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La insufrible arrogancia del jefe de redacción apuntaba a demostrar mi incapacidad periodística cuando me ordenó escribir un artículo que se publicaría en conmemoración del centenario del nacimiento de Agustín Lara.
Mas desorientado que perro en cancha de bochas, recordé que a mis padres les gustaban los boleros y decidí visitarlos. De paso me haría perdonar el no haberlos llamado en un mes.

Cuando conseguí que las sábanas me dejaran en libertad después de un combate cuerpo a cuerpo en el que estuvieron a punto de vencerme, desayuné y salí a la fría calle de un día gris y destemplado.
¡Estás helado! – dijo mamá al darme un beso, mientras el viejo me alcanzaba un mate.
Después del primer sorbo ataqué con una caricia a su autoestima diciéndoles que venía a que me ayudaran con mi trabajo, lo que provocó que ambos comenzaran a hablar, uno por encima del otro, compitiendo por mi aprobación.
Me llevaron al cuartito del fondo donde aún funcionaba el tocadiscos y allí estuvimos un buen rato escuchando famosos boleros que les movieron recuerdos y sentimientos. Se miraban intensamente y se pusieron a bailar abrazados los temas de palabras tan tiernas como lejanas en el tiempo.
Cuando dejaron de bailar mamá se fue a la cocina; le pregunté a papá por una cantante de nombre Azucena del Río, cuya voz y sentimiento me parecieron inigualables. Me comentó que había sido una de las mejores de los años cincuenta, que había desaparecido misteriosamente en el momento de su mayor popularidad.
El aroma de la salsa para los fideos llegó al cuartito del fondo y transformó mis ansias de saber en ansias de comer. Mientras almorzábamos quise saber más sobre la misteriosa desaparición de la artista, suponiendo que su investigación podría servir para mi trabajo si conseguía transformarla en una buena historia.
- Podrías escribir una novela – acotó mamá, imaginándome ya un autor consagrado.
Mi padre tomó el teléfono y me conectó con un amigo suyo, cantante de boleros, que conoció a la diva. Quedamos en reunirnos al día siguiente en la confitería “Richmond”.

Allí me encontré con un hombre de unos setenta años que vestía con elegancia; yo sentí desentonar a su lado en ese ambiente tan pacato y refinado.
Inició un relato pausado y lento, como si estuviera pelando una cebolla que desnudaba capa por capa.
La había conocido en el Teatro “Maipo”. Ella venía de un fracaso sentimental que la hacía cerrarse totalmente a cualquier intento de acercamiento amoroso. Sin embargo fueron amigos, él se convirtió en su admirador incondicional y evidentemente aún lo era.
- Se deslizaba en el escenario casi sin tocar el piso, tan hermosa como un hada, parecía tener alas flotando en su vestido de gasa. Era irreal lo que ocurría en el escenario. Enloquecía al público cuando sus ojos se llenaban de lágrimas al decir “…solamente una vez amé en la vida…” y entregaba el alma que salía acompañada de su voz para inundar el teatro y hacer reales las palabras de la canción.
Luego de carraspear, emocionado, continuó.
- Solía beber para entonarse y por eso sus segundas partes siempre fueron las mejores, en ellas afloraban sus sentimientos sin pudor. Llegaba al cuadro final tambaleante y producía la apoteosis; el público se levantaba de sus asientos para aplaudir con las manos y los ojos enrojecidos.
Era costumbre de los acaudalados hombres de negocios y políticos esperar la salida de las artistas a las que conquistaban con pieles, joyas y lujosos autos.
Uno de ellos, pariente del presidente de la Nación, espléndido en sus gastos con dinero que provenía de las arcas públicas conquistó a Azucena y fue su pareja hasta que sus andanzas comprometieron al propio mandatario y cayó en desgracia; se dice que “lo suicidaron” y la presión ejercida desde el poder también alcanzó a la cantante que ya no pudo actuar.
- ¿Dónde está ahora? ¿ vive aún? – pregunté.
- No lo sé. La versión que está en los diarios de la época dice que la mató un frustrado amante que se volvió loco y está internado en el manicomio. El hecho es que el cadáver nunca apareció y eso permitió mantener la fantasía de que aún sigue viva.
- Si está viva yo la encontraré – dije entusiasmado con la posibilidad
- ¿Cree en milagros? – preguntó sonriente – otros lo han intentado; le deseo suerte aunque creo que es como soñar que nevará en Buenos Aires o que ningún funcionario volverá a robar.

No había imaginado que aquella conversación iba a producirme tal necesidad de profundizar la búsqueda al punto de robarle tiempo a mi descanso. Lo hice hasta encontrar la noticia, buscando en ejemplares del diario de fechas próximas a las que me había dicho, estornudando por el polvillo que se desprendía de las amarillentas y resecas hojas.
Efectivamente, un hombre se había presentado a la justicia confesando haber matado a la cantante en un ataque de celos. Nadie le creyó porque en el departamento del supuesto hecho no se encontró sangre ni cuerpo alguno, si bien estaba totalmente desordenado y la caja de seguridad forzada.
Las huellas permitieron detener a un uruguayo que negó toda relación con el asesinato. Reconoció haber entrado para robar y que había bebido una botella de champaña que encontró en la heladera. Luego de beber se sintió mal y oyó ruios extraños mientras se escuchaba la voz de una mujer cantando que no pudo localizar. Huyó asustado.
Tan desopilante versión que no resultaba demasiado creíble por lo que me pareció lógico suponer que Azucena del Río seguía viva y que este hombre sabía algo más.

Decidí buscarlo en el domicilio que dejó registrado al quedar libre de la cárcel. Quedaba en las afueras y viajé en tren, casi colgado en la puerta abierta del vagón repleto de obreros que regresaban apiñados a sus casas en medio del tufo agrio de la transpiración de cientos de personas.
En fin, nada se logra sin sacrificios, me decía para conformar a mi nariz quejosa, a la que compensé al bajar aspirando a pulmón lleno el aire del anochecer.
Después de meter un pié en un fétido charco, cuando comenzaba a oscurecer llegué a la casa a medio construir que estaba en una calle sin pavimentar.
Me atendió una mujer que había sido la novia del uruguayo. Me dijo que el hombre se había vuelto a Montevideo donde estaba su familia y cada tanto se daba una vuelta para ver al hijo que tenía aquí.

Desmoralizado, volví a casa y retomé los apuntes que había iniciado cuando visité a mis padres, tratando de escribir algo que me pareciera coherente, negándome a aceptar mi fracaso. Entonces recordé al loco que decía haber asesinado a la actriz.
Luego de incontables peripecias burocráticas conseguí una entrevista con el director del hospicio, quien me dio la mala noticia de que el hombre había sido agredido por un compañero y estaba en terapia intensiva con traumatismo de cráneo. Finalmente falleció sin que lo pudiera entrevistar y en mis pesadillas creí ver el fantasma de la actriz que se burlaba de mi búsqueda obsesiva.

Llegó la fecha de entregar mi nota en el diario y sólo tenía algunos apuntes que no me parecían significativos. Preparé un inconsistente artículo robado de distintas páginas de Internet y al día siguiente fui a entregarlo. Mi jefe no estaba en su escritorio; se lo dejé sobre la mesa y salí del edificio, apurado por escapar antes de que lo viera.
No me faltaba razón; me hizo echar del diario por incompetente e irresponsable y porque lo mandé a la puta que lo parió cuando me dijo que el artículo era una mierda.
No fue esa mi única frustración periodística, otros intentos en algunas redacciones terminaron más o menos igual.
Luego la economía del País se fue al diablo, no había trabajo y muchos quedamos en la pobreza. Tuve que dejar de lado mis aspiraciones periodísticas y trabajar en lo que fuera. Finalmente volví a casa de mis padres para ahorrarme el alquiler y comencé a reparar computadoras para salir del paso.
Mi novia insistía con lo de “contigo pan y cebolla”. Entonces alquilé una casita donde instalé un pequeño taller y me casé.

Había olvidado casi totalmente la investigación para encontrar a Azucena del Río, cuando una llamada telefónica puso en evidencia que esa aventura sólo estaba subyacente y alteró la tranquilidad de mi nueva vida.
Era el uruguayo; estaba en Buenos Aires y quería cien pesos para darme información.
No pude dormir pensando como decirle a mi mujer que necesitaba sacar ese dinero del escaso que teníamos para llegar a fin de mes; traté de explicarle que tal vez fuera la oportunidad de conseguir una buena historia para venderla a algún periódico.. Después de rezongar y de algunas horas sin hablarme, accedió.
El feriado del Nueve de Julio sirvió para encontrarme con el uruguayo en un bar de Constitución. Me estaba esperando en una mesa, acompañado de una mujer demasiado joven para ser la cantante.
Me presentó a la mujer como una amiga diciéndome que debía darle algo más porque la que conocía a la diva era su acompañante. Me levanté furioso, dispuesto a irme; le dije que yo no tenía un peso más y hasta creo que lo insulté. Mi reacción lo llevó a aceptar que cobraría los cien pesos después de darme la información.
Nos interrumpió un repentino alboroto; la gente que estaba en las otras mesas se paraba y corría a los ventanales: ¡Estaba nevando!
Los blancos copos descendían suavemente para tocar el suelo y transformarse en agua, mientras otros se estrellaban contra el ventanal deslizándose por el vidrio hasta desaparecer.
Recordé entonces las palabras del amigo de mi padre que me parecieron una premonición; por lo menos la nevada que él suponía imposible estaba ocurriendo.
Volví al asiento y me señalaron a una anciana andrajosa y ebria, sentada en un rincón, diciéndome que era la cantante. Me aproximé a ella; estaba cantando “Seré en tu vida lo mejor, de la neblina del ayer”. Su voz casi apagada, me recordaba aquel bolero escuchado en casa de mis padres, que se llamaba “Vete de mí”.
Volví a la mesa y llamé al mozo para confirmar quien era la anciana. Me respondió que decían que era Azucena del Río. Cantaba bastante bien y cada tanto desaparecía por un tiempo. Lo curioso era que cuando reaparecía venía limpia y bien vestida para volver a emborracharse todas las noches y otra vez desaparecer.
Convencido, le pagué al uruguayo que se retiró junto a su acompañante y me quedé observando a la ebria, sin saber de que manera abordarla. Al ver que se disponía a retirarse llamé al mozo que tardó lo suficiente como para que la anciana saliera del bar mientras yo esperaba para pagar.

Cuando salí, la cantante – ya no tenía dudas, era ella - caminaba con paso tambaleante en dirección a la Autopista.
La nevada era más intensa y la nieve ya no se derretía al llegar al suelo que se había enfriado lo suficiente como para mantenerla, convirtiendo el piso en un manto blanco.
La gente pasaba sonriente, como en una fiesta, contentos por el inusitado espectáculo.
Pasamos por debajo de la Autopista cuando la oscuridad comenzaba a devorar sus columnas; un grupo de chicos de la calle estaba preparando sus cartones para pasar la noche al abrigo de ese circunstancial cobijo.
Ajenos a ellos, los transeúntes aumentaban sus risas cuanto más arreciaba la nevada y algunos niños se tiraban bolas hechas con la nieve que recogían de los techos de los autos, mientras la que caía en mi cara me obligaba a entrecerrar los ojos para distinguir apenas la silueta tambaleante que caminaba unos metros más adelante.
Una de las bolas de nieve me pegó en la cara y me detuve para limpiarme; cuando reinicié la marcha casi no distinguía ya a la anciana porque la nieve desdibujaba las figuras.
Me apuré para alcanzarla. En mi mente se acumulaban las preguntas elaboradas durante tanto tiempo; las que le hubiera hecho para poder escribir mi artículo; las que le haría para dar forma al relato de su historia. Podía convertirme en su salvador, rescatarla de esa miserable vida.
Cuando ya creía alcanzarla, su silueta comenzó a hacerse cada vez más imperceptible en medio de la nieve hasta transformarse en una difusa luminosidad blanca que desapareció sobre los edificios y se borró tragada por la oscuridad.
Creí que mi mente me estaba jugando una mala pasada y regresé para ver si se había quedado en algún portal, pero fue inútil. Había desaparecido.
Quedé frente a la vidriera iluminada de una casa de instrumentos musicales donde un hermoso piano estaba cubierto en parte por una bandera argentina. En su atril podía leerse la carátula de la partitura: Bolero – Autores Homero y Virgilio Espósito - “VETE DE MI”
Entonces comprendí. Ella me lo decía; no tenía interés en mostrar su deterioro y sólo quería dejarme su voz y su música; su mensaje estaba en la segunda estrofa, que se reiteraba en mi mente:

”No te detengas a mirar
las ramas viejas del rosal
que se marchitan sin dar flor,
mira el paisaje del amor
que es la razón para soñar”

Era hora de soñar con la realidad, volver para abrazar a mi esposa y a mi hijo.
Había cesado de nevar y el viento frío atravesaba mi ropa húmeda mientras caminaba de regreso.


Texto agregado el 17-01-2010, y leído por 116 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
28-01-2010 Te juro que me meti en tu cuento y lo disfrute!! mis 5* y besos asombrados NILDA yo_nilda
23-01-2010 vaya amigo que eres increible. tu narración me ha dejado impactado, me has hecho conocer a tu ciudad con nieve. Excelente***** fabiandemaza
17-01-2010 Viniendo de tu "pluma", no podía ser otra cosa que una obra excelente. Una narración impecable con tu personal estilo. Tiene mis 5, desde yá. Catman
17-01-2010 Es precioso este cuento, matices de todos los colores y sentimientos a pleno , uauu me encantó , felicitaciones =D mis cariños dulce-quimera
 
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