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Inicio / Cuenteros Locales / sargantanus / APOLO Y JACINTO (DIVINO AMOR MORTAL)

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"Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas. Tenemos que discutir en detalle este problema"
S. Freud

CORO.-
Hace mucho tiempo, casi tanto que sólo lo recuerdan los libros, se celebraban en “Delos Mikra”, una pequeña isla del mar Egeo, festivales en honor de Apolo: dios de la belleza y de la medicina, conductor del carro del sol.
En estas celebraciones se congregaban, cada año, los mejores atletas para entregarse a la lucha, al combate del cesto, y al lanzamiento del venablo y el disco.
Cierto año, Apolo que era conocido por sus devaneos con bellos efebos, se enamoró perdidamente de uno de los atletas; de Jacinto, hijo del rey de Esparta, que había sido el vencedor en el lanzamiento de disco. Su juventud y lozanía, hicieron mella en el corazón del fogoso Apolo que decidió cortejarlo solícito día y noche.

APOLO.-
¡Oh Zeus, padre mio!
Cómo hubiera podido imaginar que una débil criatura terrestre tuviera encerrados en sí, en perfecta armonía: la fuerza de Atenea, los plácidos ojos verdes de Hera y la hemosura divina de Afrodita.
¡Gracias padre! Por permitir que haya nacido criatura semejante de vientre humano ¡Daría mi vida por poseerlo!

CORO.-
Jacinto, al principio no hacía caso de las insinuaciones que le hacía Apolo.
Su condición humana, estaba satisfecha: los placeres que le proporcionaba Amalia, su amante, le bastaban.

JACINTO.-
¡Oh, bella Amalia! Mi estancia en Delos Mikra, a pesar de los triunfos conseguidos, me hubiera resultado insoportable sin la certeza de que a mi regreso, otro triunfo mayor obtendría entre tus brazos.

AMALIA.-
¡Oh, Jacinto! La impaciencia ha vestido con largas horas violetas estas semanas. Y la certeza de volverte a ver regresar triunfador, teñía de púrpura las velas de los barcos que surcaban el horizonte azul. Imaginaba que cada uno de ellos era el que te transportaba hacia mi regazo, amado mio.

JACINTO.-
¡Oh, bella Amalia! Los dioses me han sido favorables, pero su dulce miel me parece demasiado cruel. Nos tratan como a esclavos de sus caprichosos deseos, y ebrios de lujuria intentan mancillar con tretas lascivas el amor simple de los mortales. Presiento que en el atlético triunfo perdí la paz de espíritu que bebí de tu cuerpo antes de partir.

AMALIA.-
¡Oh, dulce Jacinto! Ningún dios, por poderoso que sea, tendrá la fuerza suficiente para destruir nuestro vínculo. Nuestros cuerpos morirán pero el amor será eterno ¡Júramelo, Jacinto! Por las estrellas que nos conocen y por los granos de arena que nos vistieron de amor.

CORO.-
Apolo, a pesar de conocer las relaciones de Jacinto y Amalia, no cejaba en el intento de seducción del joven.
Una tarde, a la siesta, cuando los rayos de sol son de una dulzura sutil y el calor que deprenden, se dice en Grecia, es mas envolvente que un beso núbil. Jacinto dormitaba apaciblemente a la sombra de una higuera, a la orilla del río Anfrisio, de pronto, su paz fue turbada por un temblor de tierra al que siguió la aparición del propio Apolo, rutilante en su belleza extra-terrenal.

JACINTO.-
¡Por todos los dioses! ¡Qué es todo este estruendo!

APOLO.-
¡No temas, bello entre los bellos! Soy Apolo ¿Por qué esquivas los dardos que te lanza Cupido? No ves que que estoy herido de amor y no descansaré hasta que tu hermosa cabellera acaricie mis labios.

JACINTO.-
No te ofendas, olímpica deidad, pero no soy digno de tal gracia de tu parte. Además Amelia obtuvo mis promesas de amor eterno y …

APOLO.-
¡Basta, jovencito! ¡Cesa tu discurso! ¡Cómo osas despreciarme! Los humanos siempre igual. Aferrados a lo perecedero como a un viejo talismán.
¡¿ Qué es la pobre felicidad transitoria que te ofrece esa espartana, comparada con los placeres eternos del Olimpo?!
Tu gracia, adorado Jacinto, es propia de un semi-dios. No deberías oponerte al destino que los Hados han trazado de antemano. No te preocupes de Amalia; se consolará con otros, siempre ocurre así. El destino de las mujeres está escrito con sangre de parturientas, no dejes que sus gritos y el llanto del futuro ciegue tu razón.
¡Acompáñame al solaz del olivo! No demoremos más el trance, grácil efebo, y gocemos del néctar divino.

CORO.-
Ante la visión del escultural cuerpo del dios, Jacinto no pudo resistir la tentadora propuesta y le acompañó al lecho de prímulas que se adivinaba en el huerto donde crecía el árbol centenario, cediendo a los fogosos envites de Apolo y se dedico partir de entonces a su nuevo amigo.
Pero la convivencia allá en la cima del Olimpo no estaba exenta de defectos similares a los de los humanos, y aunque nada parecía turbar los retozos continuos a los que se entregaban los nuevos amantes. Céfiro, dios del viento del oeste, que en cierta ocasión los descubrió al alba, uno en brazos del otro, quedó prendado del joven Jacinto, con el tiempo los celos y la secreta envidia anidaron en su corazón irremisiblemente.

CÉFIRO.-
¡Pero qué es lo que veo! No tiene mal gusto ese tarambana de Apolo. Claro, él, es el mimado del Olimpo: Dios de la belleza, de la medicina, de las musas y de cuidar que el sol vuelva a su sitio cada día. En cambio yo; ando siempre arrastrándome entre los confines del mundo, aullando sucesivamente de desfiladero a desfiladero, adelgazando hasta lo inaudito para colarme por las rendijas. Eso de ser un segundón y tener que viajar continuamente, favorece el amor promiscuo del marinero, pero ya estoy muy viejo y agradecería una fidelidad voluptuosa, cotidiana, como ésta que disfrutan Jacinto y Apolo esta mañana.
¡Oh, Jacinto, ardo de amor por ti! Recorrería el orbe de poniente a occidente y no podría encontrar otro igual que tú.

CORO.-
Un día que Jacinto se encontraba a solas a la guarda de la grey de ovejas de su familia, Céfiro se armó de valor y le declaró su amor. Y aunque, al principio, Jacinto no desdeñó sus caricias, al rato como en un juego se zafó de sus brazos y le dijo insolentemente que se alejara, que no le importunara más, que poseía el amor de un dios de verdad y no se conformaría con menos.
El dios del viento del oeste, era rencoroso y su humillación fue tremenda. Aunque sabía que no podía interponerse entre el objeto de su deseo y Apolo, acechaba ansioso que llegara el momento de la venganza.
Los dos amigos tenían por costumbre, cada año, volver al lugar de su primera y feliz unión. Y allí junto al río Anfriso jugar al lanzamiento del disco y danzar y beber con las ninfas hasta el amanecer; eran días intensos y noches inolvidables que reafirmaban su amor todavía más.
Esa mañana untaron sus cuerpos con aceite, como era costumbre entre los atletas, y se dispusieron a jugar al disco: Apolo en su condición divina, se tomo el privilegio de lanzar primero. Jacinto corrió para recoger el disco donde se suponía que iba a caer, pero de súbito se levanto una brisa, provocada por el celoso Céfiro, que lo desvió de su trayectoria y fue a golpear la sien del efebo con tal violencia que le dejó herido de muerte.
Apolo luchó en vano contra las parcas en un intento vano para salvarlo: aplicando plantas de gran virtud curativa, sin embargo a pesar de su arte y poder no logró reanimar a su amigo amado.

APOLO.-
¡Quisiera morir contigo, pero tengo las manos atadas, no puedo cambiar el destino!
¿Por qué ¡Oh, Zeus, padre mio! Me has abandonado?

CORO.-
Apolo profundamente afligido por la muerte infortunada de Jacinto, y compungido pero resignado por no poder, a su pesar, devolverle la vida; lo transformó en la flor que hoy lleva su nombre.

Texto agregado el 29-01-2010, y leído por 172 visitantes. (0 votos)


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