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Otoño de 1995, en una ciudad sin nombre, las hojas de los pocos arboles que rodean una diminuta plaza en lo mas recóndito de la urbe revolotean anárquicamente al son del viento en una danza magistral. Algunas cruzan el espacio prácticamente en horizontal, como si volaran, otras, en cambio, caracolean desde la rama al suelo planeando suavemente.

En medio de la plaza un niño de no mas de dos años persigue torpemente un grupo de palomas, las cuales, molestas, huyen del hombrecito mientras intentan picotear del suelo unas migas de pan. Estas, han sido arrojadas desde un primer piso que da directamente a la placita, mas concretamente desde un mantel de cuadros rojos y blancos que una anciana semi sorda pero con unos ojos azules engrisecidos un tanto misteriosos ha sacudido después de merendar su rebanada de pan con aceite diaria. Después de recoger la mesa, fregar, secar y ordenar los cubiertos y los platos se ha asomado al balcón para sentir el viento otoñal en sus mejillas y un travieso rayo de sol se ha colado entre las nubes para arañarle los ojos, esos misteriosos ojos grises. Debajo de ese mismo balcón, el mismo niño se a tropezado y un señor mayor, sentado a pocos metros se ha levantado para ayudar a incorporar al párvulo. Éste no a llorado porque el que al parecer es su abuelo no le ha dicho nada para consolarlo, misterios de la vida.

En ese mismo momento un vagabundo andrajoso que arrastra consigo un carro de la compra lleno de cachivaches se deja caer en el banco contiguo al del abuelo. Tras él aparece un sucio perro marrón con unas orejas que apenas rozan el suelo, siempre fiel al vagabundo. Después de husmear toda la plaza, acercarse al chico y jugar con él unos minutos, ha vuelto donde su amo para recostarse a sus pies. El indigente no se ha movido desde que se ha derrumbado en el banco, pero el perro es fiel a su amo y no se levanta de su sitio.

El abuelo, que tras el tropiezo de su nieto ha vuelto a su banco a seguir con su lectura sin inmutarse siquiera del nuevo visitante a mirado su reloj de oro con correa de cuero. Una manecilla, la corta, señala al numero cinco, mientras la otra situa su punta entre el dos y el tres; y el anciano ha decidido que es hora de marcharse, así pues, coge de la mano al niño y sin dirigirle ninguna palabra lo saca del circulo de arboles.

Desde lo alto, la anciana les sigue con la mirada hasta que se pierden al doblar una esquina de la calle que da a la plaza. Después, su mirada se centra en el banco que hace de lecho al vagabundo y una sensación de calidez, de recuerdos agradables vuelven a su ya estropeada memoria.

El polvoriento perro ha abierto los ojos, y se ha dado cuenta de una cosa, de que la respiración de su amo hace un buen rato que ha dejado de percibirse, de que éste ha dejado por fin un mundo de suciedad, frío y alcohol. El animal ha vuelto a cerrar los ojos y permanece recostado a los pies de su amo, eternamente fiel.

Hace ya unos años que esta escrito el principio de esta historia, cuando el que ahora es abuelo y el vagabundo eran buenos amigos que tomaron sendas diferentes, cuando ambos estaban enamorados de una muchacha de ojos azules engrisecidos. Es por eso que uno de ellos lleva cada tarde a su nieto a una plaza escondida en medio de una ciudad desconocida, para ver en el balcón a la mujer que se arrepintió de no elegir. Es por eso que el viejo indigente, vista cercana su muerte ha decidido pararse a descansar en frente de la casa de la mujer que un día le quiso. Todo y nada ha pasado en una plaza, en un día de otoño de remolinos de hojas pardas de 1995.

Texto agregado el 12-09-2009, y leído por 91 visitantes. (0 votos)


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