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José, el mulato en el que los años comenzaban a mostrar la nieve acumulada en sus motas, estaba sentado sobre el piso de adoquines del patio, con la espalda apoyada en la pared.
Repasó por enésima vez el bruñido cañón del trabuco naranjero, como si quisiera arrancarle con el paño recuerdos de la gesta que justificó vivir los últimos años, después de la muerte de su hermano y amigo.
Besó el arma que había permitido su venganza y la apoyó cual joya sobre el terciopelo rojo del estuche.
Cobrarse la vida del matador de su hermano fue el objetivo que lo impulsó a seguir viviendo; su única razón.

Se puso de pié con la dificultad que sus músculos acalambrados tributaban al invierno de sus huesos y saboreó una mora que arrancó del árbol enorme que seguía estando en medio del patio.
Su paladar percibió el gusto nunca olvidado de cuando juntos subían por sus ramas para atracarse con los sangrantes frutos y cosechar algunos para los dulces de su mamita negra, cocinera de los Dorrego y amor secreto del padre de ambos. Tomó algunas bayas más y volvió a sentarse.
Su amo blanco, medio hermano y amigo entrañable más allá de la diferencia de color y situación, su compañero de juegos infantiles y aventuras adolescentes, aportó la tibieza de su presencia en el resabio de esas moras, en los dedos teñidos por el jugo, en el perfume de la fruta.

Otro aroma, el de las tortas fritas llegaba de la cocina y lo invitaba a acercarse para el mate; pero no se movió. Miró a su compañera de piel azabache que seguía al servicio de la viuda de Manuel. Se habían conocido cuando su patrón noviaba con Angelita; el día que el ama la llevó como acompañante para asistir a una de las veladas literarias y musicales frecuentes en la casa señorial.
¡Mate y tortas fritas! Tantas veces compartidas con Manuel al regresar, después de haber presenciado un juego de pato, una riña de gallos o una corrida de toros.
En una de las lidias habían visto al estúpido jovencito que saltó de las gradas a la arena para enfrentar al toro en un acto de total insensatez. Esa necia acción le valió el apodo de “Espada sin cabeza” al hombre que sería después el matador de su hermano, el odiado Juan Lavalle.

Desde la posición en que se hallaba sentado veía como el sol de la mañana de primavera penetraba la ventana de la cocina iluminando las paredes blancas que parecían irradiar alegría. El perfume de los jazmines y el canto de un zorzal se sumaban al agasajo que merecía la hazaña que Mandinga le había inspirado y guiado para concretarla. Sin embargo no sonreía; no sabía de alegrías porque aún era grande la tristeza que seguía habitando la casa huérfana de la vivaz actividad que le había impreso en vida el patrón.

Desde el fusilamiento no hubo más fiestas. Para acompañar el dolor del ama, su negra mujer nunca dejó el luto. Las navidades pasaron a ser sólo el recuerdo de aquella fatídica del veintiocho cuando, pocos días antes de los festejos del Nacimiento del Salvador, su hermano se encaminó al abrazo mortal enfrentando el pelotón a pecho descubierto, para que el plomo de los fusiles se fundiera en su ardiente corazón y la tierra de Navarro se tiñera con su sangre de valiente patriota.
El calendario de sus vidas quedó clavado en la fecha en que murieron las risas y la música. Aún parece resonar en la casa el tañido apenado de las campanas fúnebres. Por mucho tiempo las ventanas habían permanecido cerradas y cada uno hablaba sólo lo imprescindible, en voz baja, como si el pronunciar palabra aumentara el dolor de sus espíritus acongojados.
Luego del funeral, Angelita le dijo que Manuel había perdonado a sus matadores. Pedía a sus amigos y colegas que no tomaran represalias y le entregó el trabuco que su esposo le había dejado como legado, para que defendiera a las niñas.

Ese día José tomó la decisión que trazaría cada uno de sus pasos durante los siguientes catorce años. Decidió por primera vez desobedecer a su amo y medio hermano. Abrió las puertas de su corazón para dar entrada al maligno con su bagaje de odio y deseos de desquite. Su mente comenzó a internarse en la senda de la enajenación que lo llevaría a un pacto con el diablo. No le importaría luego entregarle su alma.
Sus ojos parecían arrojar fuego mientras maquinaba la venganza. Sentía que el ansia de matar a Lavalle hacía bullir su sangre que volvía a correr - otra vez joven – con la fuerza que el diablo le otorgaba.
En cumplimiento del plan se enroló en las filas federales para luchar contra los salvajes unitarios y abandonó su familia para seguir a la caza del general odiado. El espíritu del exterminio guiaba sus pasos, sin prisa y sin pausa pero con la certeza de no fracasar. Sintió malsana alegría cada vez que mató un unitario y cuando sus pesadillas le traían los cadáveres sin rostro de sus batallas fratricidas. En sueños de vigilia recibía la visita de Satán que le aseguraba invulnerabilidad en la batalla, protegido por las fuerzas secretas encargadas de guiar o alterar a su favor los acontecimientos, permitiéndole actos de arrojo que le valieron el ascenso a sargento.

Esa tarde una víbora había cruzado delante de su caballo. José sabía que ella era el vocero de esos espíritus y por eso no se sorprendió cuando, por la noche, al entrar a la ciudad comandando el grupo de avanzada, sus pasos fueron guiados hasta la casa que era la guarida del destinatario de su odio. La diabólica revelación le permitía descubrir lo que ocurría dentro de ella. Vio como el militar se revolvía en la incomodidad del catre, torturado por el recuerdo del infame fusilamiento, impávido ante la juventud y belleza de su amante que dormía en la misma habitación.

Ninguna nube opacaba la serena noche jujeña. La luna penetraba las tinieblas de las calles angostas mientras la partida federal se acercaba a la casa. José sabía del arrepentimiento del general, pero su pacto ya no tenía retorno.
Los ruidos que producía la tropa al acercarse a la casa seguramente lo habrían despertado. Supuso que estaría espiando detrás de la puerta, viendo las figuras cuyas sombras espectrales se movían alumbradas por la luna que se había asomado para presenciar el histórico cuadro.
Lucifer dio la orden y José no dudó. Se adelantó y disparó el pistoletazo contra el ojo de la cerradura. La puerta se abrió mostrando a Lavalle tambaleante mientras la sangre salía a borbotones de su garganta. El ángel de las tinieblas había cumplido su parte. Antes de que el cuerpo cayera pesadamente decenas de disparos lo atravesaron.

Había regresado de Jujuy pocos días antes. La fama lo había precedido. En Buenos Aires, sus colegas de las montoneras federales lo llamaban “El héroe de la cerradura”.
Cobrarse la vida del matador de su hermano fue el objetivo que lo había impulsado a seguir viviendo; su única razón para seguir en este mundo.
¿Por qué será que una vez alcanzada la meta, el espíritu decae? Ya no hay ansias, ni deseos, ni tristezas, ni alegrías, ni miedos, ni cuidados, ni nada.
Ni siquiera remordimiento. Los días pasan a ser uno igual al otro.

De improviso, nubarrones cargados de negrura comenzaron a cumularse en el cielo como presagio fatídico. La sombra cubrió el patio y opacó los adoquines.
José pensó en cerrar la tapa del estuche para proteger el trabuco ante la inminente lluvia. No lo hizo, sino que lo sacó y lo sostuvo en su mano, contemplándolo una vez más.
Ese pistolón de reluciente bronce, con culata de fina madera labrada, había sido el custodio de la seguridad de la familia Dorrego. Luego se había convertido en herramienta de desagravio y reparación al dar muerte a Lavalle. Finalmente, en manos de Satanás, pasó a ser el instrumento que sirvió para sellar el pacto.

El cuerpo del mulato se inclinó a la izquierda para caer luego hacia delante. La sangre que fluía sobre el piso ya había comenzado a ser diluida por el aguacero cuando la esposa de José llegó junto a él, alertada por la detonación.
-¡Cosa e’ Mandinga! - exclamó la negra entre sollozos, mientras
se santiguaba al ver la siniestra expresión de sus llameantes ojos que aún estaban abiertos. Luego escupió en la cara del difunto, como le había enseñado su madre africana, para que el diablo soltara su alma.

Texto agregado el 10-11-2009, y leído por 292 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
07-02-2010 cuando te leo lo hago con placer sin importar si has conjugado mal algun verbo u adjetivo. realmente eres muy bueno amigo***** fabiandemaza
15-01-2010 Buena la historia que, por previsible, no pierde valor de conjunto. Me gusta el estilo, aunque te diría que revises la profusión de adjetivos y algunos lugares comunes que desmerecen el texto. Salú. leobrizuela
03-01-2010 Narras excelente y la trama atrapante, me encantó=D mis cariños dulce-quimera
15-11-2009 Ya estoy habituado a tus historias, tu buen trabajo y excelente narrativa. Felicitaciones. Catman
12-11-2009 Magnífico texto!!! ***** MariBonita
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