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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / La vampira de Sta Rita: Milagro

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Vignac le había dicho a los policías que vigilaban el Tártaro que se prepararan para todo pero no hubo novedad, salvo unos días que cerraron al público, y entonces no pasó nada más siniestro que una limpieza profunda, tiraron comida y bebida a la basura, y luego escucharon tocar flautas en una fiesta de disfraces con unos pocos asiduos que se afeitaron la cabeza. Nada más delictivo que la horrible música. Sin embargo, al escuchar su informe, Vignac declaró que estaba listo para cazar.
Se enfrentaba con sus ansiados enemigos, y sabía que sería una tarea ardua:
–¿Vienen también sus amigos de la Orden, doctor Massei? –le preguntó cuando este lo acompañó a la cabina de su nuevo Land Rover de alquiler.
Se refería a los dos extraños que oportunamente habían venido al país a recuperar la carta y todo documento que los caballeros de Malta hubiesen puesto bajo custodia de los Massei, por los cuales la vida de Lucas corría riesgo a manos de sectas rivales, y tan oportunos que llegaron para capturar al pérfido Helio en su intento de escape.
No tuvo que responder por ellos. Los esperaban estacionados en su salida, en un Hyundai gris. Nubes densas como mercurio caían sobre el sol teñido del crepúsculo y se reflejaron en la ventanilla. Sebastián las hizo bajar con un zumbido eléctrico, y el rubicundo Dasio los saludó, sonriente:
–Venimos de ver a la paciente. Aquí mi colega estaba preocupado por la jovencita, pero yo creo que va a recuperarse en poco tiempo. Le aseguro que despertará sin daños.
El doctor había tratado de reanimar a Julia, sabiendo que la ambulancia estaba muy lejos, pero su vida se le escapaba entre los dedos. Lina seguía petrificada junto a la ventana por donde había desaparecido Charles. De probto, un inesperado frenazo la sorprendió y poco después, un hombre bajo, grueso, con mejillas sonrosadas y patillas rojas, irrumpió por la puerta, y otro más alto se colgó por el alféizar de la ventana, el pelo perlado de gotas de lluvia y blandiendo el paraguas en una mano.
Pasada la sorpresa, explicaron que eran caballeros de la Orden de Malta. Como se cruzaron con Helio en el camino temían por su seguridad, por eso se metieron sin pedir permiso. Massei no les prestaba mucha atención, absorto en la amiga entre sus brazos cuyo corazón latía cada vez más despacio. Con respeto, al percibir la tragedia que no habían logrado evitar con su llegada, se acercaron y escucharon de labios de Lina que un vampiro la había sugestionado para asesinar a Massei pero Julia se resistió y el maldito la obligó a suicidarse.
–¡Hermano! ¿Qué haces, Sebastián, sin el permiso del Maestre? –reprochó el gordito al otro que se había arrodillado y palpaba el pecho aún tibio de la mujer.
No tardaba en venir una ambulancia, pero era tarde. Impulsado por la ternura que persistía en el rostro de Julia contorsionado por el dolor, por su juventud y su sacrificio, decidió actuar sin pensar en las consecuencias que esto podía reportarle con sus superiores.
–Sebastián posee el don de sanar ―aclaró su compañero―, pero a esta altura es...
Dasio vestía una camiseta de colores, ancha por el uso, y bermudas caqui que no le conferían ninguna dignidad. Su jovialidad hasta para dar malas noticias contrastaba con la expresión intensa del otro caballero. Sebastián era alto y debajo del traje beige y de la camisa blanca de algodón egipcio se adivinaba un cuerpo flaco y nudoso. Su aspecto fiero aumentaba por el peinado a lo Beethoven, con las puntas decoloradas como un surfer, y los ojos celestes que irradiaban su rostro.
Sebastián había impuesto sus manos, conectando corazón y cuello a través de su cuerpo, y oraba, con los párpados apretados, y transpirando de tanta concentración. Lo interrumpió la tos que sacudió al cuerpo en cuanto un soplo de aire entró a su pecho.
–¡Vive! –gritó la tía Elena, alzando las manos en un gesto equívoco de éxtasis o espanto.
Admirado, Lucas examinó a sus huéspedes, y por fin les tendió la mano:
–Esto es prodigioso, un milagro.
Lo mismo les dijo Vignac al ser presentados, y les pidió unirse a su cruzada.
–Claro que estamos dispuestos a librar a esta tierra de esas sabandijas –exclamó Dasio con un ademán resuelto.
Se cumplían los doce días de festejo que empezaban con un desfile de disfraces, e incluían ayuno y penitencia, cortarse el pelo y limpiar el lugar, procesión por el bosque y sacrificio de un animal inocente para obtener el horóscopo del año, enviar a jóvenes a acostarse con los hombres que pasaran por su camino, y finalmente una gran fiesta de sangría humana.
–De acuerdo. Espero que estén preparados para todo –explicó el cazador, apretando una escopeta, que dejó en el asiento a su lado mientras advertía– porque esta noche va a ser un infierno en la tierra. Nos vemos a las once.

Julia despertó en una cama de hospital llena de tubos, incapaz de moverse. Extrañada primero, preguntándose qué había pasado, hasta que sintió la mano tibia de su madre que la acompañaba todo el tiempo. Pasó un minuto eterno hasta que alguien se dio cuenta de su reacción, mientras ella revivía todo con total claridad, como si sus sentidos hubieran sido afilados, y le hubieran quitado un velo de los ojos.
No podía evitar pensar en Charles, y por su culpa se sentía una aberración. ¡Cómo iban a perdonarla, si trató de hacerle daño al doctor Massei!
Pero, por qué estaba viva, no acertaba a comprender todavía. Una fuerza extraña la había traído de vuelta, estaba segura, sólo que no recordaba quién fue su salvador.
Después vio a Lucas a través del vidrio, agitaba una mano en señal de saludo mientras hablaba con su médico, y un bálsamo de alivio se escurrió por su cuerpo, devolviéndole más vida que todas las drogas que le administraban.
10.30 de la noche.
Alarmado porque sus colegas policías no respondían el llamado, el inspector Gómez llegó antes que los demás a la cita. Ubicó el Fiat amarillo a dos cuadras, abandonado en una vereda con las puertas abiertas. Ya iba a dar el aviso a la comisaría cuando notó que un zapato sobresalía por el portón de un jardín cercano, y siguiendo la pierna halló a uno de los policías que había estado vigilando el Tártaro. No se habían resistido al par de gemelas rubias que los abordaron ni les importó dejar su puesto un rato. Gómez olfateó con disgusto el tufo a alcohol en sus ropas, comprobó su pulso, y al mismo tiempo halló los cardenales rojos en su cuello.

Texto agregado el 26-01-2010, y leído por 87 visitantes. (2 votos)


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