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Pese a lo extraño de la hora, el conductor estaba puntualmente en el lugar acordado. “¿Será una trampa? ¿Querrán asaltarme?”, pensó. Sus dudas no se disiparon con la última bocanada de humo. Arrojó la colilla al piso y la pisó con la destreza de los fumadores empedernidos: una sombra se acercaba al camión.

Para nada tenía el muchacho el aspecto que el conductor había imaginado; ni tampoco su actitud revelaba al criminal frío, al hombre seguro, curtido de tanto transitar al margen de la ley. Su paso lento y vacilante, sus ojos hundidos y melancólicos, sus labios en los que no podía imaginarse una sonrisa delataban, si acaso, que el muchacho estaba triste. “¿Y éste es el conspirador?”, pensó el conductor, de pronto aliviado. “Más bien, parece un chico que acaba de escaparse de casa.” Sin embargo, el conductor es un hombre precavido: se acercó al muchacho con la mano derecha detrás, palpando la seguridad del revólver.

—¿Y bien?— preguntó el conductor, sacando un cigarro del bolsillo. A la luz del encendedor, que el conductor hizo aparecer diestramente con la mano izquierda, el rostro del muchacho revelaba una timidez de debutante. Sin embargo, disparó a quemarropa.

—¿Es usted honrado? —El conductor iba a protestar, “¿qué clase de pregunta es esa?”, pero el muchacho siguió hablando, en voz baja—: No se ofenda, pero en realidad, para este trabajo no me sirve una persona honrada.

—No hables huevadas —dijo el conductor, tomando el cigarro con la mano derecha; ya no necesita protección: el muchacho no es un asesino, es algo peor—. Esas cosas de honradez, de virtud, ya no existen. ¿Qué hay que llevar?

—Tengo una carga —dijo el muchacho, recitando las palabras como quien las ha preparado de antemano—. Hay que llevarla al sur, muy al sur —pronunció “muy” como si fuera de una importancia capital”—, y hacerla desaparecer.

“Mucho peor que un asesino”, pensó el conductor. “Buen dinero.”

—¿Qué es? —preguntó el conductor, con cierta repugnancia: en sus viajes, ha llevado de todo, pero aún le da asco saber a qué extremos ha llegado la humanidad.

—Digamos que es un contenedor —dijo el muchacho, con una sonrisa deforme—. Como un barril, lleno de desechos… desechos tóxicos — pronunció “tóxicos” como si quisiera espantar al conductor—, altamente contaminantes. Es peligroso que estén aquí —dijo, girando para ver la ciudad a sus espaldas, una constelación artificial—. Si se abre —nuevamente, el tono de voz que empezaba a inquietar al conductor—, muchos inocentes van a sufrir horribles quemaduras… mutaciones —las palabras no salían con fluidez, como cuando alguien miente sin estar acostumbrado—. Sus vidas se destruirían, ¿entiende? —los ojos del muchacho miraban ansiosos al conductor.

Quemaduras. Mutaciones. El conductor ha escuchado hablar de ellas, ha visto películas. Como si temiera quemarse, arrojó el cigarro y lo apagó con la saña de quien está pisando un bicho asqueroso.

—¿Y el Gobierno? ¿No ellos…

El Gobierno. “Ay, compadre, tan grandote y tan huevón”, pensó el conductor. “El Gobierno es quien ha producido estos desechos, quien quiere ocultar todo”, se dijo, mientras en los ojos del muchacho se reflejaban sus palabras: “Huevón, huevón”.

—¿Y cómo llegó eso a tus manos? —preguntó el conductor, tratando de hacer olvidar su candidez.

—Eso no importa —respondió el muchacho, con la decisión de quien no va a discutir detalles superfluos—. Lo importante, es que hay que sacarlo ya —como lo pronunció, pareció que estaba listo para partir: involuntariamente, el conductor miró alrededor buscando el barril con los desechos, brillando en la oscuridad.

—¿Y es cosa no es peligrosa de llevar? —preguntó el conductor: cosas más abominables ha llevado, así que si esto no lo va a quemar ni dejar estéril…

—Todavía no —respondió el muchacho, sonriendo otra vez con esa sonrisa deforme, que le daba un aspecto de Ángel de las Tinieblas. El conductor tenía razón: mucho, mucho peor que un asesino—. Pero queda poco tiempo. El contenedor está a punto de filtrar.

—¿Tú vas conmigo?— preguntó el conductor, en plan de afinar detalles.

—No te serviría de nada —respondió el muchacho, otra vez triste—. Tú puedes hacerlo solo. —Y el conductor pensó que, después de todo, la ruta al sur con semejante compañía no sería agradable.

—¿Y exactamente qué debo hacer? —preguntó el conductor.

—Esconder la carga, llevarla lo más al sur que pueda, y enterrarla. Ni siquiera muy profundamente, basta con que no esté a la vista —dijo el muchacho, recitando otra vez—. Eso sí, tampoco es cosa de que alguna bestia se vaya a tropezar con ella, y la vaya a desenterrar.

—¿Y de ahí, esa cosa no se chorrea, no explota? —preguntó el conductor, tratando de asegurarse de todos los detalles.

—No —respondió el muchacho—. Enterrada, no es peligrosa, y en el sur no hay nadie. Pero tiene que llevarla bien al sur, y enterrarla donde nadie la pueda encontrar, entiende, ¿no?

—Sí, sí —dijo el conductor—. ¿Nada más?

—Nada más —respondió el muchacho, como si le divirtiera la pregunta—. Pasar los controles, camuflar la carga, debe ser para usted cosa de todos los días.

“Los policías camino al sur también son hombres”, pensó el conductor, tratando de repasar los rostros que se ocultaban en su memoria, que miraban a otro lado mientras recibían los billetes, con pudor de monjas.

—¿Y voy a necesitar un traje especial? ¿Radiactivo? —preguntó el conductor, con cierta vacilación, recordando alguna película de desastre.

—Antirradiación —corrigió el muchacho, con solvencia—. No.

El conductor encendió otro cigarro: ya había decidido aceptar. Sólo faltaba acordar el precio. “El flete”, pensó.

—¿Cuánto me va costar? —preguntó el muchacho, como si le hubiera leído la mente.

El conductor mencionó una cifra elevada.

—Sólo tengo… —dijo el muchacho, mencionando otra cifra—. ¿No es bastante? —preguntó, desalentado.

El conductor lo pensó unos segundos. “De todas maneras, es bastante”, se dijo.

—Bueno —dijo, y adelantó la mano para sellar el pacto con un apretón. “Una mano fría y sudada, seguramente”, pensó el conductor. En lugar de una mano abierta, se encontró con un rollo de billetes.

—Cuéntelo, está todo —dijo el muchacho, con un inexplicable temblor en la voz: como si, de pronto, estuviera sintiendo los fríos del sur. Su cercanía le reveló al conductor un detalle curioso: su aliento tenía un ligero tufo a alcohol. El dinero estaba completo.

—No desconfías —le preguntó el conductor, mientras se guardaba el dinero.

—Lo que quiero que haga requiere que usted sea deshonesto —dijo el muchacho, haciendo un gesto con la mano. El conductor entiende, y le alcanza un cigarro—. Así que, ya que tiene el dinero, podría irse y no cumplir el trato —el muchacho dejó de hablar, mientras encendía el cigarro en la luz que brillaba en la mano izquierda del conductor—. Pero también requiere que usted tenga palabra, porque yo podría entregarle la carga, y usted dejarla a la salida de la cuidad, o a la vuelta de la esquina —el muchacho hizo otra pausa, mientras arrojaba lentamente una gran bocanada de humo—. Si va a traicionarme, es mejor que sea ahora; así, sólo pierdo mi dinero; pero si me traiciona después de que yo le entregue la carga, entonces se pierden las vidas de aquellos a quienes quiero proteger… y ya le dije —el muchacho hizo otra pausa, esta vez para aspirar su cigarro—, quemaduras, mutaciones…

El conductor comprendió. Por primera vez, empezó a ver algo de método en el comportamiento del muchacho, signos de una convicción profunda, de la fe de quien está convencido de que su causa es justa. “Un héroe”, pensó el conductor, “que lucha sólo contra el mal.” “Y yo, su secuaz”, se dijo, sonriendo, “Batman y Robin”.

—¿Entonces? —preguntó el muchacho. El conductor lo miro, con cierta admiración.

—Tú dirás —respondió.

El muchacho arrojó la colilla al piso y la pisó con impaciencia. El conductor supo entonces lo que iba a escuchar.

—Vamos —dijo el muchacho.

A pesar de que ya lo sabía, el conductor no pudo dejar de preguntar:

—¿Qué, ahora?

—Los que me dieron su nombre —decía el muchacho, mientras buscaba algo en el bolsillo de su casaca—, me dijeron que usted siempre está dispuesto a partir. De una vez —dijo el muchacho, mirando al conductor a los ojos. Lo que añadió lo terminó de convencer—: Más pronto se va, más pronto regresa.

—Bueno, vamos —dijo el conductor. Y juntos se dirigieron al camión.

—Abra la puerta de atrás —dijo el muchacho, con una voz extraña. El conductor no le dio importancia: ya sabía que el muchacho no era un asesino, sino algo mucho, mucho peor. Sin embargo, cuando abrió la puerta del compartimiento de carga, se asustó un poco, porque el muchacho no estaba. Ya iba a ir a buscarlo, cuando el muchacho llegó.

Parecía agitado. Subió aprisa al compartimiento de carga, y se dirigió a la parte delantera.

—Enséñeme el lugar donde guarda su carga —pronunció la palabra con un tono que le hizo comprender al conductor que no se refería a la carga normal—. Hay que hacer sitio.

El conductor sonrió. “¡Qué vivo!”, pensó, “se sabe todas las mañas”. Muy cerca de la cabina del conductor, el conductor levantó el piso, dejando a la vista un espacio largo y angosto, como una fosa.

—¿Entrará ahí la carga? —preguntó el conductor, con tono dubitativo.

—Seguro —dijo el muchacho, saltando dentro del compartimiento—. ¿Es seguro? ¿Nadie va a revisar aquí? —preguntó, con un extraño tono de voz.

—Nadie —respondió el conductor—. Una vez que lo cierro, el escondite queda como una tumba —añadió, haciendo una broma fácil.

El muchacho se quedó pensativo. Al principio, el conductor esperó en silencio: no quería interrumpir sus meditaciones, seguro estaría pensando cómo sacar la carga, cómo pasar desapercibidos dentro de la ciudad. Pero, después de unos instantes, el conductor empezó a tener la sensación de que el muchacho no estaba pensando en nada; más bien, estaba esperando. “Está haciendo tiempo”, se dijo, “¿pero esperando qué?” De pronto, los ojos del muchacho empezaron a cerrarse: se estaba quedando dormido.

—¿Y la carga? —le preguntó el conductor al muchacho, sacudiéndolo del brazo. El muchacho parecía a punto de quedarse dormido. Con torpes movimientos de borracho, buscó algo dentro del bolsillo de su casaca, y sacó un frasquito de plástico, blanco, con una etiqueta roja, vagamente parecido a un barril. El conductor retrocedió alarmado.

—¿Esa es la huevada? —preguntó, sin poder creer que tanta destrucción pudiera estar almacenada en un envase tan pequeño—. ¿El barril con la cosa radiactiva?

—Éste es un frasco de pastillas —respondió el muchacho, desde un lugar distante—, pastillas para dormir. Bueno, era —dijo, arrojándoselo al conductor, que se desvanecía en una niebla espesa— porque me las tomé todas, mientras usted abría la puerta de atrás. Con el alcohol, matan rápido; primero te sueñan, después te matan —seguía hablando, pero ya a las nubes de colores que flotaban delante de él. Desde otra dimensión, el muchacho oyó el eco de un trueno sordo, que rebotaba infinitamente en las montañas que ahora caían sobre él: “¿Y la carga? ¿Y la carga? ¿Y la carga? ¿Y la carga…”

El muchacho apenas podía hablar, porque su boca era el desagüe de un río de espuma blanca y ácida, tóxica como las emanaciones que se escapan por las grietas de las tierras volcánicas. Sin embargo, mientras se desplomaba dentro de la fosa oscura, sacudido por violentas convulsiones, alcanzó a pronunciar unas palabras, que el conductor pudo comprender bien:

—¿La carga? La carga soy yo.

Texto agregado el 08-01-2010, y leído por 147 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-01-2010 Excelente relato, intenso y atrapante, de principio a fin y con un cierre espectacular. viento_de_oriente
 
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