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Más allá de la arboleda y los peñascos del desfiladero hay una cueva cuya entrada pasa desapercibida a todo viajante, a no ser que pase frente a ella una tercera vez. Es entonces que un deseo indescifrable lo arremete y descoloca, sintiéndose repentinamente desorientado hasta que le parece oír una voz –profunda como roca como mar o pozo y viento- que lo incita insistente en adentrarse.
Al hacerlo, uno ingresa prontamente en un reducto oscuro en el cual no logra inferir objeto alguno hasta que llega al fondo y tras un largo túnel ve los reflejos del lago subterráneo, aquel que es alimentado por las lágrimas de Ínice, la eterna joven de proféticas visiones; y de una tristeza también eterna.
Quien llegue a su regazo y limpie tiernamente su llanto se hace de inmediato portador de sinigual clarividencia; don que permite –además de encontrar el camino de salida de esa cueva- acercarse a la Fuente de la Luz sin resultar enceguecido.

Ciertamente son muy pocos los que han llegado a develar el secreto que guarda íntegro el interior de la gran piedra. No tanto por la improbabilidad de esa tercera pasada frente a la entrada; sino porque en realidad son escasísimos los viajeros que han llegado alguna vez al valle de Árase. Valle perdido entre gigantescas montañas atestadas de avalanchas y abismos insondables.
Exactamente ha habido sólo uno: Hadir Vin Hädaar; quién llegó una mañana, dicen, desde tierras muy lejanas.
Este hombre, de edad incierta y extraños modales anticuados, fue en principio centro indiscutible de sospechas por los habitantes de la aldea (esos seres pequeños, amables y blanditos) tan poco acostumbrados a visitas forasteras. Mas luego, tras haber descubierto la secreta morada de Ínice -la eterna joven de la tristeza también eterna-, fue aceptado finalmente y recibido con honores y festines.
Pues, de hecho, hasta ese entonces el lago de lágrimas subterráneo era sólo parte de la mitología legendaria, al igual que el cuerno de osobúes o el tricornio de la balaustrada; ya que ningún aldeano, personas éstas poco dadas a afanes aventureros y más bien afanadas en jugar plácidamente o dormitar todo el tiempo (que no estaban ocupadísimos comiendo bayas silvestres, principal alimento del valle) había descubierto jamás la entrada y aún menos el regazo de la triste joven de eterno llanto; pero dado como cierto cuando Hadir comenzó a dar muestras de su poder clarividente y pronosticar todo tipo de sucesos, ya fueran desprendimientos rocosos en cumbres cercanas o advenimientos de diversos arcoiris. Fenómenos estos últimos que fascinaban enormemente a esas personitas tan parecidas a los niños.

Siguiendo sus exploraciones suponía hallaría en buena hora la añorada Fuente de la Luz. Así anduvo noche y día, año tras año, de acá para allá buscando ese árbol al que decían había que trepar para alcanzarla. Y así anduvo como mono un largo tiempo, pero nada. De la fuente ni una gota.
Hasta que una noche subido en lo alto de una copa –era temporada de recolección de bayas- vislumbró tras la colina una luz que no podía ser de otra cosa. Bajó a los tumbos y dando saltos fue corriendo hasta su encuentro.

El camino zigzagueante cubierto por enredaderas acaba justo donde dos piedras tapan un agujero como un pozo donde se refleja ya la luz violeta. Empujando pues las piedras a los lados, uno entra y cae inmediatamente un par de metros hasta darse de bruces contra el suelo –no hay escalera ni nada parecido-. Si se ha sobrevivido a la caída, basta pararse y avanzar por el túnel índigo (que de hecho es el único que hay) hasta llegar al Muro de los Signos, construcción plana de rocas abigarradas con garabatos y cosas ilegibles. Llegado ese punto no hace falta indagarse demasiado, y mucho menos indignarse, tan sólo empujar con ambas manos y ver cómo se derrumba cual fachada de mampostería. (Nadie supo nunca si alguien se ocupa de volverlo a erigir o si hay un mágico mecanismo de auto-reconstrucción. El muro siempre está para tirarlo). Tras él aparece un enramado bosque azul, lleno de bestias salvajes. Aquí no hay más referencias, atraviéselo como pueda, suerte.
Si aún sigue con vida es que ha llegado –no importa si sano- al altar abandonado pero cubierto por minúsculos bichos verdes que irradian una luz medio difusa. Espántelos, y siga cuidadosamente la dirección que ellos toman en su huída. Una vez al borde de la escalera, baje, y camine hasta el centro mismo de esa habitación amarillenta. Ahí entonces, basta descalzarse –si aún no perdió el calzado en el camino- y esperar que un líquido anaranjado, viscoso y un tanto fétido inunde por completo el cuarto. Mantenga la respiración hasta que dicho líquido llegue al techo e inmiscúyase en un agujero que hay ahí en alguna parte. Desnúdese, su ropa es un verdadero asco. Y camine distendidamente por la alfombra roja hasta la puerta. Tras ella aguarda la tan ansiada, más buscada y al fin hallada Fuente de la luz. Pero claro, vale aclarar, está custodiada, protegida, vigilada por los seres más hermosos del planeta –según cuenta la fábula- las Soñadoras de Árase.

Hadir Vin Hädaar estaba de pie ante esta última puerta, exhausto; y desnudo parecía más bien bastante escuálido. Juntó impulso. La atravesó.
Un intenso resplandor lo envolvió y al unísono unas voces –diáfanas como la mismísima claridad- lo arrastraba en remolinos, lo elevaba en volutas de humo delicioso y lo dejaba plácidamente acomodado en almohadones espumosos. Una a una se acercaron las mujeres, apenas vestidas con velos de luz que ondulaban como al viento. Le susurraban, lo acariciaban.
Embebido en suspiros deleitosos fue cerrando los ojos y se durmió profundamente.




Dicen que una vez, una mañana, llegó un raro viajero de otras tierras, de algún recóndito poblado, y que así como vino desapareció. Hay quienes afirman que alcanzó La fuente de la Luz y pasó a otro plano de la existencia, que es desde entonces un ser luminoso, como una esfera. Hay quienes dicen que estaba loco, y que murió de frío o sepultado en alguna gruta montañosa; o que incluso se fue lejos a otro pueblo varios horizontes más al norte. Para mí no es más que un cuento, como el cuerno de osobúes o el tricornio de la balaustrada. Hay quienes dicen que mientras duermen sienten la presencia de unos seres deslumbrantes de belleza, como haces y destellos, mujeres luminosas y perfectas. Yo no les creo, cuando duermo no tengo más que pesadillas. Estoy harto. Deseo impaciente el momento de abandonar el valle de Árase y viajar lejos, vivir una aventura de una buena vez.

Texto agregado el 04-09-2009, y leído por 174 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
05-09-2009 Buenísimo, bici!!! Qué imaginación! Un deleite este cuento. Beso. Jeve. Jeve_et_Ruma
05-09-2009 Realidades que se confuden con mentiras y dan pie a relatos que con el paso del tiempo se vuelven leyendas. Esta bien podría ser una. Saludos. Buen cuento. Azel
 
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