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Acompañantes



Me acuerdo que mi primera cita fue un tipo al que le faltaba un brazo. No recuerdo su nombre pero sí su historia. Una noche volvía de un motel en las afueras de la ciudad y su amigo que iba al volante se quedó dormido. Su brazo quedó apretado entre un eucalipto y las chapas retorcidas de la puerta. Su madre había venido de un pueblo de la provincia de Córdoba para verlo. Yo era la encargada de llevarlos al Monumento a la bandera, a la Florida, a cenar en alguna parrilla cerca del lado río y luego llevarlos de vuelta al hotel, dejar el paciente en el geriátrico y llevarla a ella al aeropuerto al día siguiente. De eso se trata ser una acompañante en Paloma de la paz.
Paloma de la Paz es una clínica privada especializada en tratamiento del dolor y medicina paliativa. Es un geriátrico para gente sola que va a morir. Más de la mitad de los pacientes son ancianas con Alzheimer o postradas por un ACV, pero también hay muchos jóvenes, cáncer, sida, esclerosis múltiple, parálisis cerebral, la casa no discrimina, la muerte tampoco.
Yo me recibí de musicoterapeuta, pero nunca pude armarme un buen consultorio, no soy de Rosario y casi no tenía pacientes. En el geriátrico pagan muy bien, la discreción es una virtud que siempre esta muy bien recompensada. Cita, esa era la palabra que te decían, cita y un número de teléfono. Al tipo del brazo amputado lo vi una vez más, lo lleve a la quinta de su hermano en Funes. Me pidió un cigarrillo y fumamos los dos en silencio adentro del auto. Me dijo que probablemente ese fuera su último cigarrillo. Luego me pidió detenerse en el aeropuerto, le gustaba ver partir los aviones.
En estos tres años he llevado a más de doscientos pacientes, algunos por varias semanas, pero solo recuerdo a media docena de ellos. La madre del amputado me trajo de regalo un sweater tejido a mano cuando vino al velorio semanas después. Las madres de los enfermos muchas veces me traían regalos y me pedían pequeños favores. Con el correr de los meses mi casa se fue llenando de cosas inútiles que me era imposible tirar. Lámparas, alfombras, ropa, pequeños muebles. Eran hijos, esposos, nietos de la gente que me las había regalado. Eran de madres, hermanas, abuelos cuyos rostros ya no recordaba. Alquilé una baulera para guardarlas, no se si me daba más miedo tirarlas o dormir con ellas.
Muchas veces me pedían que las ayudara a limpiar los departamentos vacíos, por lo general aceptaba, me hacía un buen dinero extra los fines de semana. Recuerdo el de un chico que había muerto de sida, un monoambiente que estaba en el edificio de Colón y Mendoza. En un cajón encontré un portafolio lleno de consoladores, esposas, disfraces de cuero y cientos de preservativos. Decidí tirarlos antes de que los viera la madre que había bajado a tomar un café. Me puse unos guantes de goma y los metí a todos en una bolsa plástica negra. Dentro del portafolio, había una caja pequeña, la abrí y encontré un arma y balas. Yo no se nada de armas, hasta ese momento jamás había tenido un arma en la mano. La tomé con las dos manos y apunte hacía la ventana para ver mi reflejo en el vidrio. Al ver las balas en la caja pensé que el arma estaba descargada. El ruido del disparo me heló la sangre y se me cayó el arma. Al golpear en el piso volvió a dispararse. El primer tiro había atravesado el somier y se había echo un agujero en el piso al costado de la pared. El segundo pegó en el taparollos de la persiana, dejando un agujerito redondo por el que se podía ver el cielo. Pensé que aparecería la policía o algún vecino que hubiera escuchado los disparos. Durante varios minutos observé la puerta ensayando las excusas con las cuales disculparme. Nadie. Ya más calmada tiré el arma y las balas en la misma bolsa de los consoladores. Abrí las ventanas, el viento fresco del río disipo el olor a cuero, látex y pólvora. Cuándo nos íbamos la señora me regaló una notebook del hijo, me dijo que sabía que valían mucho dinero pero que a ella no le interesaban las computadoras. Me la quedé aunque resultó ser un modelo viejo y lento, un trasto más, que a último momento decidí dejar también en la baulera.
He tenido sexo con tres pacientes, a un cuarto lo rechacé por que me ofreció dinero. Todos han muerto. El velorio del tercero fue la semana pasada. Solo había tres personas, su madre, su hermano y una tía.
No somos nada, esta tan tranquilo parece dormido, lo que me deja en paz es saber que no sufrió, gracias por venir querida, el mes que viene hay una misa, te llamo. Cuándo me acompañó al cajón creo que pensó que yo era la novia, de alguna manera yo también fingí serlo.
Hoy vendí la camioneta para transporte de discapacitados, dejé de ser una acompañante. Con lo que ahorré en estos tres años me voy a poner un negocio de decoración con mi hermana en Pujato, mi pueblo natal. En la terminal una chica adolescente reparte estampitas de santos, lleva un bebé de pocos meses alzado.
-¿Cómo se llama? le pregunté, cuando se acercó a dejar una estampita a mi lado.
- Poncharelo
- ¿Cómo? Fingí no haberla escuchado bien
- Poncharelo, como el de Chips´s la serie de la tele.
- No miro tele, miento, y sonreí estúpidamente, tintinee las llaves de la bodega enfrente de la cara redonda y seria de Poncharelo. El las miró y sonrío, se le formaron hoyuelos.
- ¿No tiene algo para darme? me preguntó ella, mirando mis tres valijas. Poncharelo se estiró e intentó con sus dos manitos agarrar las llaves, se las dí pero al soltarlas cayeron al suelo.
- No, no tengo nada.
Cuando recogí las llaves ya se habían ido.


Texto agregado el 30-08-2009, y leído por 130 visitantes. (0 votos)


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