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a F.C.

Advertencia

Esto es una ficción, situada en alguna parte de América Latina. Las semejanzas con tal o cual caso por cierto existen y no son fortuitas, pero quedan limitadas.

I

Con la astilla arrancada a la armazón de mi jergón, en la semiclaridad del amanecer, grabo en la cal del muro la marca de fin de mi centésima quincuagésima sexta semana de encierro.

Ciento cincuenta y seis cuadrados de cinco centímetros con sus diagonales y un punto central para marcar el domingo. A nivel de los ojos, componen como una frisa que corre alrededor de mi celda, desde la puerta de entrada hasta más allá de los barrotes de la ventana alta de donde me cae la claridad.

Desde hace tanto tiempo, en vano trataba yo de no pensar en las cuatro mil novecientas noventa y dos semanas que representarían los noventa y seis años de prisión a los que me han condenado en primera instancia.

No pude evitar calcular que mi frisa entonces daría diecisiete vueltas a mi celda y tendría cerca de ochenta y cinco centímetros de ancho. Cosa ridícula. Para verlo, hubiera tenido que llegar a ser decana de la humanidad y en mis actuales condiciones de existencia, queda muy improbable.

Y he ahí que mi condena ha sido rebajada a sesenta años, como resultado del recurso de apelación. Acabo de volver del locutorio dónde me comunicó mi abogado la deliberación. Tras las ciento cincuenta y seis ya pasadas, me quedarían pues, otras dos mil novecientas sesenta y cuatro semanas por pudrirme aquí con sendos cuadrados pequeños que grabar en los muros. O sea casi diez veces la vuelta a mi celda. Al salir, yo tendría... ¡noventa y cinco años!

¡Más vale morirme en el acto!

Luego me da para pensar en Marcos Ana, alerta octogenario, a pesar de sus veintidós años en las celdas franquistas. En Nelson Mandela, encarcelado durante veintiocho en el penal de Robben Island... y en su increíble resurrección. Calculo que va para cumplir noventa y uno, si no recuerdo mal. Ninguno de los dos conocía el término de su condena. Pero cambió el mundo fuera y un día se abrieron las puertas de su cárcel. ¿Por qué no me pasaría a mí?

Una chispita de esperanza me anima por un instante.
Pero, pobre hija de Francia, incomunicada a miles de kilómetros de mi país, ¡qué atrevimiento el compararme con aquellos dos seres de excepción! Vuelvo a caer en la noche sin fin de mi prisión.

Pienso que tenían un importante punto común: convicciones tan firmes que por nada hubieran renunciado a ellas. El comunismo y el antifranquismo para uno, la lucha por el fin del apartheid y la igualdad racial para otro. Y yo, sin ninguna de aquellas ideas ni su firmeza de espíritu, ¿cómo voy a sobrevivir?

Al cabo de tres años apenas, me encuentro hecha polvo, tambaleante, a punto de sumirme en la nada, deshecho el cuerpo y atontada la cabeza.

Intentando domesticar ese tiempo que no acaba de pasar, por enésima vez, vuelvo a armar la película de los acontecimientos que me trajeron a esta mazmorra. Y no veo más que ingenuidad, torpezas y mala suerte.

II

En este país me gustaba todo, el idioma, el calor, la gente, la cocina... y, siguiendo la huella de otros familiares míos, había decidido instalarme en él. Una tarde, en el hotel donde trabajaba de camarera, encontré a Ángel. Yo no tenía más que un físico agradable y mi ligero acento francés. Él vivía a todo tren, gastaba prendas y coches de lujo, grandes restaurantes y propiedad de sueño. Puro señuelo. Ligó conmigo. Permití que me conquistara. Nos llevábamos bien, a pesar de lo macho que era (pero, del sexo fuerte ¿quién no aquí?). Manejaba negocios, me dijo, y no quisé saber de qué iba. Me bastaba que tuviera dinero para dos. También tengo que decir que nuestros encuentros eran los de dos amantes: ardientes cuerpo a cuerpo seguidos por sueños reparadores. Fueron cuatro meses de obcecación.
¿Le quería yo? Eso pensaba.

Lo creí de veras apegado a mí. Me llamaba sin cesar, me regalaba flores, joyas. Le importaba que yo dejara de trabajar para instalarme en su rancho a cincuenta kilómetros de la capital. A mí, criada en la ciudad, no me daba mucha gana irme a enterrar en el campo, ni siquiera en una casa de sueño. Tanto menos cuando una conoce los cotidianos atascos en la entradas y salidas de esta metrópoli. Sin embargo acepté una estancia de unos días en ese paraíso campesino suyo. Segundo error.

Así fue como, hace tres años, me apeé de un hummer con cristales tintados en una villa de tipo californiano, asentada entre centenares de hectáreas de naranjos y olivos. Piscinas, sauna, jacuzzi, mármol, muebles contemporáneos, cuartos inmensos, pero también alambradas electrificadas, miradores y patrullas a caballo. Hubiera debido darme para pensar. Sólo vi en ello medidas de protección muy normales para garantizar una fortuna de los codiciosos. Ya estaba en el garlito.

Ignoraba que él y sus amigos estaban bajo vigilancia, desde hacía tiempo ya. Un día, al amanecer, las brigadas especiales cercaron el rancho. Cayó casi toda la banda. Y yo de las nubes. ¡Mi hidalgo un extorsionador! Primero me negué a creerlo. Luego, comenzó a ordenarse en mi cabeza toda una serie de detalles: armas vislumbradas (pero es de tradición aquí estar armado), fragmentos de llamadas sorprendidas, respuestas evasivas, días de extrema tensión y luego festejos sin límites...

Entonces, me puse hecha un basilisco. De haber estado ante mí, lo hubiera destripado. Estaba con rabia contra él y contra mí también. Por haberme dejado manipular como una colegiala. Pero mis cambios de humor ya importaban menos. Se había interpuesto la política. Para recuperar una imagen desdorada, un ministro en apuro quiso transformar nuestra discreta detención en triunfo mediático.

Así fue cómo, a la mañana siguiente, en un decorado de cartón piedra, todos los canales televisivos del país pudieron filmar en directo una reconstitución de nuestro arresto. No hubo pantalla en la que yo no apareciera, esposada, con el pelo suelto y la mirada azorada. Para el país entero, pasaba a ser el perfecto chivo expiatorio: la extranjera, la por mano de quien sucede el mal, la sombra del grupo y, pronto, la instigadora de los secuestros y del tráfico.

Ponga una instrucción unilateral, un pleito perdido por antelación, un recurso de apelación con victoria pírrica, dos países sin convenio de extradición y heme aquí, desesperada, al fondo del calabozo. 

III

Sesenta años en vez de noventa y seis ¿cambia algo?
Para mí no son más que dos números, próximos del infinito, pero sin embargo divisibles por dos, tres, cuatro, seis, diez, doce. Me pongo a soñar. ¿Noventa y seis divididos por doce? ¡Son ocho! De súbito me aparece con todo su esplendor la aritmética. ¡Ojalá fuese verdad! Sesenta por doce. Son cinco. La diferencia se me antoja insuficiente.

Pero, ¡ay de mí!, ningún divisor a mi alcance. Nada más que ese cubo en el cual empiezo a estar mal de la azotea. Por momentos, desvarío. Veo cifras librar batalla campal en el rarefacto aire de mi celda y tomar por asalto el juicio que me mantiene encerrada aquí.

Quedo prostrada durante horas, calculando de cabeza cuántas horas, cuántos minutos y segundos he pasado ya en esa ratonera, pensando en todas aquellas posibles felicidades perdidas, desperdiciadas, esfumadas, desvanecidas.

Ver el día disipando la noche desde el balcón de mi estudio, oler la fragancia de la rosa que me ofreció uno, respirar el aroma del café mientras se cuela, vibrar con las notas de un aire de salsa. Arrellanarme en el baño, interrogar el espejo, escoger el atuendo del día.

Vigilar el tiempo que pasa volando, vestirme, peinarme, maquillarme. Una nota de perfume. Escoger un par de zapatos. Última mirada al espejo del vestíbulo.

Cerrar mi puerta con mi llave. Salir a la calle, confundirme con la multitud que va andando.
Sentarme en la terraza de algún café, con las piernas cruzadas, esperar impaciente las miradas que se van posando sobre mí. Sentir entonces cómo se me acelera el pulso. Seducir, amar. Vivir, en fin. 

En vez de lo cual oigo a la vigilante, con uniforme y quepis, cuyo manojo de llaves toca a rebato por mi libertad a cada paso de sus vaivenes por el pasillo. Sesenta en una dirección, sesenta en la otra y tantos tintineos. Cuando se inmobiliza para manejar una mirilla, dejo de contar. Cuando reanuda la marcha, reemprendo el cómputo. Casi temo el momento en que abrirá la ventanilla de la celda, haciéndome perder la cuenta. Pero me sobra tiempo para volver a empezar una y otra vez, para comparar las diferencias de ritmo entre mis gorilas. Me desvío.

Aquí, no tenemos espejo. Demasiado peligro para las venas. Así que desconozco mi aspecto. La última imagen que tengo de mí es la de mi detención retransmitida por una pantalla de control durante esa reconstitución amañada. Desvalorizante más bien. Mentalmente he tratado de sustituir esa imagen por otra, de los días felices de Francia, pero ni manera, siempre vuelve la primera a sobreponerse, a cubrirla hasta total desaparición y entonces me da por llorar sobre mis errores.

He adelgazado. La pitanza carcelaria es poca para los que no pueden completarla comprando. Con los dedos siento mis costillas. El pantalón de mi chándal amenaza con caérseme en los tobillos y sin embargo cada día me obligo a un poco de gimnasia, después del café, cuando la desesperación todavía no me ha comido toda la energía.

¿Cuánto tiempo puede durar eso? Quiero decir, ¿cuánto tiempo más puedo aguantar antes de ser aspirada como la cáscara de nuez que soy en la vórtice de ese huracán desencadenado sobre mí?

Si en los primeros tiempos mi situación me dejó obsesionada por cifras y números, ha sido una respuesta de mi abogado la que me ha traído mi primera y única tabla de salvación. Cuando, en una ocasión, ya se iba y yo, desesperada, le preguntaba: "¿Cómo resistir?", me contestó con una sola palabra: "¡Escriba!"

Es mi lote cotidiano, ahora. Cifras y letras. No sé adónde me lleva. Tengo prohibido sacar estos escritos de la celda y esos números ya no quieren salirme de la cabeza.

Pero si estáis leyendo estos renglones, es que mi abogado y yo hemos conseguido burlar la vigilancia bajo la cual estoy. 

Por favor, os lo suplico, ¡contestadme! Recibo tan pocas cartas. Y las necesito tanto.

Habladme de lo que pasa fuera, de la lluvia, del buen tiempo, de los juegos de los niños, del balanceo del mar, del viento en los árboles, habladme del amor, de la alegría, del placer.

Habladme de la vida, que aquí nos morimos.

Sin vuestras palabras, ¡cómo queréis que yo sobreviva!

©Pierre-Alain GASSE, junio de 2009.
http://pierrealaingasse.fr/esp/

Texto agregado el 11-10-2009, y leído por 107 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-10-2009 La verdad, me conmovió; me inspiró.Pobre d ella, aunq sé q es ficción.Y creo q sesenta años en vez d noventa y seis, no cambia en nada, si uno vive si acaso ochenta.Bueno palabras más, palabras menos:"Me gustó".Saludos. jonathanc
 
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