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Pedro Martínez se dejó caer al suelo de cara (porque no se agachó, literalmente se lanzó) y miró debajo del armario. Sólo encontró un pasaje oscuro, lleno de pelusas, polvo acumulado en bolas y nada más. Se adelantó arrastrándose y miró debajo de la mesilla, tampoco había nada más que suciedad sobre el parqué.
(No puede… no puede ser)
Se puso de pie de un salto. Era un hombre alto, algo encorvado, ancho de hombros y de rasgos cuadrados. En ese momento, no obstante, tenía la expresión de un niño y estaba pálido, a pesar de que su piel tenía un envidiable bronceado natural.
Revisó sobre la mesilla, solo vio un viejo reloj, papeles acumulados y dos lapiceras que ya no funcionaban. Se fijó entre los papeles como un energúmeno, sintiendo que la transpiración helada le caía sobre la frente. Después se dirigió al armario de doble puerta. Abrió una de ellas y revisó en el suelo y el estante superior. Nada. Cuando fue a abrir la segunda, lo hizo con mayor cuidado. A la hora de revisar, fue la misma locura la que movió sus manos y sus ojos.
La llave no estaba en ningún lugar.
A la mañana había notado que no estaba en el cerrojo del armario y desde entonces la había estado buscando. Había empezado por los lugares más lógicos, la habitación, el baño de junto, el pasillo que llevaba hacia la cocina… a eso del mediodía, cuando se empezó a desesperar, la buscó en la cocina, en el living, bajo el sillón, en cada cajón de la cocina, dentro de cada bolsillo de cada pantalón. Cerca de la tarde (y cerca de un ataque de nervios) la buscó dentro de la heladera, en sus zapatos, en la cama, adentro de cada caja en donde todavía había porquerías sin desempacar de la mudanza.
Se había asomado afuera. La nevada había empezado dos días atrás y todo Bariloche celebró el espectáculo blanquecino, pero ya se había acumulado una capa de nieve de más de treinta centímetros. Eso transformaba a la casa de Pedro en una especie de punto aislado del mundo, el camino cuesta abajo estaba abnegado y probablemente la ruta también lo estuviera por orden municipal. Las barredoras no pasaban… debían estar de paro o algo, no sería la primera vez. No recordaba haber ido al cobertizo pero, si lo había hecho, quizás se le había caído la llave, aunque tampoco recordaba llevarla con él… nunca la llevaba con él, era demasiado arriesgado.
Cuando la tarde empezó a oscurecer, todo le parecía lógico y posible. La línea que separaba lo racional, esa que le habían enseñado a reconocer desde la adolescencia, lo había traicionado y había desaparecido. Ahora todo era lógico y racional. Con el frío golpeándole las mejillas, hundiendo los pies en la nieve, se dirigió al pequeño cobertizo de madera. Lo abrió sin esperanzas, y buscó entre las palas, las cajas, la sierra eléctrica. Se desesperó. Buscó en los estantes superiores, entre la suciedad, metiendo la mano en lugares que antes había visto con asco mientras pensaba en contratar a un fumigador cuando terminaran las nevadas.
(No… no puede ser… estaba ahí… anoche estaba ahí…)
Ahora estaba sentado en la cama, observando al armario con los ojos secos. En su mano tenía un calendario, había estado revisando la fecha, quizás había un error… pero no… no había ninguno, jamás cometía un error… era jueves, y el número 23 estaba marcado con un círculo rojo, al igual que todos los jueves de todos los meses del año… jamás había cometido un solo error, no con eso.
Y ahora había perdido la llave.
Por un segundo, mientras el silencio de la noche se instalaba como el peor de los enemigos, pensó que no la había perdido, sino que había desaparecido. Su mente revuelta se dedicaba a imaginar más que a pensar. Todavía quedaban algunas horas antes de las 11:30 pero, ¿qué caso tenía?, había buscado hasta adentro de los macetones que la nieve no había cubierto. Pensó en palear la entrada y el camino hacia el cobertizo, pero hubiera sido perder tiempo valioso… si la llave estaba enterrada en capas y capas de nieve, no la hubiera encontrado. La había perdido.
Tuvo un instante filosófico en el que pensó que un hombre podía correr y esconderse todo lo que quisiera, podía agitar las manos y esquivar la oscuridad… pero finalmente el terror siempre terminaba por atraparlo. No importaba cuanto corriera, cuanto gritara, cuanto se esforzara por escapar… el terror siempre te atrapaba, tomándote del tobillo y haciéndote caer al suelo. El miedo siempre está allí, expectante, acaso es lo único que no desperdicia ninguna oportunidad, porque el miedo no duda. A cualquier falencia, a cualquier error, el miedo sabe cómo actuar. Es por eso, es por su habilidad para escarbar en la mismísima alma humana, que siempre termina por atraparnos.
Pedro miró el armario y apretó el calendario:
- No… no todavía- murmuró.
Si el terror iba a atraparlo, al menos iba a darle pelea. Ese era uno de los consejos de su viejo… no decía exactamente así, pero el sentido era el mismo, y a lo largo de toda su vida Pedro Martínez nunca se había dejado ganar:
- Puedo tapearla- murmuró.
Si, era una opción.
Se puso el abrigo (en la noche el frío cortaba como cuchillos oxidados) y salió a la intemperie. Estaba nevando, y no dudaba que al día siguiente habría otro centímetro más de nieve que entorpeciera el paso. El cobertizo era una sombra lejana, casi un espejismo, pero fue cobrando forma a medida que el hombre se acercaba.
Antes de abrir la puerta chequeó su reloj pulsera. Las nueve en punto. Genial, no había problemas todavía. No hasta las 11:30, cuando… el solo hecho de pensar en eso hizo que el frío se intensificara como una corriente eléctrica.
Adentro del cobertizo encontró un martillo y un frasco de café lleno de clavos, pero ninguna tabla. Buscó, revolviendo toda la basura, pero apenas encontró unos pedacitos de madera que no le servirían para nada. Se llevó las manos a la cabeza y se sintió mareado y febril… pero no podía darse el lujo de desmayarse. No en ese momento. Otra vez pensó en la llave y en lo fácil que hubiera sido todo si no la hubiera perdido
(si no hubiera desaparecido).
Fácil cómo era todos los jueves a las 11:30. Solo cerrar la puerta del armario. Nada más que eso. Ahora era la primera vez que estaba sin la llave y no tenía ni idea de lo que podía ocurrir, la oscuridad no tenía forma.
Tomó el frasco de clavos y el martillo y volvió corriendo a su casita. Adentro el calor era notable (había encendido todas las estufas), se quitó el abrigo y lo lanzó sobre el sillón. La casa tenía todas las luces prendidas (hasta la del baño) pero así y todo parecía envuelta en una oscuridad pesada que se comía todo lo que estuviera adentro. Pedro se sintió enfermo.
En el cajón del baño, donde había aspirinas, laxantes y antiácidos, encontró un rollo de cinta aislante. De pronto recordó su infancia, cuando quería armar una casa de árbol, pegando las paredes y el techo con cinta, pegamento escolar y algunos clavos. La inestabilidad de una construcción tan infantil era notoria y la casita no tardó en derrumbarse, pero estaba bien que así fuera, porque era un niño. Pero ahora era diferente. Ahora las cosas tenían que funcionar:
- Cinta…- murmuró, mirándola- Cinta…
Corrió hasta su habitación y empezó a pegar la puerta del armario con cinta aislante. Se ocupó de cada borde con largos trozos de cinta, después los intercaló con algunos perpendiculares, creando a fin de cuentas una verdadera obra de arte. Las últimas instalaciones fueron reacciones de un hombre histérico, y cuando observó su obra supo que él mismo podría tirar la puerta abajo si se lo proponía. Era sólo cinta…
Miró su reloj. La idiotez le había consumido casi 45 minutos:
- Esto no va a aguantar- se dijo, y su voz resonó como un eco en la casa- Tengo que conseguir… Dios, tengo que conseguir madera.
Así que fue hasta el baño, midió la resistencia de la puerta y le pegó una patada en la parte baja. Al principio no consiguió nada más que un dolor de tobillo, que probablemente le dolería más al día siguiente, pero dos patadas más acabaron por partir la delgada puerta. Las astillas volaron por todos lados como semillas puntiagudas, y con desesperación arrancó pedazos de puerta, que eran como estacas. Se cortó la mano, pero no le importó.
Volvió a su habitación (si yo logré romper la puerta del baño de dos patadas…) y clavó los pedazos de madera sobre la puerta del armario, era un tapeado improvisado. No se permitía ser pesimista. No en ese momento. Las opciones no eran alentadoras: podía quedarse a pasar el jueves 23 en su casita, o podía correr como un energúmeno por la nieve colina abajo, hasta llegar a la carretera… hacer dedo… esperar que alguien se detuviera en la helada noche y lo subiera y lo llevara a la ciudad, para hospedarse en un hotel. Pero, a fin de cuentas, sería lo mismo. A cualquier lado que fuera habría puertas… y detrás de las puertas estaba… estaba…
No quería morir congelado, de eso estaba seguro. ¿Y de cuanto era la temperatura afuera?, no lo sabía, pero apostaba a que no llegaría hasta la ruta con los pies enterrados en la nieve antes de que la sangre en sus venas se transformara en helado.
Si no hubiera perdido la llave… de repente sintió un odio desmesurado por la llave, como si lo hubiera traicionado en el peor momento. Como suele ocurrir en medio de la desesperanza, sintió una amarga mezcla de odio con tristeza, escuchó a vocecilla en su cabeza que le decía que todo iba a terminar mal, que no se esforzara, que conocía la regla de oro: tarde o temprano, los miedos te atrapan. Tarde o temprano.
Las 11. Clavar las maderas le había llevado más tiempo del que había calculado y afuera se había instalado la noche fría y cruda. Todavía nevaba. No quería prender el televisor para enterarse de la temperatura porque quería estar atento para cuando… para cuando empezaran los ruidos. Para cuando Aquello se despertara.
Así que se quedó sentado en su cama, con la mirada clavada en el armario, que se parecía a una enorme fortaleza de la antigüedad, con su color calizo y su prepotencia marcada. Era como mirar una muralla infranqueable, marcada aquí y allá por lanzazos de viejas batallas. Pedro le había tenido miedo, oh sí, pero había dominado ese miedo. Y ahora era el horror lo que se había liberado, porque adentro del armario había un Monstruo, y sin la llave el Monstruo iba al fin a abrir la puerta, a salir y…
¡NO!, no se permitió seguir pensando. Todo era cuestión de manejar sus propios pensamientos. Podía luchar. Tenía que luchar, ahora que la llave lo había traicionado.
Afuera, el viento rugía como un ser poderoso y agitaba los vidrios de la ventana. ¿Qué iba a pasar?, no podía decirlo, o le era indiferente. Al final todo da la vuelta, al final es el miedo el que nos atrapa, al final no hay sueño que acaso no se haya transformado en pesadilla. Eso era lo que Pedro estaba pensando, porque no hay…
¡PUM!
Las 11:30. Los números brillaban en el reloj pulsera de Pedro. El hombre se lanzó hacia atrás de la cama y rebotó de una manera que en otra circunstancia hubiera sido cómica. ¡PUM!, de nuevo, algo adentro del ropero tomaba carrera y se lanzaba contra la puerta, la quería arrancar.
Desde adentro, desde la oscuridad infinita, se oyó algo como “¡no está con llave!”, aunque bien podía ser la imaginación de Pedro. Fuese lo que fuese aquel insecto de la maldad, no podía hablar. Pedro deseaba que esa cosa no pudiera hablar.
Supo que la puerta iba a romperse. Lo supo del mismo modo en el que supo que la cinta no iba a servir para nada. Los golpes eran demasiado fuertes, demasiado brutales, adentro había un tigre fuera de control, que rugía y babeaba y era sólo miedos. Pensó que de tener su llave nada de esto estaría pasando, nada de…
En ese momento la puerta se rompió. Primero por debajo, una grieta, luego otra por arriba y al final las cintas y los tablones improvisados cedieron ante la fuerza brutal del monstruo que se ocultaba adentro del ropero. Pedro se puso de pie, sintiendo las piernas como de gelatina. Percibió la ráfaga caliente y putrefacta que salió de adentro del ropero.
Entonces, como una fiera enloquecida, desde el interior de la oscuridad salió la profesora Rodríguez, de matemáticas. Había sido el terror en su vida de niño, siempre martirizándolo con ecuaciones que no podía resolver, siempre llamándolo al frente, a la pizarra, para que hiciera el ridículo. Siempre riendo, tras sus enormes lentes gruesos, con sus labios enormes pintados de rojo fuego, con su cara llena de arrugas como cañones.
La profesora rugió y se lanzó contra Pedro. Aún vestía con el guardapolvos blanco y blandía un compás como si fuera una espada. Pero no era la profesora, era otra cosa… era el Miedo mismo.
(Porque al final el miedo siempre gana, ¿no Pedro?, tantos años escondiéndote con tu llave, tantos años pensando que los habías dejado atrás… pero aquí estamos, ¡oh, aquí estamos!, y tenemos más fuerza que nunca)
La profesora de ojos carmesí rugió, babeó y se paró en cuatro patas sobre la cama, agazapada, lista para saltar. Pedro corrió y cerró la puerta del dormitorio. Después escuchó un ruido seco contra la pared, la profesora había saltado de todas formas, aunque su presa no estuviera allí. El Miedo no suele ser racional.
Pedro corrió hacia la cocina y llegó en el mismo momento en el que la puerta del dormitorio volaba en pedazos. Ahora no estaba la profesora, sino Juan Carlos Parada, un hombre alto y panzón, calvo, vestido de camisa, corbata y pantalones oscuros. Solo gritaba “¡Estás despedido, Pedrin, estás despedido porque te robaste esa lapicera, ¡yo te vi!, ¡todos te vimos!, ¡hiciste el ridículo!, ¡fuiste un payaso, y ahora estás despedido!, ¡estas despedido!”, solo repetía eso, reía y se sacudía y su estómago parecía crecer. Era espantoso, como ver a un muñeco vivo.
Pedro llegó a la cocina y cerró la puerta, consciente de que era todo inútil. Los Miedos estaban liberados:
- ¿Querías la Llave, Pedrin?- se oyó Juan Carlos, acercándose- ¿Cuánto tiempo pensaste que nos ibas a tener paralizado?, ¿toda la vida?, ¡Ja!, ¡tonto!, ¡te escapaste a la nada para dejarnos pero acá estamos, acá estamos, ladrón de lapiceras!
La puerta de la cocina voló en pedazos, como si una ráfaga de viento la hubiera arrancado de sus goznes. Pedro se tropezó contra una silla, cayó al suelo y se golpeó la nuca con la mesa redonda. El polvillo cubría a la nueva aparición como una manta espiritual. Al final se disipó y Pedro pudo ver a su padre, vestido con un delantal blanco y usando guantes de látex. Era un hombre delgado, alto, ancho de hombros, con el cabello apenas canoso. Sus ojos se veían desvaídos, con la ausencia de quien no es más que un sueño.
Pedro supo lo que le diría antes de que el dentista abriera la boca:
- Podría haberte conseguido un trabajo conmigo así de fácil, cómo me preocupas Pedro, mucho, mucho… ¿por qué no estudiaste algo serio en la Universidad?, ¿crees que era fácil para mí pagarte los viajes?, ¿crees que la vida es un juego?, ¡No!, despierta, abre los ojos… ¡la vida no es juego, es fuego!, ¡si, fuego!, ¡Oh Pedro, nos preocupas mucho, a mí y a tu madre!
Pero no era su padre, era aquella otra Cosa. La Cosa del Armario. Y lo demostró cambiando el tono de sus ojos por uno carmesí, brillante, espantoso. Pedro se heló. Alcanzó a ponerse de pie y a correr hasta la puerta de salida antes de que su padre se estrellara contra la mesa en un arranque de ira. Estaba gritando, rugiendo… no era su padre, más bien era un león. Se sacudía y movía los brazos como desesperado:
- ¡No puedes escapar por siempre de nosotros!- gritó, mientras Pedro abría la puerta hacia el exterior- ¡Estamos detrás de todas las puertas, junto a cada ventana, en cada calle que recorras!, ¡no puedes encerrarnos por siempre!
Pedro salió afuera, temblando, agitado, con el corazón dándole saltos. El frío le golpeó la cara como un puño, hundió sus pies sin botas en la nieve y corrió haciendo fuerza algunos metros. Al final se detuvo y miró hacia atrás, hacia su casa, cuya puerta abierta despedía un haz de luz dorada. Lo que vio fue lo que más miedo le causó.
En el umbral de la puerta estaba parado él mismo, con el rostro soñador enfocado hacia las estrellas, con las manos entrelazadas como quien reza desesperadamente y no encuentra ninguna respuesta.
Era él. Y sintió más miedo que con cualquiera de las otras apariciones. Aquel rostro perdido, difuminado, aquel rostro que no mostraba sino lugares lejanos y sueños incumplidos… era él.
Y Pedro apuró el paso, bajó la cuesta cubierta de nieve y se dirigió a la ruta. Antes de que un viejo Ford Falcon se detuviera para llevarlo, la vio allí, tendida en medio de la nieve de la ruta. Allí estaba la llave dorada.
Enciérranos todo lo que puedas Pedro, pero a fin de cuentas, siempre estamos allí.

Texto agregado el 23-10-2009, y leído por 122 visitantes. (0 votos)


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