–. ¡Jovencito!

Ricardo alzó la mirada y veía un rostro adusto, señalándolo como a un criminal.

–Está castigado por lanzar bolas de papel en el aula. Mañana venga con sus padres. De lo contrario, no ingresará.

*****

El año nuevo llego. Rosaura También estaba en casa. Ricardo salió de su habitación mientras los invitados iban llegando. Los primos lejanos lo reconocían ni bien se acercaban. Algunos tíos lo saludaban como a un viejo y que grande que estas, ya eres todo un hombrecito. Ricardo asentía, y cuando éstos se daban la vuelta los remedaba con hilaridad. Los Zánganos de a lado trajeron postres diversos y el padre les sonreía hipócritamente.
En la cocina, la madre corría de un extremo a otro. Quería que la noche sea perfecta. El pavo estaba casi horneado. Las ensaladas eran diversas y la fruta abundaba como el mar.
¿Era 1995? Por lo menos eso decía el calendario. Al estar cerca de la medianoche, Ricardo se apresuró en correr a su habitación. Movió la cama y descubrió el túnel, que antes había tapado con una fresada. Fue a su armario y se vistió para la ocasión. Se acerco a una cruz que colgaba de la pared, y se persignó.

–¿Dónde esta la fruta? –gritaba la madre.

Rosaura corría como loca. Los tíos reían, argumentando que alguien se la comió. El padre, inquieto, no decía nada. Solo bebía una fría cerveza. Tampoco estaba Ricardo. Entonces Rosaura corrió a buscarlo a su habitación. Allí lo encontró.

–¿Qué haces allí abajo, bullanguero?

Ricardo estaba vestido de soldado y tenia la fruta consigo. Bajo la cama movía su cuerpo intentando algo. Rosaura lo tomó del brazo y lo jaló. Ricardo, pataleando, rompió en llanto, cogiendose fuertemente a una de las patas. Ella insistió y jaló con más fuerza. Cedió. Lo alzo en vilo y lo llevo a la sala.

–Miren a mijito –exclamo la madre, acercándose a él– se disfrazó para ustedes.

–Y se estaba comiendo la fruta –dijo uno de los tíos en tono burlón.

Rosaura fue con Ricardo a la cocina para que la ayudase. Él le cogió un brazo y la requintó.

–Eres una traidora. Ahora todos vamos a morir.

–Pero que dices, mi bullanguero.

Ella trataba de calmarlo. Lo acariciaba. Lo miraba fijamente y el niño fruncía el ceño y repetía.

–Ahora todos vamos a morir.

La madre comenzó a hablar mientras, en el televisor, se iniciaba el conteo.

Diez... nueve... ocho... Ricardo, nervioso... Los tíos gritaban y bebían... Los primos correteaban por la sala, reventando petardos... siete... seis... cinco... ¿Era en fin del mundo? ¿Qué año era en realidad? ¿Iban a morir todos? ¿Qué sucedió con el túnel? Cuatro... tres... ¿Y Dionisio el Exiguo? ¡Son cuatro años menos! Ricardo se abrazo de su madre y esperaba el final... dos... uno...

Texto agregado el 24-04-2003, y leído por 373 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-04-2003 el otro dia no lo pude terminar...ahora si va mi critica... mmm..el asunto de la estructura del tunel me kedo medio enrrevesada...y la paranoia del chiko podria ser explotada de forma estupenda (juas ke digo!!)... es un cuento de semi ficcion muy bien logrado... dulcilith
 
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