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El hombre se había dirigido al estadio en que su país disputaría la final de fútbol de un importante torneo. Premunido de una enorme bandera, pintarrajeado su rostro con los colores nacionales, se ubicó en medio de la barra más bulliciosa y allí comenzó a corear los cánticos de ocasión. Su alegría era desbordante, contagiando a quienes le acompañaban en las aposentadurías.

Cuando promediando el segundo tiempo, el delantero de la escuadra nacional marcó un hermoso gol, la gritería tomó posesión de esas ochenta mil almas. El equipo había jugado mejor y se merecía el gol. El hombre, exultante, inventaba máximas y las gritaba con toda su alma, para beneplácito de la barra, que gozaba con su entusiasmo, tan contagioso por lo demás.

Faltaban dos minutos para que finalizara el encuentro. El puntero se escapó por la izquierda y envió un centro al corazón del área. El balón cruzó como un obús, buscando un destino glorioso. Cuando el delantero recibió aquel balón, hizo una finta y dejó a un defensa en el piso. Luego, enfrentó al arquero, lo dribleó y envió el balón a las mallas. Un hermoso gol, que provocó la locura generalizada.

Nuestro hombre se quitó su camisa y mostró su torso algo grueso, en el que se destacaban dos tatuajes alusivos a su equipo. La escuadra nacional había logrado el campeonato y ahora recién comenzaba la fiesta.

Finalizado el encuentro y en medio del bullir de consignas y gritos destemplados, el tipo se dejó llevar por esa marea tumultuosa, cruzando calles y más calles con destino impreciso. De pronto, apareció un bar y allí ingresaron varios. Nuestro hombre, impulsado por el tropel, se vio de pronto frente a la barra y pidió una cerveza grande. Gritando con fervor y alzando su brazo izquierdo en señal victoriosa, con su otra mano aprisionaba la botella que encendería aún más su euforia.

Pasaron las horas entre consignas y vítores. La televisión repetía una y otra vez los goles y hasta la gente que no se interesaba por el deporte, sentía que algo de esa euforia les correspondía. El hombre, no paraba de gritar, ya con varias cervezas en el cuerpo y mucho cigarrillo consumido.

Cuando la noche se aposentó sobre la inextinguible algarabía, el tipo deambuló por las calles, tratando de que ese fuego que lo consumía, encontrara hogueras de entusiasmo en donde continuar ardiendo. Pero, todo acaba y los gritos se fueron acallando y las calles recuperaron su silencio, su penumbra y sus sigilos.

El hombre, ebrio de fervor y alcohol, zigzagueó por avenidas del todo desconocidas, hasta que pronto reconoció las suyas, su barrio y su modesta vivienda. A duras penas, abrió la desvencijada puerta de su covacha, ya adentro, se mojó su cara contraída por el licor, estudió sus facciones, cerró sus ojos y luego, se tiró sobre su jergón y comenzó a llorar con desconsuelo…









Texto agregado el 16-10-2009, y leído por 206 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
20-10-2009 es casi un documental,las descripciones muy buenas.Creo que solo los que son hinchas pueden comprender esta rara pasion********* shosha
17-10-2009 Has sacado una perfecta radiografía de algunos hinchas.Me gustó******** almalen2005
 
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