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Un repentino y fugaz relámpago iluminó el cielo ennegrecido hasta aquel momento. Carola se aferró muy fuerte a su mano, con una fuerza de la que desconocía era poseedora. El reloj sobre la nevera marcaban las dos de la mañana y todo continuaba de la misma manera. Carola observaba el cielo y él sus manos unidas. Atravesando la ventana, el viento comenzaba a agitar vigorosamente la copa de los árboles danzantes, el fluir del río se oía estrepitoso y salvaje previniendo un seguro rebose del mismo, el aullido de los perros en el cuarto de herramientas aturdía a la noche como a sus oídos, la negrura del césped y la tierra se homogeneizaban siendo solo una, lo que provocó que nuevamente él observara sus manos unidas. El firmamento se observaba también siendo uno, una capa gomosa de mantos grises se adueñaba de las estrellas y la luna ya incorpórea. También un manojo de humo ceniciento acaparó sus vistas cuando los dos cigarrillos encendieron sus resplandores y se echaron a quemar del otro lado del vidrio, lejos de la lluvia. Ambas miradas contenían una nada intensísima en sus pupilas, un vacío reflexivo ofuscaba sus mentes, inclusive olvidando, por algún momento, a quien cada uno tenía a su lado. Un nuevo rayo luminoso hizo que Carola apretara su mano con nuevas fuerzas. El repetitivo suceso engendraba en él una alegría inmensa, rogando al finalizar de cada esplendor que uno nuevo suceda de inmediato; ante la frialdad de Carola, la fuerza con que ajustaba a su mano era uno de los pocos placeres imaginables en aquella noche.
El cielo quedó apagado por varios minutos. Carola continuaba apreciando el formar nebuloso de los paisajes aéreos mientras que él continuaba apreciando la majestuosidad de sus manos unidas; la suave piel de las manos de Carola no dejaban de sorprenderlo a pesar de que hacía ya dos horas que se encontraban en aquel estado frente a la ventana. Él pregonaba en los confusos interiores de su mente diferentes versiones de aquella noche, múltiples variantes acerca de hechos y consecuencias; dudaba acerca del momento en que debía acariciar la cara de Carola para dar pie al primer beso, dudaba si era acertado provocar aquel beso, no lograba saber si aquello de encontrarse en su casa, alejada y aburrida, hubiera sido lo correcto, tal vez algún bar en la capital permitiría más libertades y menos temores, dudaba ya, incluso, de si ella en verdad le gustaba.
El calor interno de la casa se disolvía a cada minuto, la mano de Carola ya se estremecía en ciertos momentos en que el viento del exterior se disparaba contra la ventana. Cuando él volteo hacia el hogar que ardía en brazas, notó que el tiempo en que aquellas brazas sean simples carbones apagados no era para nada distante. Debía avivar el fuego del fogón si no deseaba terminar aquella cita en el momento, pero para ello tendría que dejar a un lado la mano de Carola, es decir, debía renunciar a la posible máxima aproximación a su piel, a el deseo compulsivo de sus profundidades. Fue el momento donde sus cerebro reinició sus cuentas probabilísticas; si el fuego del caldero se reiniciaba para renovar el calor en la habitación, aquello no aseguraría la permanencia de Carola a su lado por el resto de la noche, es decir, que hubiera renunciado a la única oportunidad de rozar su piel por el mismo drástico final que si no lo hubiera hecho; pero, si aquel sacrificio de alejar su mano de la de Carola por un instante, aportaría el placer de su compañía por el resto de la noche; su pequeña renuncia enviaría desde los cielos tormentosos el calor de los rayos en la tormenta avivando sus llamas sentimentales internas; o tal vez su simple compañía, lo que a Él le bastaba.
Un pequeño goteo se establece contra la ventana a pesar del alero frente a ella. “Parece que será un fuerte tormenta” él caviló en demasiado silencio, casi sin escucharse pensar. Cada gota contra el cristal se desvanecía en el impacto dejando únicamente el escurrir de la misma, Carola observaba la acción como si fuera la primera vez en ver la lluvia. Sobre los pastizales descuidados el barro comenzaba a conformarse cubriendo la totalidad de los pocos pastos vivaces por el viento. En un instante la cantidad de gotas que impactaban contra la casa emborrascaban la completa visión a través de la ventana; era como intentar ver por medio de gafas de amplio aumento bajo el agua, las luces de los centelleos en el cielo se distorsionaban tras el mar vertical conformando extraños hilos o manchas de inciertos colores lumínicos, Carola se encontraba fascinada, aún tomándome de la mano y con un frío penetrante en su piel. Tras admirarla, la respuesta surgió de inmediato; la lluvia no permitirá que Carola saliera, es decir, ella no se preemitirá salir bajo esta lluvia torrencial; podría encender nuevamente el fuego sin correr los riesgos de perderla, de que se fuera sin aprovechar el tiempo que podría rozar su piel.
Aún con alguna incertidumbre, despegué mi mano de la suya sintiendo una fuerte desprotección en la mía, la sentía solitaria, como si toda mi vida hubiera tenido tres manos y una de ellas acababa de ser amputada. Observando su cara perdida en el cristal, todo continuaba en la normalidad, sus ojos mantenían su juego de luces y formas con el conglomerado de agua sobre el vidrio, su único movimiento tras la cruel separación fue la contracción de su mano hacia su axila para resguardarla del frío que comenzaba a sentirse al respirar. A un paso de la hoguera y echando el ultimo vistazo a Carola, ya podría distribuir el carbón y tras agregar algo más de leña, excitar el fuego. Cuando la intensa llama quemaba sus ojos y calentaba su cara, volteó al espacio vacío donde Carola se había encontrado.
Él sabía que la perdurabilidad de los sueños no era eterna, que la imaginación tampoco puede ser eterna aunque sí constante; al ver aún la tonalidad rosada de su mano, en donde la mano de Carola estuvo posada por dos horas y media y advertir en su espacio vacío que no regresaría, él supo que nuevamente dormiría solo.

Texto agregado el 26-02-2010, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


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