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La mujer no pudo explicarse lo que sintió. Como un filo helado cortándole el entendimiento, pero qué entendimiento, si no reconocía lo que la rodeaba, si no sabía quién era; parecía un despertar al silencio de la noche, sin sobresalto, pero con desconcierto.
Una luna enorme, como un paño claro sobre el que se delineaba la silueta de una iglesia, y en los escalones de la iglesia, la mujer de espalda encorvada y ojos abiertos al asombro.
La iglesia, desierta.
Desierta.
Como la mujer de espalda encorvada, como yo, que no entiendo en dónde estoy, qué hago en este lugar, porque no puedo recordar quién soy y por qué estoy ahora revolviendo las bolsas de la basura, buscando.
Que busco.
Las manos de la mujer encuentran restos de comida, entre la basura, y las vísceras gritan de hambre. Limpia como puede, descartando con una sabiduría adquirida quien sabe cuándo, lo que puede comer: algún trozo de pan mordido, restos de carne pegada a los huesos, un poco de arroz, verdura, y alguna cosa informe que sirve para comer aunque no esté segura de lo que sea. Todo huele a comida. Y a basura.
Con un lejano asco, mete la comida en la boca, la empuja con los dedos, tratando de no masticar nada más que los trozos demasiado duros, y trata de pensar en otra cosa, porque necesito pensar en otra cosa, porque necesito no pensar en este asco que se me mete por la nariz
Los gemidos que se retorcían en el vientre empiezan a apagarse.
Pensar.
En qué piensa.
En qué pienso, pienso en quién soy y no entiendo por qué se alejan recuerdos, como trapos deshilachados, aunque casi podría decir que no se alejan, que nunca han estado y que yo quiero traerlos a mí, pero para qué traer recuerdos de alguien que no sé quién es, o sí, soy yo, pero quién, qué edad tengo, cuál es mi nombre, en dónde vivo, qué más qué más necesita saber una para entender, siento una oscuridad en mí, pero dentro de mí, no tiene nada que ver con la noche, tengo frío, y este saco que trato de envolver en mi cuerpo está lleno de agujeros, como los agujeros que tiene mi memoria, el frío se cuela por los agujeros del saco, y por los de mi memoria, una angustia
Se frota el cuerpo, tratando de darse calor, echa el vapor del aliento en las manos, que descubre paspadas, con uñas sucias, largas, rotas en cualquier parte.
La sensación de asco vuelve más cercana, más intensa. Camina despacio. Siente el dolor de una pierna lastimada. Siente el frío. Siente una sensación que no puede describir, como si despertara de un sueño, pero al revés, como si se metiera en un sueño, caminando por el filo de la irrealidad.
Suenan campanas.
Más de tres. Pero cuántas. Y a medida que avanza, esa especie de realidad casi tangible empieza a provocarle una lágrima áspera en el medio de la garganta.
Cruza una plaza. Y en la plaza, los fantasmas acechantes del miedo.
Por qué el miedo.
El miedo extraño de reconocer algo en el sueño que no es sueño ni vigilia, ni duermevela: un letrero luminoso que reconoce, que quizá no lee porque no sabe leer, o porque las letras son pequeñas, o porque ha olvidado cómo se lee. Pero reconoce el lugar. Y eso la asusta, pero la emociona, como si reaprendiera algo. Como caminar, después de una larga parálisis.
Y entonces.
Entonces quizá sí recuerdo algo, aunque no estoy segura, un bulto que corre hacia mí, y pasa rozándome las piernas, y grito, grito porque las ratas, yo era chiquita y en mi casa había ratas, y yo les tenía tanto miedo, y papá, entonces sí recuerdo algo, me acuerdo de una casa pintada de blanco, y un jardín, y una higuera, y una parra enroscada en la glorieta, y a mi abuela alborozada, rubia, regordeta; y a mi abuela llorando sobre el ataúd de mi madre, a mi abuela abrazada a mis doce años y al dolor ronco, el llanto ronco de papá, pero después no puedo recordar
Después deja de recordar. Las campanadas se van alejando. Y llora.
Ahora sé que estoy llorando, y cuando lloro, la aspereza de la garganta parece más suave, mamá, mamita, lloro porque entiendo que estás muerta, pero no puedo recordarte nada de nada, sólo crespones y voces dolientes, y el ataúd lustroso y oscuro, y una telaraña que no me deja ver más allá, porque no entiendo cómo es que te moriste mamá, por qué me dejaste hasta sin tu imagen, y sólo tengo una abuela vigorosa y un padre enlutado, pero qué más, porque hay un vestido de novia que quizá es blanco, o tiza, con unas flores rosa pálido chiquitas, pero el vestido de mamá, o de la abuela, o tal vez yo me casé alguna vez y tuve hijos diosmío, cómo no puedo recordar más que esto, esta telaraña que enreda todo lo que quiero aprisionar y se resbala o se oscurece, y nada más regresan los rulos y la abuela de piel blanca y mejillas rosadas, el ataúd, el sollozo ronco de papá, sólo el sollozo y una barba dura de varios días, y yo, chica, y luego el vestido de primera comunión, aunque eso fue antes, y estampitas con bordes y aureolas doradas aunque yo no veo el vestido, sólo una nena de primer grado inferior metida en un guardapolvo blanco, que le hacía, que me hacía picar el cuello, y de nuevo una sensación de trapo deshilachado detrás de la luna, y los recuerdos que, y como si volviera a ver a la iglesia, quiero atrapar imágenes, voces que se alejan, se deshacen y
Una lluvia repentina. La mujer apresura el andar, gimiendo, porque cada paso rápido es un dolor nuevo. Ahora siente charcos en los pies, y el pensamiento se llena de salpicaduras.
Todavía no aclara, pero no sabe cuánto faltará para que amanezca, aún cuando recordara cómo contar las campanadas, porque son cada vez más lejanas.
La cara se moja y se enfría, pero la mujer no sabe distinguir cuál es la lluvia y cuál es la lágrima, y si llora por la chiquita de guardapolvo blanco que quizá es ella. Y no puede saber si es o no, porque no puede recordar la cara que tiene ahora, cómo recordar la cara de ella niña, la de guardapolvo blanco, que a veces le parece ver entre la lluvia espesa, pero todo parece lejano, difuso.
Como las campanas. Como aquel asco a la basura, como la abuela y el llanto del padre y el primer día de clases, de guardapolvo de cartón.
Cartones. Encuentra unos cartones que forman una especie de refugio, apoyados sobre las paredes de la entrada de un negocio abandonado, con vagos rastros de incendio en la cortina metálica. Tal vez lo reconoce. Cuando reconoce lo que encuentra, se le escapa la cara de la abuela, el vestido de novia, la niña, que quizá es ella. No quiere olvidar. Quiere volver a la niña, quizá a ella. O es lo mismo.
Se deja caer sobre el colchón roto que está tirado dentro de la precariedad del refugio.
Hay una frazada debilitada por los años, de color indefinido, y cree, piensa que la ha visto alguna vez..
Se acuesta, enrollándose en la frazada. Los dientes castañetean sin que pueda evitarlo. Después, el sopor. Y el sueño, que le aprieta las sienes como tenazas. El dolor intenso de la cabeza. Y frío. Y calor. Y un alejarse en la noche de la propia noche mientras el dolor astilla o confunde cualquier imagen posible.


SOLICITUD DE PARADERO
Se solicita la colaboración para establecer el paradero de María Luisa Casanova, de 79 años, desaparecida de su domicilio el 6 de junio del corriente año. En el momento de su desaparición vestía(...) padece del mal de Alzheimer. Cualquier dato que pueda proporcionarse, dirigirse(...)

La tos despierta a María Luisa, ahora alguien sabe que es María Luisa Casanova, en una cama limpia y abrigada de un centro asistencial.
El dolor le recorre la espalda y se queda un largo rato en el pecho.
Hay una mujer joven que la mira, quizá es un espejo y sólo se está mirando, piensa. Entonces sabría cómo es su cara.
Pero la mujer no es la imagen de un espejo, le sonríe con los ojos apagados. Le acaricia la frente.
- Te escapaste otra vez, mamita –dice.
- Y en realidad no se lo dice a la madre, no se lo dice a sí misma. No se lo dice a nadie. Lo arroja. Y es la opresión de una tristeza que queda flotando en el aire.
- Unos golpecitos en la puerta. Ahora María Luisa ve asomarse a la nena de guardapolvo blanco.
- -Se despertó –dice la hija de María Luisa -. Quedáte un ratito con ella mientras voy a buscar al doctor.
- María Luisa sonríe.
Ahora sí me confundí con la señora que no estaba en ningún espejo, es la mamá de, entonces es mi mamá, me dijo mamita, como se les dice a los nenes chiquitos, y la nena, ahora me veo, soy una nena linda, aunque el guardapolvo es muy diferente o me habrán comprado uno nuevo
Hay pasos. Entra un médico que la ausculta con minuciosidad, con delicadeza. Mira a los ojos a la mujer joven, y no necesita decirle.
Deja las indicaciones a la enfermera. María Luisa gime:
-No dejen que me vaya.
Con cuidado, tratando de no tocar las agujas que introducen el suero, la hija la abraza.
-No, mamá- la tranquiliza, quiere tranquilizarla-. Si el doctor me dijo que con estas inyecciones que ahora te va a poner la enfermera...
-No, no que no me vaya, que no se vaya la nena de guardapolvo blanco. Quiero verla.

vuelvo a verme y le tiendo la mano a la nena, la nena me toca con miedo, me toca la cara con las yemas de los dedos y sé que tiene, que tengo miedo, me acomoda el camisón, trata de no tocarme los brazos que están sujetos con vendas y entonces la veo, y está el ataúd, y la nena abrazada al papá y a la abuela y la nena recuerda, recuerdo que mamá tenía vendadas las muñecas antes de entrar en ese ataúd oscuro, antes de los crespones, la nena de guardapolvo blanco, yo, reconoce, reconozco a mamá pálida, hermosa, ya no escucho el llanto de papá y me suelto del abrazo de la abuela y me abrazo a mamá, me acuesto junto a ella y la beso y le digo que no se preocupe, que ahora entiendo




Texto agregado el 18-06-2004, y leído por 238 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-12-2005 Extenso y complejo, pero sin duda interesante. Saludos. raymond
20-07-2004 Como teoría no está mal, debe ser curioso lo que pasa por una mente en ese estado. Saludos. nomecreona
 
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