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Mirar para otro lado

Idelfonso Pedernera corría agitado por el anden, su cuerpo excedido de peso golpeaba contra las personas que abandonaban la formación, estaba nervioso, debía tomar ese tren como sea, tenia que llegar al centro, entregar esa bata y volver a la pensión antes que la cosa se pusiera fulera.

Maldecía su poca fortuna. Todo el tiempo esperaba esa desagradable noticia, siempre supo que la cosa podía terminar de la peor manera. No esperaba otra cosa aunque se negara a aceptarlo. Uno sabe que el lugar que ocupa no le pertenece, que tiene un dueño, que muchas veces les advirtieron que se vayan, pero se resiste a dejarlo, si en definitiva uno no llegó a esa situación por gusto, la vida lo ha empujado a vivir de prestado.

Cuarenta años trabajando en el frigorífico, levantarse a las cuatro de la mañana, trabajar mojado y entumecido por el frío, no faltar nunca, ni siquiera el día que nació el Robertito porque los patrones amenazaban con descontar el día. Toda una vida de sacrificios para que un día los echaran a todos como perros, con una mano atrás y otra adelante. ¿Quien te va a dar trabajo?. Y si conseguís alguna changa apenas si te alcanza para comer. Uno vive donde puede, donde le hacen un lugarcito.

¿Pero justo ese día tenia que ser?. El día que tanto habían soñado. Por el que tanto se habían sacrificado, por el que el Robertito entrenaba aunque su cuerpo agotado del trabajo en el mercado le pidiera una tregua. El día que les daría la oportunidad de mostrar a todo el país que sangre corría por sus venas, de que coraje estaban hechos sus puños. Una preliminar la noche de un titulo del mundo es una oportunidad que rara vez le toca a un novato. El Robertito no podía desperdiciar esa chance.

Esa mañana, cuando su hijo se fue para el pesaje, el viajó hasta Avellaneda para empeñar el acordeón, ese que le había regalado su padre cuando era purrete y comprar una buena bata. Una celeste y blanca para que el Robertito la luzca con orgullo al subir al ring.

Podría haber vendido todo en lo del Turco, ese viejo miserable que tiene el puestito atrás de la estación de Temperley, cerca de su casa, pero no quería discutir, para él esa “verdulera” era muy importante y el Turco no le pagaría lo que vale. Le habían recomendado “El Emporio del Usado” y allá fue en busca de un mejor precio.

Ahora estaba arrepentido, el negocio no fue tan bueno. Nadie te paga lo que valen los sentimientos. Pero el viejo hubiera estado orgulloso de ver al Robertito subiendo al ring envuelto en la celeste y blanca. El mismo le habría regalado esa bata. No sea chambón!, no moquee hombre! No sea sentimentalista! venda esa porquería vieja y hágale un regalo al pibe que bien merecido lo tiene hubiera dicho el viejo.

Al salir de la casa de deportes había telefoneado a su mujer desde la cabina pública frente a la telefónica. Esta le confirmo la llegada de los municipales con la orden de desalojo. Amenazaban que si para las cinco de la tarde no salían por las buenas los iban a sacar con la policía. Cortó sin despedirse y apuró el tranco hacia la estación.

Se acomodó en un asiento junto a la ventanilla. El calor era insoportable. Sabía que al Robertito no le llamaría la atención que no fueran a ver la pelea, la entrada de una velada por el título no estaba a su alcance pero le preocupaba que llagara a enterarse del desalojo. Este era capaz de abandonar todo y rajar para el barrio a repartir piñas a los milicos que quisieran echar a la gente de la pensión.

En el asiento frente a él una pareja de adolescentes se besaba apasionadamente, cerró los ojos e intento recordar como había sido que conoció a la Carmencita, los encuentros a escondidas en los corzos de Turdera, el zaguán del caserón de la calle Pergamino, tantos sueños, cuantos deseos. Casarse, tener su casa, una familia feliz con chicos que estudien y tengan un futuro mejor………

Los gritos de un vendedor de tutucas de maíz lo trajo a la realidad, los jóvenes frente a el ya no se besaban, seguían tomados de la mano mirando por la ventanilla, con la mirada perdida como si de golpe ellos también hubieran comprendido que la realidad suele golpear con dureza, que los sueños rara vez se cumplen, que la felicidad del mundo solo alcanza para unos pocos, que el tren de las oportunidades casi nunca para en la estación de los pobres.

¿Por qué algunos no pueden disfrutar de las mismas oportunidades? ¿Qué hubiera sido del Robertito si hubiera nacido en mejor cuna?. Esas preguntas siempre lo agobiaron pero hoy más que nunca se le confundían las ideas, se le mezclaban las sensaciones, la angustia del desalojo, volver a la calle, no poder darle a Carmencita un lugar apropiado para compartir sus últimos años de vida, pero a la vez soñaba con el éxito del Robertito, la posibilidad de que el si pueda vivir sus sueños, eso lo alegraba, por momentos sentía tanto animo que llegaba a olvidarse de su pobre realidad, de ese sentimiento de culpa por no haber podido darle a su familia todo lo que soñaba, todo lo que se merecían.

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La habitación que le toco a Roberto no es muy grande. Apenas si entra la cama, una mesa de luz destartalada y una silla que sirve para colgar la ropa. El ventilador del techo no funciona y el empapelado de la pared se ve amarillento, bastante arruinado y entre las manchas de la humedad se alcanzan a divisar algunas flores atadas en forma de ramos.

El hotel es de medio pelo pero el está feliz. Mantiene la ventana cerrada para que no entre el sol, igual no hay mucho que ver ya que la habitación da a un pozo de aire. Tirado sobre la cama, en la penumbra, sostiene orgulloso la credencial que lo habilita a entrar al estadio como boxeador. Tantas veces intento colarse al Luna. Tantas veces quiso pasar a la zona de vestuarios sin éxito. Tantas veces vio como esos que solo van para figurar lo veían desde el ring side y el se tenía que conformar viéndolo por el agujero de la ventana que daba a la cancha de bochas del club del barrio.

Ahora es un boxeador profesional, es grande, otros a su edad ya están pensando en retirarse. Pero el llego tarde. Llegó como pudo. Los viejos nunca le dejaron faltar nada, pero de pibe tuvo que salir a laburar. Trabajar, ir a la escuela y en los ratos libres tratar de entrenar. No es fácil, en el barrio, con los pibes, el picadito al futbol se armaba enseguida. Pero él quería ser boxeador, como su abuelo, sabía que podía, sentía que eso era lo suyo, ¿pero dónde?, ¿Cómo?. Sin tiempo libre y sin plata para pagar un gimnasio, su sueño parecía imposible.

¿Por qué no hay más oportunidades?, ¿Por qué no tenemos todos las mismas posibilidades?, se preguntaba siempre mientras salía del mercadito para ir a la escuela. ¿Por qué los pibes no pueden jugar siempre?, ¿Por qué los pobres no pueden elegir que deporte practicar?. A veces maldecía su origen, sabía que el tren le había pasado sin poder tomarlo, le costaba encontrarle el sentido a tanto esfuerzo.

Pero de nada sirve angustiarse, ya pasó el tiempo y hay que aprovechar las oportunidades como vienen. El pesaje lo paso sin problemas, su físico siempre le respondía bien. Ahora tenia que relajarse, descansar, hidratarse, pensaba en el momento de vendarse, los masajes, la entrada en calor, el plan de pelea, no dejaría nada librado al azar.

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Cuando Idelfonso llegó al hotel se propuso hacer todo lo más rápido posible, temía no poder ocultar su preocupación, que el Robertito sospeche y se pudra todo. Se acercó a la recepción y con el pecho inflado de orgullo dijo que iba a visitar a Roberto Pedernera, el boxeador, su hijo. El tipo lo miró de reojo y con desgano le dijo que se siente, que le iba a avisar al fulano.

Desde el pequeño televisor en que el empleado hotelero miraba una novela sobreactuada donde todos los personajes poseen dos nombres poco combinables, un flash de noticias anunciaba los alborotos por el desalojo de ocupas en algún barrio del sur del conurbano. Sintió bronca por la liviandad con que los noticieros tratan los problemas de los pobres, poniendo en niveles similares la quema intencional de alguna villa, el dolor de una madre que llora la perdida de un hijo a causa del paco o el rescate de aquel gatito travieso que quedó atrapado en una alcantarilla.

Son todos vagos dijo el hotelero señalando el televisor mientras le informaba que el muchacho ya venía. Quiso cagarlo a trompadas, hacerle comer ese pucho retorcido que fumaba pero se aguantó, no quería alargar ese asunto para que su hijo no sospechara. Le agradeció con un gesto poco entusiasta y se volvió hacia el pasillo por donde venia Roberto.

Todo fue muy rápido. Le entregó la bata, le hizo algunas recomendaciones que de antemano sabía que estaban de más, le prometió que todos juntos mirarían la pelea en la pensión y harían fuerza por el, que lo esperaba al otro día para festejar, que luchara con todas sus fuerzas como lo había hecho siempre y que por sobre todas las cosas disfrutara de esa oportunidad única que le llegaba, aunque un poco tarde tal vez, en un momento en que todavía podía demostrarle a todo el país el tremendo boxeador que se había perdido por no prestar mas atención, por no tener espacio para todos sus pibes.

Le dejó los saludos de su madre, juntos recordaron por unos instantes al abuelo, le dio un fuerte abrazo y una palmada en el pecho, reprimiendo las lágrimas que le brotaban, un poco por angustia, un poco por orgullo y salió de regreso para reencontrarse con su esposa, para reencontrarse con su propia pelea.

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La noche era brillante. El verano parecía decidido a instalarse definitivamente desde esos primeros días de diciembre. El estadio estaba colmado. En las primeras filas se podía ver a las estrellas de la farándula mezcladas con viejas glorias del boxeo nacional y algunos otros deportistas en actividad. El humo de los cigarrillos se asociaba en una densa nube dispuesta a flotar eternamente a la altura de las luces del ring, como si no quisiera perderse detalle.

En la pensión los que tenían chicos habían salido temprano, por las buenas por miedo a los gases pero Idelfonso y Carmencita, como muchos otros, habían prometido defender ese espacio con sus cuerpos, que era el único arma que poseían en esa pelea tan desigual. Pero ahora la orden era clara, irreversible, ya no negociaban más, los sacan como sea, había dicho el jefe del operativo, terminemos con esto cuanto antes, haber si llego a casa para ver la pelea por el título. ¡Actúen mierda! Grito mientras empujaba a un miliquito con cara de asustado que empuñaba una escopeta lanza gases.

No bajes la guardia, caminá el ring, no te confíes mira que este pibe es rapidísimo le había recordado el entrenador en el vestuario mientras lo vendaba. Ahora en el rincón volvía a decir lo mismo pero ya no lo escuchaba. Había pasado el primer raund y se sentía mejor que nunca, como un gran maestro frente a sus discípulos. Miraba al favorito, a ese pibe lleno de futuro, con un montón de alcahuetes a su alrededor, a ese que pronto tendría alguna pelea por un cinturón, ese que peleaba por deporte y no por necesidad. Hizo algunos movimientos giratorios con la cabeza, abrió y cerró repetidamente la boca como si necesitara acomodar sus carretillas, apretó los dientes, se dejó poner el protector bucal y con los puños bien apretados salió a escribir su historia, esa que seguro no se imaginaban los especialistas de siempre.

Durante los siguientes siete asaltos se movió por el cuadrilátero con envidiable categoría, parecía como si sus pies no tocaran la lona. Fueron veintiún minutos netos del boxeo más ortodoxo, más exquisito. Como si cada movimiento hubiese sido sacado de un libro secreto al que solo acceden los grandes campeones de la historia. El pibe era rápido, el pibe era bueno, el pibe tenía futuro, seguro seria campeón algún día, pero nunca se olvidaría de esa pelea, cuando sus rostro lampiño dio contra la lona sabía que no podría pararse, tampoco quería, ese morochito del que ni se acordaba el nombre le había propinado una tremenda e inesperada paliza.

A las once de la noche ya habían tirado la puerta abajo y entre gritos y llantos, los policías, equipados con mascaras para protegerse del efecto del gas lacrimógeno iban derribando las puertas de las piezas y sacando a sus ocupantes.

En el medio del ring el árbitro le levantaba la mano a Roberto ante los tibios aplausos del público que mayormente comentaba la pelea, el boxeador se sentía grande pero a la gente poco le importaba, miraban para otro lado, esperaban la del título.

En el medio de la habitación número 18 Idelfonso y Carmencita, tapándose la nariz con trapos mojados, arrodillados, se abrazaban con más fuerza que nunca, todos los muebles apilados contra la puerta, cada uno lloraba en silencio, presentían el final.

Algunos de los televisores encendidos en la vidriera de un gran comercio del centro transmitían la velada boxística, los otros, clavados en un canal de noticias mostraban, con marcado sensacionalismo, los desalojos en el sur del conurbano. Pero a la gente poco le importaba, miraban para otro lado.

Texto agregado el 13-01-2010, y leído por 249 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
04-02-2010 Peredón por la demora andaba de vacaciones, muy buen cuento che un gusto aceptar la invitación, mis********** nanajua
23-01-2010 Excelente. Muy bien narrado. Mis 5 *. mianima
18-01-2010 Opino igual que Susana, extraordinario tu cuento. Saludos y estrellas. María.- Maria-del-Mar
14-01-2010 Este cuento tiene una cierta cualidad cinematográfica. Muy bien llevado el relato, te felicito. Un saludo! galadrielle
13-01-2010 ¡¡¡Muy buena narración!!!:)))) y ***** almalen2005
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