La perversión de Evaristo Tomé parecía inofensiva para cualquier criatura no ortóptera; es decir: para todos, menos los saltamontes.

Ocurría que desde el inicio del verano Evaristo Tomé descubrió una zona exuberante donde pastaban sus vacas con sus huestes de moscas desquiciadas. Ahí perdió por completo las riendas del pudor y le dio por encuerarse para recibir de lleno el viento en su cuerpo enorme y redondo como bola antropomorfa.

El paso natural fue acostarse sobre el pasto y algunas hierbas en las que reposaban apacibles decenas de saltamontes. Y ya quieto como chipote terráqueo, no tardó mucho para entrarle al pulque atascado en unos cueros curtidos por su abuelo Don Evaristo Noé.

Así que el apacible heredero de la lechería “De la Vaca a la Panza” se convertía todas las tardes en el exhibicionista perverso que violentaba la pax romana de los saltamontes, quienes evadían el tonelaje del coloso y bregaban entre sí por el señorío de las hierbas de las que se alimentaban y que les servían de atalayas y “hebras de meditación”.

Sin embargo una ocasión ocurrió algo que ni siquiera imaginó Evaristo Tomé. Fue una tarde en que el sol salpicaba llamaradas encabritadas y no sus rayos nutricios. El hombre se despojó de sus prendas con la gracia de una doncella del cuaternario y no reparó en que estaba libre de bichos el sitio donde se tendía para aletargarse con sus curados de guayaba.

Así que se acostó y le entró sin rubor a las “babas de chamucho” estigmatizadas por su abuela Queta. Una hora después ya roncaba con el pelambre expuesto a los elementos; pero de súbito sus oídos se obturaron por el sonido sin sonido de una nueva dimensión.

Abrió los ojos y descubrió una hilera rigurosa en torno a su cuerpo digno del pleistoceno: era un ejército en pleno de saltamontes inmóviles que lo calaban con sus ojillos rojos de hebras amarillas.

Así fue como Evaristo Tomé se restregó los ojos aún abotagados por los efectos del pulque y quiso incorporarse para averiguar de qué se trataba el asunto; pero decurias de saltamontes iracundos lo obligaron a taparse la cara con espanto, mientras cada centímetro de su piel rolliza calibraba las patitas violentas de los insectos que pretendían cobrárselas todas de un tirón.

De nada sirvieron los manoteos torpes de Evaristo Tomé, pues los saltamontes parecían imbuidos de un radar contra natura que esquivaba los golpes; de manera que el invasor lanzó un grito aterrorizado hacia la vastedad del valle y perdió el conocimiento mientras cerca de allí sus vacas seguían rumiando su pasto con desdén.

Evaristo Tomé despertó hasta que el sol ya se desmadejaba tras las montañas. Se hallaba entelerido y con el rostro y el cuerpo marcados por miles de raspones minúsculos de los animalillos que aguardaban replegados en los intersticios de la hierba en espera de la capitulación del enemigo o del inicio de la auténtica batalla final de los saltamontes contra el hombre…