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La noche que Grek Traven murió, una línea blanca y recta, como trazada por un aeroplano, se dibujaba en el cielo. Linda vio en esa imagen la indudable división de un antes y un después. Había elevado los ojos apenas como un consuelo y sonrió satisfecha con la señal. Su marido yacía en el jardín con los ojos abiertos, sofocado y gordo, casi vivo; ella tuvo que darle un puntapié para cerciorarse de la muerte. Luego acercó sus orejas al pecho del hombre, le tocó el pulso y comenzó a sentirlo frío, no había duda. Llamó a una ambulancia y esperó sentada en el recibidor. En menos de diez minutos los paramédicos tocaban la puerta, ella adoptó una postura nerviosa y los condujo hasta el hombre. Luego de unos minutos le informaron de la muerte. “Ya lo sospechaba”, contestó la mujer, “otra vez su corazón”. “Llame entonces al servicio funerario”, le dijeron. “Lo haré” y la abandonaron luego de llevar el cuerpo hasta la habitación. Aún no había avisado a nadie. Se acercó a la cama y se sentó junto a él. Recorrió el cuerpo pesado con su mirada, le parecieron fachas para muerte tan digna, tan sin dolor. Le vio el rostro pálido y los ojos hundidos. Fue hasta el tocador y tomó los cosméticos. Puso un poco de labial en la boca casi cerrada del hombre, el color le venía al cuerpo, mucho mejor, luego lo observó detenidamente y reaccionó, no era suficiente, y le dejó la boca brillante de rojo carmesí. El hombre parecía clavarle la mirada, impávido, y ella con un gesto de familiaridad, tomó una cajita de sombras azules y comenzó a frotárselas alrededor de los ojos ya tiesos, puso una gruesa línea negra bajo los párpados y le erizó las pequeñas pestañas, al final le dibujó ligeras chapas. “Nada mal” se dijo. Tomó un par de aretes que se prendían a las orejas como pinzas: una florecita discreta en cada una; pensó que tal vez era demasiado pero al verlo sonrió. No le gustaba la camisa a cuadros que vestía y como pudo logró colocarle un saco y una corbata. Combinaban poco con el pantalón y los zapatos pero no pudo hacer nada. Lo contempló un largo rato, “así, como tanto te gustaba”, pronunció en voz alta. Y se alejó para vestirse, en el closet no atinaba a elegir la ropa, de reojo miraba hacia la cama y percibía los ojos abiertos del hombre. Escudriñó en el ropero y de repente: “!Tu favorito!”, jajajaja, dijo al tomar un vestido azul. Se desnudó coquetamente mientras deslizaba palabras, “deja ya de mirarme, me apenas, jajajaja”. Y acarició el vestido. Era la primera vez que lo usaría.
Ya estaba lejos lo del aniversario, Grek le compró el vestido para la ocasión, cuarenta años de casados no eran poco. Linda no quería fiesta, por años espero el viaje. Él dijo sentirse indispuesto, y una reunión familiar era todo lo que añoraba. Linda imaginó el desastre de niños corriendo por la casa, a la esposa de sus hijo criticándolo todo y propuso un restaurante. Grek se sintió animado, invitaría también a los amigos. Linda se reprochó el comentario, no quería ver a nadie. El día de la reunión Grek llegó temprano de la oficina y le entregó como regalo unos pendientes en forma de rosa, y de una gran caja emocionado sacó el vestido. Linda a penas lo miró: “Es hermoso pero no me queda”. Grek sorprendido le insistió. Linda se lo arrebató de los brazos, furiosa, y en unos segundos se enfundó el vestido sobre la ropa que tenía puesta. “¿Te das cuenta? ¡Tres tallas más grande que la mía!”, le gritó, Grek ya no respondió. Linda se dirigió a la recámara y se vistió a penas con un traje negro, él, al verla, le habló de su palidez funeraria en el rostro, “Al menos pinta los labios…y los pendientes, no olvides los pendientes” , le insistió Grek, quien apenado veía de reojo el vestido en el suelo. Linda salió de la recámara, con la boca rojo carmesí y sombras azules sobre los párpados, con las mejillas coloradas, y una gruesa línea negra delineando sus ojos. “Estás preciosa… Mañana voy a cambiar el vestido”. Linda no respondió y salieron de la casa. Llegarían caminado hasta el restaurante, bajo la luz de las farolas, sus sombras dibujan dos figuras casi iguales, apenas una más ancha que la otra. Linda vestía un pantalón y un saco negros, igual que Grek.
En la cena, no les faltaron las felicitaciones: su hijo con su mujer y dos parejas de amigos, ya los esperaban en el restaurante. Al entrar una música estridente y un bullicio de meseros los recibieron con aplausos. Su hijo lo improvisó todo; Grek estaba feliz y Linda apenas enarcó la boca disimulando el bochorno ante los comensales de otras mesas. Uno de los amigos alzó una copa y prorrumpió lisonjeras palabras para el viejo matrimonio. Matt, su hijo, lo secundó y habló a los demás sobre la ejemplaridad de sus padres. Grek estaba a punto del llanto y Linda escuchaba las voces como en la lejanía, ausente de la agitación su cara dibujó una mueca hecha sonrisa que le duró toda la noche. Al terminar la velada decidieron volver caminando, bajo el cielo estrellado Grek tomó a Linda del brazo y le dijo satisfecho que afortunadamente todo había salido bien: “A pesar de tu cara de piedra”, le insistió casi riendo. Linda no contestó.

Luego de vestirse Linda se miró en el espejo, tras ella, la vacía mirada de Grek se reflejaba al costado, Linda lo suponía burlándose. El vestido le quedaba demasiado grande pero no se dio por vencida, con un cinturón hizo los ajustes del talle y la manga holgada no le supuso un problema, casi no se notaba. Llamó a los del servicio funerario para que lo dispusieran todo. La sala de la casa era lo suficientemente grande. Luego llamó a su hijo quien por largo rato lloró al teléfono tratando de consolarla, Linda a penas respondió que avisara los amigos de su padre, en dos horas todo estaría listo para el velatorio. Ya pasaba de la media noche cuando llegaron los hombres de la funeraria con el ataúd, dispusieron todo en medio de la sala, velas y algunas flores. Linda les daba indicaciones deseando que la casa se viera bien. En cuestión de minutos todo estuvo listo, tres hombre se dirigieron a la cama para trasladar el cadáver, su trabajo era mecánico, Linda nunca supo si notaron lo del maquillaje, pensó que no e hizo una mueca. Era una enorme caja gris con incrustaciones de metal plateado, en uno de los extremos, una ventanilla de cristal dejaba traslucir la cara de Grek y sus enormes ojos abiertos y coquetos. Parecía una posición incómoda, una mirada sorprendida y expectante, acalorado allí dentro, la cabeza hundida entre los hombros. Linda se acercó a observarlo, lo veía sudar, respirar pesadamente como haciendo guiños, le gustó la idea de imaginarlo vivo, sin salida.
Y es que ese día, pensó, sería por fin la consumación de todas las noches de dudas y quebrantos. De humillaciones no dichas, ese día, el mismo vestido azul se lo devolvía todo: un viaje trasatlántico y adiós al compromiso de todas las reuniones sociales. Imaginó cómo la noche comenzaría a dispersar rumores que Matt llevaría a oídos de su madre: que papá tiene la boca muy roja, los párpados azules.
—¡Y nadie vio los pendientes! Le contestaría Linda
—¿Qué?
—Jajaa. Figuraciones suyas.
Pensó que Matt y su mujer serían los primeros en llegar. Matt abrazaría a su madre, llorando. Poco a poco llegarían los compañeros de oficina, los parientes lejanos y los amigos. Ella estaría ocupada casi toda la noche, sonreiría discretamente a los que se acercaran a ver el cuerpo y se jactaría de que esa ceguera de tantos años desplegara el velo.
Así, con los brazos cruzados, y con la mirada penetrante sobre el rostro maquillado de Grekc, Linda dejó correr dos gruesas lágrimas que se estrellaron sobre el cristal, el líquido se expandió sobre el vidrio, como si surcara la cara de Greck, pero ya no lo tocaba. Linda exhaló en un grito, cerró la mirilla y rompió a llorar.

Anabel Contreras Ríos



Texto agregado el 24-01-2010, y leído por 81 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-01-2010 Un estilo muy preciso y bien trabajo.Excelente! cerrandoelmar
 
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