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Todas las mañanas, puntualmente, cuando el sol se despega de las paredes e ilumina las hojas del álamo de la esquina , él aparece despacio, arrastrando una silla vieja por el suelo desparejo.

Jacobo debe tener casi setenta años; es delgado, su cara arrugada esconde un par de pequeños ojos azules entre sus pliegues. Va mal afeitado y desdentado, y camina encorvado y tambaleante mientras avanza con su silla de mimbre.

Cuando está seguro de haber llegado al lugar que siempre elige, afirma la silla con cuidado y se va parando despacito sobre ella; primero el pie izquierdo, (las dos manos agarradas del respaldo), luego el derecho (la espalda sigue encorvada) y por último levanta el tronco hasta donde puede.

Cierra los ojos. Algunos curiosos se acercan. Después de unos segundos, alza lentamente los brazos, que quedan lejos de estar en cruz, y su boca pronuncia una especie de mantra:

- Eeeehhhhh

Naturalmente, los curiosos aumentan. Se acercan en silencio, desconfiados, girando la cabeza como aves, inseguros de quedarse o de irse. Pero un segundo llamado los convoca y los convence:

- Eeeehhhhh

Ahora sí. Ahora que está seguro de la atención ajena, Jacobo entreabre los ojos , y con su mano izquierda busca algo en el bolsillo superior derecho de lo que alguna vez fue un costoso saco de invierno.

Extrae de allí con infinito cuidado un libro pequeñito, de tapas color verde y hojas amarillas, tan pequeño que podría sostenerlo en cualquiera de sus dedos. Usa los cuatro, sin embargo, dos pulgares solemnes y dos índices ágiles , para abrirlo en una página cualquiera. Abre entonces completamente unos ojos redondos que parecen ahora salirse de la cara, y mira fijamente a su improvisado auditorio. Entonces de su boca sale un tobogán por donde se tiran las letras, que abajo se amontonan y forman un discurso

Jacobo les relata la historia de ese pequeño libro sagrado, escrito por los sumerios en papiros, encontrado por los romanos en Lusitania, comprado y reescrito por un apóstol que necesitaba inspiración, escondido por los mongoles como libro maldito, celosamente custodiado por los rusos. La gente abre los ojos, y Jacobo continúa: el libro fue quemado parcialmente en la reforma luterana, modificado por Lacan en sus primeras experiencias profesionales, corregido por un oscuro ayudante de Einstein. El libro contiene las verdades que nadie jamás escuchó, los secretos de la vida y de la muerte, la explicación perfecta de las cosas, la revelación del sentido de ese grupo, que se mueve inquieto alrededor del profeta sobre la silla.

La gente es ahora una masa inquieta, un cuerpo que opina, que pregunta y que cuestiona; y Jacobo responde sin fisuras cada vez. Y cuando el libro va a abrirse en la página divina, la multitud comienza bruscamente a dispersarse. Giran hombres y mujeres rápidamente sobre sí mismos y se alejan casi corriendo de la silla de Jacobo.

Él baja los brazos, resignado, guarda de nuevo el librito en el bolsillo, apoya los pies otra vez sobre la tierra; y no se apura. Ni siquiera cuando el enfermero del psiquiátrico le recuerda, empujón mediante, que ya es la hora del almuerzo.

Texto agregado el 06-01-2010, y leído por 57 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
06-01-2010 Es un buen cuento sobre el alucine de Jacobo y su libro emblemático. Gatocteles
 
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