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Inicio / Cuenteros Locales / susana-del-rosal / El valor de una sonrisa

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Cuando yo era pequeña, tenía un gallito joven, ronco y desafinado que aún no sabía cantar. Lo recuerdo vagamente, engreído, en medio de los otros animales del corral.
Un día, el rumor de la peste llegó a papá, y ante el temor de perder todas las aves decidió venderlas a un señor gordo y antipático que se presentó una tarde con una camioneta herrumbrosa a mi casa. Como yo tenía la esperanza de que mi gallito no fuera vendido, me aterró ver que el tipo lo llevaba en las manos y comencé a llorar con gritos de impotencia, de rebeldía ante la injusticia. No podían vender lo que no les pertenecía, pensaba. Es mío, les dije, y mamá me retuvo suavemente para que no corriera detrás del hombre que llevaba mi gallito en los brazos.
Conforme los días fueron pasando, me consolé viendo crecer un granado pequeñito que había descubierto en el patio. Tenía pocos centímetros de altura y las hojas tiernas de esperanza. Todas las mañanas le echaba agua con una tacita de peltre floreado que me había regalado mi abuelita, así que el granado llegó a ser un arbusto en poco tiempo. Por las tardes se me llenaba el pecho de emoción viéndolo pleno de flores, próximas al fruto.
Un día, cuando volví de la escuela, vi que un viejo con el pantalón arremangado estaba cortando con un machete mi granado. Corrí a la cocina a advertírselo a mamá, temerosa de un error. Mamá me dijo que papá iba a hacer una cochinera en aquél sitio y la mata estorbaba.
Esa vez no lloré, pero en mi chinchorro multicolor estuve muchas horas aceptando aquello, intentando razonar que unos cochinos eran mejor que un granado.
Más adelante me encapriché con un enorme árbol de tamarindos donde las parchitas se enredaban confianzudas en invierno. Me subía muy alto a escribir poesías y allí estaba hasta que me llamaban a comer. Pero había que construir otra habitación y el tamarindo fue quitado de allí. Esa vez estuve muy triste, pero no solté ni una lágrima. Había aprendido a renunciar.
Así que cuando al año siguiente me regalaron dos pichones de arrendajo, los metí en una caja para protegerlos del frío y comencé a darles sopas de pan con leche cada tres horas. Sabía que al tener las alas fuertes querrían volar y me hice a esa idea desde el principio. Los pichones me conocían y comían en mi mano.
Cuando pudieron se tomaron la libertad de realizar por su cuenta cortos vuelos dentro de la casa, pero siempre regresaban a posarse en mi hombro.
Una tarde vi que mi hermano estaba haciendo una jaula para los pajaritos. Me dijo que ya estaban grandes y podrían desear irse, así que era mejor encerrarlos.
No le contesté. Sin embargo, a la mañana siguiente, muy temprano, con mis arrendajos en la mano salí al patio. Los insté varias veces a volar, pero los pequeños, indecisos, volvían a mi lado. Me subí a un árbol, los coloqué cómodamente en una rama y me bajé luego.
Los pajaritos se quedaron quietos, sin saber que hacer. Los dejé allí y volví a la casa.
Desde la cocina contemplé como la pareja al fin se decidía a irse lejos de mí. Sin jaulas, sin presiones, volaron hacia su justa libertad.
Esa mañana, mamá me sorprendió feliz, diciendo adiós con la mano a una presencia invisible que asomaba entre los rayos del sol.

Texto agregado el 09-02-2010, y leído por 377 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
10-02-2010 Tierno, dulce, conmovedor hasta que una lágrima "rebelde" brote sin notarlo. Una belleza en su todalidad. Es exquisito Susana. ***** Catman
09-02-2010 Bonita historia, de cómo a medida que crecemos, aprendemos a renunciar a cosas que realmente nos importan por un bien mayor... Aquí dejo mis***** azamar
09-02-2010 una belleza,me encanto !!!!!!!!********* shosha
09-02-2010 muy buen texto!! te dejo mis eternas supernovas. el_mesiaz
09-02-2010 si esto no es valor, entonces me doy. cuando somos niños, además de travesuras teníamos esas cosas. valorar.***** fabiandemaza
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