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LA NUEVA AURORA
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Omar hizo la primera sonrisa frente a los ojos de su madre y las miradas maternas siguiéronlo, a través de sus primeras palabras y sus primeros pasos. Más tarde aprendió a llamarla con insistencia ante los objetos del mundo que iban despertando su curiosidad. Y era la misma mirada de la madre, que le contestaba, antes de responderle con palabras.

Fátima colocábalo sobre unos almohadones de seda damasquina color escarlata, esparcidos sobre el alfombrado persa. La luz penetraba por el ventanal enrejado y él jugaba con ella, tratando de capturarla. Una tarde llegó tambaleante hasta el cortinado color púrpura y con pasos aún zigzagueantes, entró en la sala contigua. Su madre seguíalo por detrás. Una algarabía de voces masculinas sentadas en rueda sobre cogines, saludó al nuevo integrante de esa familia.
Muzá levantó a su hijo para presentarlo a sus visitantes, como si el niño ya fuese un caballero granadino en estampa viril

Otro día, bajo el sol luminoso de Andalucía, el pequeño transpuso gateando la reja que daba hacia el patio interior, atraído por su claridad. Fátima asustada corrió tras su hijo. La luz que emanaba del patio arrebató las dos figuras ¡y se iluminaron los ojos morunos del pequeñuelo, agitado pero sonriente, recortándose en el marco rosado de las vestiduras translúcidas de su madre! Ella recogió la gasa que la contorneaba y la luz que penetraba por el ventanal en arco, fue dibujando todas las formas de su cuerpo. Juntos entraron en la frondosidad del patio, donde el agua de la fuente describía un mundo de saetas que fundíanse con el aire, como múltiples cristales esparcidos en su derredor. Precipitado sobre ellos en un impulso súbito, Omar vióse de improviso húmedo y frío, profiriendo en lastimero llanto. Un rizo goteábale sobre la frente y su madre comenzó a secarlo, con la gasa transparente de su túnica. El niño se tomaría con fuerza sus largos cabellos ensortijados, mirándola con fijeza.

A lo largo de su vida errabunda y agitada, de gran aventurero, recordaría siempre aquellos ojos obscuros, sombreados y penetrantes, con los cuales la morisca le fuera mostrando los colores, los perfumes, los ornatos, las alegrías de una vida que habría de extinguirse para él, al entrar en su séptimo cumpleaños.
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El sol declinó en aquella tarde de Granada, cuya inclemencia de fuego pareciera continuarse con la noche, a pesar del descenso de calor que llegaba suavemente con la brisa nocturna desde la Sierra Nevada. Sobre ese escenario andalusí nutrido por vertientes naturales, que emanan de las rocas donde se levanta la Alhambra, el niño Omar fue transcurriendo sus primeros siete años de vida, bajo los cuidados minuciosos de la mora granadina.

¡Y fue entonces! … cuando de la tutela materna debía pasar a la paterna, que el horizonte de su existir cambiaría totalmente. Pero no iba a ser en sí misma la lejanía de ella, aislada en el harén entre tules y danzas orientales, la razón principal de este cambio. Sino el doloroso devenir mismo que le aguardaba, y que lo arrastraría para siempre del lugar donde había nacido.

Omar había pasado recién su séptimo cumpleaños, cuando su casa se vio arrasada por las tormentas del último combate en la ciudad de Ronda...Y Granada, la capital del reino nazarí, capitulaba en enero de 1492, entregando la Alhambra. …¡GRANADA!

………………………

En los años que siguieron el niño aprendió a errar solo por las calles, con sus vericuetos intrincados y sus largas escaleras en pendientes misteriosas. Recorría una y otra vez ese blanco Albaicín ahora aletargado, entre mezquitas de oro llenas de cruces nuevas y la gran sinagoga granadina erguida en el centro citadino, transformada de repente en catedral cristiana.

Aún oíase hablar el mozárabe entre la puerta de Elvira y la de Vivarrambla. Y el niño recorría ese espacio a pie (donde antaño cabalgaba el rey moro en su blanco rocín adornado de turquesas) pero con un oculto deseo de fuga hacia las costas, donde Simbad lo esperaría para transportarlo hacia los mares, en su nave encantada.
Su educación paterna fue el tumulto de la época, y de la materna comenzó a olvidarse. Mientras que la mirada de Fátima, aquella mora antaño envuelta en gasas que lo cuidara con ternura oriental en sus primeros años, se extinguió en una noche sombría como ella...

¡Roja de hoguera y negra de Inquisición!

Una mano piadosa retiró al niño de aquel lúgubre lugar, donde encapuchados quemaban a su madre, para llevarlo hasta un convento. De allí salió ya muchacho con un nombre distinto : JUAN … Y fue él uno de los tantos "Juanes" que partieron veinte años después de los puertos españoles rumbo a las Indias lejanas y misteriosas, las Indias que prometían olvido...
Olvido… Riquezas... Gloria.

¡Y una NUEVA AURORA!

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¿Llegó el olvido? ¿Llegó la Nueva Aurora? ¿Llegó en verdad? … Se preguntaría a sí mismo más adelante, Juan el Valiente, Juan el conquistador de Indias cuando a su lado una Virgen del Sol le pidiera como pago por su amor, el precio de una vida : la de su hermano, un noble incaico. Un Orejón. Pero la brillante y filosa espada de Juan no supo escucharla. Y brilló aún más en esa noche del incaísmo, tiñéndose de más guerra y de más sangre...

¡Y sangre corrió por las tierras del Inca!

¡Sangre!... por el río Amazonas o Marañón surcado de orilla a orilla. ¡Sangre!... ¡Sangre cuando cayó la cabeza altiva de Gonzalo Pizarro! Sangre en el Cuzco, en la búsqueda incesante de la Ciudad de los Césares, del País de la Sal, del País de las Amazonas… Sangre de años por las tierras sudamericanas, tierra de los hijos solares, la raza vencida. Mientras los obscuros cabellos de Juan, fueron perdiendo su color, hasta encanecerse. Y empalideciéndose el brillo de sus ojos moros, de tal manera que muy lejanamente podía verse a través de ellos al niño Omar, aquel niño que naciera junto a los arcos de la Alhambra.
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Era en el atardecer de una vida, cuando en el atardecer de un día, el conquistador de Indias contemplaba a su hijo mestizo, muy altivo y hermoso, montado en su caballo.

—La he encontrado, padre. Quise encontrarla y conocerla ¡Tengo derechos!— le dijo el joven

—No te niego tus derechos, hijo ¿Quién tiene y quién no tiene derechos?— expresóle el padre

—Tiene derechos el que no tiene culpas— respondióle éste.

—¿Y quién tiene las culpas? …Yo... el conquistador, por cierto.

—Padre... soy tu hijo… No te juzgo, te amo.

— ¡Culpas! ¿Y quién no las tiene? ..Ella... la Virgen del Sol. La virgen sagrada de un pueblo, conquistada y violada.

—Padre... no vengo a juzgarte.

—¿Y quién tampoco tiene culpas?... La mora que se extinguió toda quemada, bajo las miradas de su niño, en una noche de Granada.

—Padre...

— Escúchame ahora, hijo ¿De quién es la culpa de toda esta sangre? De toda la que ha corrido por este imperio y por estas Indias promisorias.

—Padre, yo no juzgo a nadie ¡soy un súbdito del Virreinato del Perú y feliz de pertenecer a él!... Pero quise conocer a mi madre.

—Sangre, sí, sangre... ¿Quiénes la derramaron? Nosotros los conquistadores— continuó el padre

—Padre... yo no te juzgo, pero conocí al fin a mi madre.

—¿Y quiénes somos los conquistadores? ¿Qué somos hoy y qué hacemos aquí? ¿Y qué ha sido del reino de Granada donde yo nací?

—Padre... llevo tu sangre.

—Hijo, escúchame, hasta ahora nunca hemos hablado íntimamente. Mira : tú has nacido en un mundo en construcción. Yo había nacido en un mundo construido.

—Padre... construiremos aquí uno nuevo, lo estamos haciendo día a día y nacerán de él muchas naciones.

—El mío ya estaba construido. Eso creí en mi infancia y cuando hube de salir de ella, cuando debí recibir el mensaje paterno, mi mundo ya no existía.

—Pero ahora existe éste, padre.

—Aquélla, sí era mi patria... Y ya no la tengo más.

—Padre... ahora tienes ésta, con todo su devenir.

— Déjame contarte, es importante para mí. Necesito que me escuches. Nací en el reino nazarita de Granada, era hermoso, lujoso, poético… y ya no te lo puedo describir, quedó demasiado atrás para mí. Luego vi su destrucción, minuciosa, extrema … ¡Como yo después destruí al Inca! Incluso sin darme cuenta de ello, era un simple soldado que buscaba escapar de mi duelo siguiendo a Simbad.

—Olvídalo padre, nada de eso conocí … Pero quería conocer a mi madre.

—Conquisté para un rey que no era el de Granada, para una cruz que no era del Profeta, con un nombre de bautismo que no me lo dio mi madre mora.

—Padre... también yo, el hijo de una Ñusta, una princesa inca, una antigua servidora de Inti, una virgen solar, estoy ahora bautizado.

— Hijo …¿Quién fui ayer? ¿Quién soy hoy? ¿Dónde está el olvido y la nueva aurora?

Un silencio se expandió sobre las últimas hojas del verano. Padre e hijo mirábanse condolidos, pero ambos seguros de sí..

—¡Aquí está!- señaló el hijo de improviso

Y la antigua servidora del Sol, aún altiva, apareció frente a él saliendo de entre los árboles. Eran blancos los cabellos de los dos, blancos como el porqué que los envolvía. Pero eran negros los del hijo mestizo. Y brillantes como la cruz de estrellas que extendíase hacia los caminos del sur, rumbo al Tucumanao, adonde el hijo dirigía ahora su caballo.

¡El, era el Olvido y la Nueva Aurora!

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Alejandra Correas Vázquez
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Texto agregado el 26-08-2009, y leído por 112 visitantes. (4 votos)


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