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Pendejin

Cada vez que planeaba llevarme a algún lado, papá empezaba a comentarlo con entusiasmo por todas partes dos meses antes. Un entusiasmo que, me di cuenta la noche del velorio cuando lo vi sonriente dentro del cajón, mostraba para todo lo que hacía, fuera lo que fuera. En verdad, a mi viejo todo le importaba un carajo, como las personas que no esperan nada porque en el fondo no creen en nada. Incapaz de concentrarse en serio para hacer algo, era habilidoso en la actividad que fuese y no duraba en ningún empleo fijo. Así, cualquier cosa que le llegaba era maná del cielo: desde unos pesos que no pen-saba cobrar, hasta el sodero regalándole un cajón de sifones azules a cambio del arreglo que necesitaba su camioneta Dodge demasiado vieja.
-No sabés la sorpresa que tengo para vos, pendejín.
Decía al volver a casa después de sus variadas changas, entrando la bicicleta por el hall chiquito, gorra en alto, saludando triunfal. Mi hermana y yo hacíamos los deberes escuchando a Tarzán por la radio mientras mamá, que apenas le dirigía la palabra desde que teníamos memoria, tejía como una autó-mata pegada a la estufa a querosén.
-Vas a ver, repetía, cada vez en voz más baja y distraída, perdién-dose hacia el fondo para ver si habían florecido los malvones o a las calandrias peleándose por lombrices.
-Vas a ver, insistía rato más tarde, como si retomara la conversa-ción, reapareciendo en la cocina: el diario bajo su brazo, los pies con medias agujereadas, pava en mano derecha y mate en la zurda. Le daba un beso en la frente a mi madre que apenas si lo miraba y dejaba unos billetes sobre la mesa con la frase:
-Para la Reina de esta casa
Después se iba hacia el hall y desparramaba su metro noventa en el sillón, apoyadas las piernas en la punta de la mesa llena de libros y cuadernos e insistía:
-Vení, mirá lo que te traje, recitaba con voz que suponía de mago Mandrake, cubriéndose la cara con La Razón 5ª, prestada por nuestro vecino Don Gabriel. Cuando me tenía cerca, mis ojos asombrados, hacía aparecer un paquete de figuritas donde siempre estaba la difícil, una moneda inglesa, es-tampillas de la India con dibujos de elefantes o un pañuelo verde y otro rojo, de los que usaban los guardas ferroviarios. Mi hermana entonces se ponía a llorar y él le regalaba dos medallones de menta recubiertos de chocolate o bananitas Dolca. De fondo, la vieja rezongaba que después no comíamos la cena.
Un domingo a la mañana, mientras tomaba mate agachado en la mesa de la cocina, jockey a punto de llegar al disco, la pelada desnuda, los ojos entrecerrados, me gritó que esa tarde a las tres nos íbamos los dos juntos, cosa de hombres, según lo prometido.
Yo desplegaba en ese momento las tropas de soldaditos para el desembarco de Normandía desde la pileta del lavadero, y lo escuché con raro entusiasmo, porque resultaba raro verlo cumplir promesas. Mi madre había lle-vado a Luisa hasta la infaltable misa de nueve.
-Usted se lustra los zapatos nuevos, se baña con agua bien caliente y le pide a su madre que lo vista como para un cumpleaños, ¿sabe? y le pide cinco pesos. ¿Entendió pendejín?. Usted no se va a olvidar nunca de esta tarde, pendejín, ya va a ver.
Su voz bajó desde la ventana que daba al patio, es decir que no me podía ver pero descontaba mi atención. Mi cuerpo haciendo equilibrio en el borde de la pileta, agarrado apenas de la canilla de bronce para sentir en carne propia los vaivenes del mar antes de la batalla de mis columnas, lo divisé entre pliegues de cortina a cuadros. Sin anteojos, aquel hombre fabulador y fabuloso, solamente distinguía sombras amarillas. Tal vez por eso era capaz de soñar con piratas, aviadores o campeones de ciclismo.
Volvió mi madre de la Iglesia y le dije que me peinara. En el espe-jo del baño, mi pelo bien engominado que la vieja peinaba mejor que el suyo, brilló de goina. Sus manos olorosas a jabón blanco acomodaron mi corbatita es-cocesa con elástico al pequeño cuello de mi camisa para salir. Sonreí canchero y apreté los cinco pesos que, lo sabría años después, tanto dolieron a esa mujer silenciosa, llena orgullo por su hijo, ahí atrás.
Fue en ese momento cuando pensé lo que tanto me haría arrepen-tir, solo por esa vez, respecto a la seriedad de mi padre. Ya lo creo.
Salimos a la calle de tierra recién regada y subimos a la chatita que nos facilitaba el tío Pedro, hermano de mi madre, de tanto en vez. El viejo tenía su cara bien distinta, despejada, como si al fin estuviera despierto después de haber dormido bien, como si todos los problemas que le arrugaban el ceño, se hubieran disipado. Debí darme cuenta en ese momento y reconocer a un hom-bre feliz, que no se ríe como un boludo, que está en paz.
Por algo no pregunté más nada, mientras anduvimos rato largo por caminos de tierra que hasta me parecieron salidos de la televisión, monta-ñas medio coloradas, barrancas de mucha altura. Al fin frenamos cerca de una casa que parecía abandonada.
El viejo sacó un cigarrillo, ni me miró por las dudas. Lo prendió con un fósforo de cera frotado en la uña del dedo pulgar. Pasaron cinco minutos que parecieron dos horas, el sol volviéndose rojo en el horizonte, el olor a bosta, un sonido de agua lejana. Por la ventanilla de vidrio bajo vimos venir al jinete a través del campo alto de yuyos. Llegó hasta unos diez metros, a contraluz, se apeó del animal blanco como la nieve y ahí estuvo su figura altísima como nun-ca imaginé en las películas, la cara perfecta, esa sonrisa gitana, sombrero em-polvado.
Mi viejo se bajó de la chata y fue a su encuentro. Me temblaban las piernas. Los dos se abrazaron y yo me acerqué sin creerlo. Yul Brynner apartó el sombrero de su calvicie, rió para atrás, vino a mi encuentro. Tenía olor a hombre de verdad y dijo pendejín con acento increíble. Con brazos acostum-brados a la acción me subió al caballo. Montó sin dificultad y taloneó muy des-pacio al animal. Apenas me di vuelta una vez para ver a mi padre, ese mentiro-so, saludarnos brazo en alto. Era bien entrada la noche cuando volvimos. El vie-jo había encendido unas ramas, cazado tres palomas que se asaban despacio y esperaba sentado, color bronce. Yul Brinner aceptó mis cinco pesos por la vuel-ta, comió con nosotros, dejó que lo mirara acordarse de otros cielos sin decir nada. Se despidió de papá con otro abrazo y antes de irse me dejó un apretón de manos que todavía siento antes de dormirme.

Texto agregado el 20-11-2009, y leído por 138 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-09-2010 Una historia narrada de la manera que me gusta y emociona. escofina
20-11-2009 ¿Seguro que era Yul Brinner? ¿No sería Roy Rodgers o El LLanero Solitario? De todos modos, felicito a tu memoria. Buen texto, amigo. Salú. leobrizuela
20-11-2009 MARAVILLOSOOOO!!!! ********** pintorezco
 
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