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Si el lenguaje es otra piel,
toquémonos más,
con mensajes de deseo.
Otra piel, Gustavo Cerati

Hoy, en los primeros momentos de luz, radiante luz, pasó algo. Algo necesariamente inesperado y urgente: el encuentro de dos latitudes opuestas que construyeron un mismo, aunque efímero, lugar. El y ella, dos cuerpos inicialmente extraños, yacían juntos por primera vez. Yacían en la misma proximidad en la que yacen los navíos recién llegados a las costas de territorio a penas descubierto. Costas que han sido encontradas por destino o por azar (“Seguro es por azar...”, dice él. “Tal vez sea por destino...”, dice ella). Los pasajeros de las naves en él querían recorrer esa geografía nueva (“Y, ¿cómo no desearlo, si el largo viaje había causado tanto desaliento?”, dijo ella). Los habitantes de las tierras en ella se resistían a aceptar la emergencia de tal desembarco (“Y, ¿cómo no negarse habiendo tantos ojos, tantas miradas cercanas, aunque solamente fueran vistas desde un punto ciego?”, dijo él).

De improviso, tal como cae la lluvia de una tormenta no anunciada, él dio inicio al desembarco. El, con cautela confiada; ella, con desinhibida precaución. Después de la inicial reticencia, se estrecharon, uno contra otro. Ya que los pasajeros de las naves habían logrado su primera incursión en el territorio, los pobladores de esos reinos, no visitados en tantas y tantas lunas, maravillados de sentir tantos y tantos sobresaltos, entendieron que la resistencia era inútil (“Y, ¡cómo negarse a la complicidad de unos roces compartidos!”, dijo ella. “Y, ¡cómo negarse a la aventura de recorrer y ser recorrido!”, dijo él). Suaves e intensas a la vez, las travesías de los pasajeros por las costas iniciaron superficialmente y, con la súbita ruptura de todo pudor y de toda vergüenza, se hicieron más íntimas. Los habitantes en ella, frente a estos recién llegados de él, no pudieron hacer nada más que darles la bienvenida. Así, curiosa y lentamente, los pobladores de estas tierras se aproximaron a las naves, ancladas a su puerto, para buscar contacto directo con sus pasajeros.

A pesar de que él y ella vieron venir el curso de los acontecimientos futuros, ni fácil ni simple, dejaron que visitantes y pobladores llegaran a un lugar intermedio entre aguas y tierras para que se conocieran y reconocieran (“¡Cómo no verlo venir!”, dijo ella. “¡Cómo no dejarlo llegar!”, dijo él). En esta ubicación imposible, en este lugar de ires y venires, similar a la franja del oleaje en la playa que acerca los navíos a las costas, pasajeros y habitantes intercambiaron objetos preciosos y preciados. Con sus manos, sus lenguas, sus labios, dieron y recibieron. Hasta las narices, al ver tanta y tanta generosidad, acordaron entrar también en el tránsito de los bienes. Una vasta gama de sabores y aromas salió de las naves en él y llegó a tierras de ella. Desde las costas partió un cúmulo de alientos y respiros con dirección a las naves, en necesaria respuesta a estos regalos.

Al terminar ese intercambio prolongado, se sucedieron varios fenómenos, que, aunque inexplicables, no fueron ni accidentales ni misteriosos (“Todo resulta claro”, dijo ella. “Nada resulta extraño”, dijo él). Primero vino un oleaje suave de los navíos que recorrían el contorno divisor entre tierras y aguas. Después, un terremoto dulce que inició en las costas y se extendió hasta las naves. Finalmente, una tormenta eléctrica que sacudió a ambos, pasajeros y pobladores, dejándolos asombrados. Pero, tras la tempestad, siempre viene la calma. Soplaron brisas y vientos que refrescaron tanto a habitantes como a visitantes y, a decir verdad, también desmelenaron un poco sus cabezas.

Tras el desembarco urgente, los pasajeros, exhaustos por las repetidas incursiones, volvieron a sus naves (“Ante la tristeza, ¿cómo no irse?”, dijo él). Los pobladores los vieron abordar sus embarcaciones y quedaron pensativos (“Frente a la añoranza, ¿cómo no quedarse?”, dijo ella). Las naves en él izaron velas. Los habitantes en ella se retiraron de la playa. Los pasajeros de las naves miraron las costas desaparecer imperceptiblemente. Las tierras en ella quedaron desiertas. Y tanto ella como él, tanto él como ella, desdibujaron al instante ese lugar imposible que habían creado.

Los pobladores de las tierras en ella seguramente se han quedado en espera de que otra embarcación llegue a sus costas (“Posiblemente...”, dice ella). Es probable que los pasajeros de los navíos en él hayan ido en busca de otras geografías (“Seguramente...”dice él). Pero la esperanza de otro desembarco de esos mismos navíos en esas mismas costas, la frágil fortuna de que otros pasajes similares ocurran (“no tan urgentes...”, dice ella, “...ni tan inesperados”, agrega él), aún resplandece, radiante, como la luz de esta mañana.

Texto agregado el 03-07-2009, y leído por 143 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
05-07-2009 Toda una historia de conquistas territoriales muy bien narrada. :-) santacannabis
 
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