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CARRETAS DE SILENCIO
Los perros sienten la muerte.
La ven llegar de cuando en cuando.
La oyen, la esperan… pero nunca ven su rostro.

Hace horas había anochecido.
Las voces de dos carretas se perdían en el camino.
Era septiembre, casi octubre.
El mismo cielo, la misma luna…
El viento había perdido su manto y corría en su búsqueda en la inmensidad de las llanuras.
Sólo la noche seguía a las carretas. Le gustaba su paso,
cansado,
continuo
apagado.
Disfrutaba escuchando los cascos de los bueyes que entraban y salían del barro.
¡Oooohhh! – se escuchó la voz ronca de un hombre.
Al instante la madera se detuvo prensando la sombra entre sus ruedas.
Atrás un saco gemía.
- Maldito perro todavía está vivo.
- Pero no era que le partiste la frente.
- Pues sí hombre, pero el animal es una fiera.
- Bajate el saco para darle con la macana.
Un ruido pesado cayó sobre el lodazal negruzco.
Jacinto torció la cabeza.
- Oí, se calló la noche.
- Cierto que raro.
- ¿Y el saco?
¡Dios mío! Se salió el bicho.
Arrastrándose hacia el jaragua iba el perro.
Su gruñido era un llanto, un rugido, casi un lamento…
Jacinto desenvainó la cruceta, caminó cinco pasos y …
- ¿Se murió el maldito?
- No sé, tantéalo vos.
- Idiay Jacinto, le tenés miedo.
- No hombre, no jodás.
Y tomando el chuzo de los bueyes se lo hundió en las costillas.
La noche seguía muda y otro saco cayó a tierra.
Unos pies tiznados se asomaban por un hueco.
Era Liborio Camacho, el capataz de la finca. Los tragos lo hacieron hablar demasiado y ahí estaban las consecuencias.
- Hagamos un solo hueco pa que lo acompañe el perro.


- Uhmm, eso no parece cristiano.
- ¿Y esto sí? – le dijo el otro- mientras le mostraba el cuello abierto de Liborio por un cuchillazo.

Jacinto calló y empezó a cavar la sepultura
Una grieta rojiza se fue abriendo en la tierra, a la vez que las carretas iban perdiendo su sombra.
Cerca del perro una luz verde empezaba a formarse.
La pala resbaló de sus manos.
Jacinto buscó con ansias la mirada de su compañero. Tenía los ojos en blanco, su mirada penetrante se había desvanecido.
De pronto un aullido. Profundo. Lastimero
El perro sobre la punta de una hoz de fuego se revolcaba como poseído.
Un ser cadavérico sostenía la guadaña.
Estás maldito – dijo señalando al compañero de Jacinto que en ese instante caía de rodillas – maldito como él. Y su dedo huesudo se hundió en el pecho de Liborio.
Un papel con oraciones oscuras flotaba sobre su cuerpo.
Regresaron al pueblo, dejando que el sonido de las carretas se paseara por las calles.
En la mañana los encontraron bajo la sombra de un higuerón, llenos de silencio y espanto, cargando una imagen de muerte que los hundió sin testigos en la locura.
En la carreta de Jacinto un perro.
En la otra Liborio… con la sombra de la muerte dibujada en su rostro.

Texto agregado el 04-10-2009, y leído por 83 visitantes. (1 voto)


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