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Spencer, un viejo perro Rottweiler, yacía tirado en el patio de su casa. En sus ojos se leía la desesperanza. Ya era un can viejo y sus dientes habían desaparecido por completo. Eso lo tenía deprimido, ya que su naturaleza bélica se contraponía con esas fauces despobladas, “fauces de salva”, se decía él, amargamente.

Recordaba sus antiguos lances, como aquel en que había perseguido por varias cuadras a un ladronzuelo, el que desesperado, se arrojó al río y allí aguardó aterido, hasta que el perro se aburriera y se fuera. Otra pelea épica la había sostenido con un imponente animal, del cual carecía de señas, puesto que no son los perros, sino los humanos, los que le colocan nombres a todas las cosas. Había sido un encuentro sangriento, ambos, se habían despedazado a mordiscos y ninguno amainaba su ferocidad. Fue una cruenta disputa, hasta que una mujer apareció con un balde repleto de agua fría y se la arrojó sobre sus pelajes sangrantes. Spencer, casi perdió una oreja, la que le fue cosida en un centro veterinario. Las otras heridas, cicatrizaron en su lomo, cual galardones que lo ungieron como el más fuerte.

Ahora todo le parecía triste, ya casi no lo acometía ese impulso frenético de arrojarse sobre todo lo que se moviera. Odiaba esa papilla insulsa que le dejaban en su plato y le parecía más insultante aún la presencia de pájaros y gatos, los que pasaban delante suyo sin el menor temor. Claro, de seguro debieron informarse de su desdentada condición y ahora deambulaban ufanos, a sabiendas que no corrían riesgo alguno.

Algunos tipos de rostro adusto y fornidos cuerpos, pasaban a ciertas horas por la acera. Eran seguramente trabajadores de alguna fábrica cercana. Spencer los había visto encorvarse con el paso del tiempo y recordaba cuando, unos cuantos años atrás, los tipos saltaban despavoridos apenas él asomaba su fiera estampa sobre los barrotes. Pero ahora, ya casi ancianos, cuando Spencer corría desaforado a ladrarles con furia, los sujetos se reían a carcajadas e incluso colocaban sus manos para que él apretara sus fauces sobre ellas. Y un perro, muy perro será, pero intuye cuando intentan burlarse de él.

Hasta que algo casual indicó el inicio de una nueva esperanza para Spencer. Uno de los amos del rottweiler, Julio Pradaos, era un experto en artes marciales y siempre se le veía portando manuales, en los que aparecían lecciones gráficas de Karate Do, Kobudo, iaido y tae kwon do y muchos más. El can, se interesó de inmediato en estas disciplinas, aún más cuando vio a su amo realizar posturas que amedrentarían al más pintado. Y, como Spencer era un perro voluntarioso, aprovechó todas las instancias para contemplar las escenas de los libros, y que su amo había dejado a su alcance, involuntariamente.

Tras unas cuantas semanas de aprendizaje, Spencer había aprendido a realizar enrevesadas figuras con las que pudo inmovilizar primero a un pájaro carpintero, el que le clamó perdón, mientras la robusta pata de Spencer le oprimía el gaznate. Luego fue un gato, el que clamó perdón, mientras su cabellera encanecía al instante, producto del terror.

Tiempo después, y cuando calculó que era la hora en que pasarían los obreros, se apostó a un costado de la reja y allí aguardó con paciencia oriental. Un par de minutos después, sintió las risas groseras del grupo y se puso en guardia. Cuando los tipos pasaron delante de la reja, Spencer les lanzó furiosos ladridos. El más arrogante de los hombres, le gritó una grosería y luego, introdujo su mano grande y sucia por entre los barrotes. Esto era lo que esperaba que hiciera el perro. En un movimiento indescriptible, Spencer asió con sus mandíbulas aquella manaza bastarda y girando sobre sí mismo, logró que el tipo de diera una vuelta de carnero y se desplomara en medio de atroces quejidos. Los demás sujetos, perplejos, se apartaron de la reja, auxiliaron al caído y luego apuraron el paso, mirando para atrás en repetidas ocasiones.

Nunca más los gatos alborotaron su sueño, ni los pájaros descendieron de sus árboles para picotear en su plato. Con respecto a los tipos aquellos, nunca más deambularon por dicha calle. Desde entonces, Spencer durmió plácidamente dentro de su casucha con una sonrisa dibujándose en sus comisuras. Hasta aprendió a comer granos enteros, recuperando de manera inmediata toda su dignidad perdida…










Texto agregado el 06-11-2009, y leído por 212 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-11-2009 Ahí vas, Gui...pero te falta un poco más...2* Murov
06-11-2009 Gran reflexión, t metistes en los zapatos d un perrro, jeje. Saludos. jonathanc
 
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