—Ya no tengo más historias para contar— me dijo, con su mirada entristecida.

Apagó el cigarrillo sobre el cenicero, con lentitud. Una mueca asomaba en su rostro endurecido por más de diez mil historias narradas. Me dio pena verlo así, justamente a él, a quien siempre adscribí más la imagen de un guerrero de la palabra que de apacible amanuense de las letras. Estaba capitulando, vencido quizás por una vida en que los días transcurrían más mediante el pasar de páginas que de segundos. Quise en ese instante no sentirme impotente ante ese enemigo que es el silencio. Pero no pude articular ni siquiera una miserable expresión de ánimos. Acaso en algunos momentos el lenguaje sea un estorbo, es posible que no exista jamás una manera más directa de comunicarse que el abrazo silencioso. Él, cuando lo conocí, ya no se creía nada. La distancia nos privó quizás de poder darnos ese abrazo que, a la vista de los días, hoy juzgo imprescindible.

Me puse a cavilar durante largos días acerca de qué cosas son las que nos hacen sentir cercanos de personas a quienes no hemos tenido la dicha de tener cerca espacialmente. Sobre qué cosas son las que hacen que las pasiones sean tan pocas y tan fuertes como para que el solo hecho de compartirlas nos haga sentir hermanos de aquellos que las poseen. O sentirnos enemigos por verlas de manera diferente.

Sé que en el fondo los seres humanos somos tan parecidos, que debería ser natural. Sin embargo, también sé que somos una minoría los que tenemos cierto ardor interno —esa llama en la mirada— que poseía Rafael. Ahora que ya no están sus ojos, esa llama me hace falta. Y creo que al mundo, aún más.

Aunque pensándolo bien, es posible que este final no fuera una capitulación: acaso este punto final sea el suspenso con que culmina esa obra literaria que de una forma u otra fue su vida.