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Supo entonces que su mano alargada no lograría siquiera oficiar de puente, que la distancia puede escapar a la sistemática medición del metro; y que entonces irse caminando cabizbajo calle abajo podía ser la peor manera de quedarse estaqueado en el mismo sitio, como una estatua observando vagamente un horizonte.
Supo entonces lo ridículo de ese gesto desesperado en que sus dedos rasparan apenas una manga, a ras de súplica devuelta en distraída indiferencia; cuando creyera obstinadamente en una especie de desprecio, y humillado hallara ese único impulso de marcharse silenciosamente.
Llegó a la esquina.
Ya pensaba que voltearía el rostro como orfeo tras el rastro esfumado que ya nunca volvería a ver, que quedaría perplejo, anonadado, parado incrédulo en medio de la calle desierta; cuando entonces ya giraba media vuelta y ella, allí mismo se entornaba de repente y pronunciaba (palabras éstas que luego él volvería a renombrar incansablemente) Entre un instante y el siguiente una Nada se interpone impenetrable. Lo siento. Y desaparecía de imprevisto tras el arco de un portal de una calle anochecida de aquel barrio inhabitado.
Sintió que el mundo se desplomaba opaco, que el suelo se abría en terremoto silencioso y se lo tragaba en un abismo que sabía insuperable. Pero caminaba, y ese movimiento le daba la certeza de tener al menos alguna esperanza; de cambio, de advenimiento de otra cosa, de salida de ese laberinto que no entendía cómo había surgido de repente envolviéndolo en penumbras de paredes infranqueables, de trampas y callejones sin escapes. Una esperanza que le venía de otro tiempo, no sabía bien de cuándo, sostenida como el hilo de un barrilete remontando en la tormenta.

Un trueno. Y entonces la lluvia se desprendía lentamente, al principio, luego fuerte e invulnerable, en chaparrones constantes y sonantes (otro trueno y otro y otro) como superposición de cataclismos, reduciéndolo al espacio miserable que un soportal le ofrecía escuetamente como refugio improvisado.
Tiritaba empapado como estaba, y se enfadaba con el mundo porque no puede, no, no puede ser tan inhóspito tan hostil -se repetía- tan detestablemente cruel conmigo. Miraba hacia la calle y nada, el agua a raudales salpicaba y se escurría cuesta abajo como un pequeño río desembocando infalible en la boca de tormenta.
Un perro flaco, desgarbado, atravesó la esquina y lo perdió de vista. Se sintió estúpidamente desolado.
Se recostó contra la puerta, acurrucado al filo de la escalera, esperando que pasara el aguacero, esperando que ese viento que soplaba en rachas dejara de escupirle en la cara tanta helada. Se reclinó un poco más, porque la vereda se inundaba (una falla seguramente en el sistema de desagüe pensaba) y atentaba con sumergirle totalmente sus zapatos. Se apoyó íntegro en la puerta que chirrió cediendo, abriéndose imprevista, cayendo él dentro de una casa sumida en la oscuridad más absoluta.


Se despertó. Se paró. Y se sintió mareado, no sabía dónde estaba. Hasta que recordó la tormenta de la noche pasada y esa sorpresiva entrada y la siguiente decisión (bastante indeliberada por cierto) de acostarse ahí nomás, total –se decía- total adónde iré a parar, me duermo acá y listo; después veo. Se desperezó mientras atendía a ver que había en torno suyo.
Mucho polvo, unos muebles desvencijados, un cielo raso ruin y empapelados arrancados de las paredes por las uñas de la humedad y el tiempo. Sin duda se encontraba en una casa abandonada, en los despojos de una familia que se había desvanecido. Seguía observando, y entonces la claridad entrante por una puerta lo llenó de curiosidad, y decidido se lanzó a la pesquisa.
Se sumió en una especie de pasillo, en un espacio entre patio interior y hall derruido, bajo la luz cenicienta que entraba por la claraboya que ahí arriba yacía rota y llena de telarañas. Atravesó otra puerta, un pasaje semioscuro, al costado una cadena con candado cerrando el paso hacia vaya a saber uno qué habitáculo, y en el fondo una escalera junto a una ventana muy pequeña y bien tapiada. Con cuidado se dispuso a subirla, sujetando firme el pasamano, no fuera cosa que un escalón en mal estado o un descuido simplemente.
Se soltó, miró sus manos llenas de polvo, dio un último paso y frenó. Llegó al descanso. Ya la luz llegaba con dificultad, la penumbra o la mugre, o ambas cosas, le impedían discernir bien la planta alta. Un bulto a media distancia, algunas tablas, un perchero con harapos, y unas huellas en el manto de tierra que cubría las baldosas.
El sobresalto no fue tal; la imagen obvia de indigentes ocupando los espacios en desuso vino pronta. Acaso sería él el único en refugiarse de las inclemencias climáticas bajo un techo mísero (pero techo en fin), claro que no.
Despreocupado siguió su búsqueda.
Una puerta entreabierta le permitió vislumbrar un cuarto anclado en el pasado. Bajo un denso manto polvoriento, una cama matrimonial, un espejo, un retrato en la pared con una mirada gélida y sombría (como si hubiese visto demasiado se decía) permanecían ordenados como quien los hubo dejado poco antes de marcharse a unas vacaciones quizá definitivas. Vio también una máquina de escribir añeja en una mesa, y una hoja escrita hasta la mitad. Aunque en realidad no viera tanto, y tan sólo imaginaba una carta a medio hacer.
El pasillo terminaba nuevamente a los pies de una escalera. Escalera que subió sin prisa ni impaciencia, con cierta seguridad de que saldría a la azotea. Azotea que no alcanzó; pues al final de este último corredor que se abría sobre esta última escalera, había una puerta, (¡sí, otra puerta!) que al abrirla lo dejó impávido en el medio de la vereda donde la noche anterior un perro callejero lo vio al pasar bajo la lluvia.

El sol no se veía, pero se lo sentía detrás de tanta nube gris velando el cielo. Igual, no llovía y nada le impedía caminar hasta su casa. Después de todo, estaba muerto de cansancio y empolvado hasta el último rincón de su existencia; un buen baño y como nuevo -repetía-.
Dobló la esquina pensando en un atajo, si es que lo había, para llegar lo antes posible, y se dio de bruces con una persona más bien baja, envuelta en harapos y descalza, que extendía temblequeando una piedra en una mano y le decía:
-No busques en vano ese camino por doquier, tus pies sabrán exactamente adónde dar el próximo paso.
-¿Disculpe?
-Tome. Y soltó rápido esa piedra entre sus manos, se abrió paso hacia un costado, y se marchó.
Su estupor se fue desvaneciendo acorde fue avanzando ensimismado, y a las cuadras ya se había olvidado de ese encuentro, cuando entonces la piedra entre sus dedos le advertía que fue tan cierto, y tan extraño como lo que descubrió en seguida al mirar lo que tenía. Acercándosela a los ojos pudo leer una inscripción: “Toda mano abre una puerta”.

Llegó a su casa. Suspiró aliviado en el jardín mientras buscaba en su bolsillo el manojo de llaves e inútiles objetos (los llaveros) que se le fueron adosando a lo largo de su vida como si ellas solas no fuesen ya lo suficientemente incómodas. No las tenía.
Dio vuelta minuciosamente cada bolsillo que encontraba; tanteó cada dobladillo buscando en cada forro las llaves caídas por algún agujero; sacudió cada prenda a ver si oía el tintineo metálico que tantas veces confirmara la siguiente acción mecánica de abrir las cerraduras. Pero nada; ellas no estaban, y aún era demasiado temprano para buscar un cerrajero.
Se fue caminando.
Como un vagamundo se arrastraba perezoso, un poco a la deriva, un poco decidiendo adónde iba. Rumbo al puerto parecía que avanzaba, pero entonces doblaba repentinamente alguna esquina, y otra y otra, trazando círculos perfectos y rectangulares.
Ya no importaba llegar –se decía- en todo caso, ¿a dónde? –se increpaba- si a esta hora debería estar entrando a la oficina y no sentado solo en este banco de esta plaza. Y tan luego se paraba, y emprendía marcha nuevamente. Se acercaba un momento hasta la fuente, tomaba la piedra que tenía en el bolsillo y la tiraba intentando hacer sapito. Intentando, pues se hundió de súbito junto a residuos y monedas seguramente en desuso.

Caminaba bajo el sol insoportable al mediodía (las nubes se habían ido hacia otra parte) muy cansado y con un hambre que se hacía a cada instante más apremiante. Caminaba por aceras atestadas de personas que le ofrecían incondicionalmente la indiferencia más incuestionable. Escupía y balbuceaba, se apoyaba en algún muro y mascullaba lo que a extraños transeúntes sonaba ininteligible y él sentía inefable y cierto como la mismísima verdad.

lo siento toda mano entre un instante abre una puerta y el siguiente tus pies sabrán exactamente una nada se interpone impenetrable toda mano una nada un instante y el siguiente una nada impenetrable tus pies lo siento abre una puerta sabrán exactamente una puerta se interpone adónde dar el próximo paso y el siguiente impenetrable toda mano lo siento toda mano abre una puerta


Dicen que lo vieron deambulando cerca del puerto, tanteando cada pestillo, empujando cada puerta y maldiciendo. Yo no lo he vuelto a ver desde esa noche de tormenta, cuando pasaba en busca de un refugio con comida y él estaba acurrucado en la entrada de una casa abandonada. Dicen que lo vieron luego en muchos otros barrios, siempre intentando abrir las aberturas. Dicen que repetía eternamente una puerta una puerta. Pero cuál.
Yo no lo he vuelto a ver.

Texto agregado el 05-09-2009, y leído por 310 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
06-09-2009 Es una narrativa muy buena, se nota el oficio. Me gusta la forma en que utiliza la puntuación; las construcciones salen de lo común. Por ahí se podría fijar en que hay varias palabras terminadas en "mente" que hacen un poco lenta la cosa. Por lo demás me pareció buenísimo. Saludos. MCavalieri
06-09-2009 su bici vuela muy alto... interesant narrativa la suya... saludos d 1geisha
05-09-2009 Muy buen estilo, te felicito. fetaco
 
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