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1


El portafolios le colgaba de la mano como si fuese una pluma, según le habían dicho no valía más que una bolsa de transgénicos para perros, y era lo único que llegarían a decirle.
Sebastián tenía 22 años, era alto, corpulento y su rostro, aunque no hermoso, de vez en cuando hacia voltear alguna cabeza. Pero él se encontraba más allá de eso, mucho más allá. No había estado nunca con una mujer y tampoco le quitaba el sueño, para él solo existían dos prioridades, su madre y el trabajo, en ese preciso orden.
Los escalones de madera se quejaban bajo sus botas, había querido usar el elevador pero estaba descompuesto, así lo decía el cartel (un trozo de papel escrito con pintura de labios) pegado a la puerta como al pasar. El lugar era un hotelucho de cuarta de la avenida Imperio, calle deseada por el abandono y la mala vida. Debía entregarle el portafolios a una mujer registrada con el nombre de Rebecca Toro, habitación 4 H en el séptimo piso.
Divisó el numero 7 indicando que había llegado al piso, cruzó el pasillo lleno de polvo (suponía que rara vez se dignarían a barrer) y se detuvo delante del 4H que antes había sido color cobre y ahora no era más que una mancha oxido en la puerta de madera.
“¿A quién carajo se le ocurrió hacer la entrega en ese lugar de mierda?”, protestó para sus adentros. Pero era algo más lo que le estaba hurgando el cerebro como si fuesen miles de gusanos inquietos, lo había acompañado desde que su jefe le había entregado el maletín con las instrucciones.
“¿Porqué yo?”
No era más que un cadete interno, y según las normas un cadete interno jamás sale a tareas en el exterior. Así que ¿por qué lo habían elegido a él para hacer la entrega?. El señor Paston le había dicho que el contenido del maletín no era importante y mucho menos clasificado, que lo habían elegido porque nadie se fijaría en él y era solo una entrega. Pero no era convincente, ni sus palabras ni el sudor de la frente en un ambiente climatizado como el de esa oficina. Y fue eso lo que hizo que cerrase su boca y simplemente aceptase.
El no era su padre, pero tenía cosas de él, su sexto sentido por ejemplo. Y ese sentido extra le decía que había algo más, que debía andarse con cuidado.
Y no le falló.
Levantó el puño para llamar a la puerta cuando de soslayo divisó una figura que se movía detrás del ventanal sucio al final del pasillo, volvió el rostro hacia la ventana cuando estalló en miles de fragmentos y fue espectador de lujo de una entrada de película. El hombre (hasta ahí creía que era un hombre) cayó con la rodilla derecha en el suelo hiriendo las viejas tablas y levantando hacia él un arma. Un segundo después escupía una bala.
El movimiento fue reflejo, levantó el maletín a la altura de la cara, lugar donde iba dirigido el proyectil y el impacto hizo que este le aplastase la nariz con la planchuela de aleación revestida de un fino cuero. Cayó al piso cuan largo era, estaba aturdido y sin saber si estaba vivo o muerto. Al parecer no podía abrir los ojos, al menos creía haberlo intentado.
Escuchó los pasos acercarse lentamente a él, sentía el portafolios en la mano derecha y lo apretujó un poco más. Estaba aterrado, pero vivo, y no deseaba morir en una pocilga de la Avenida Imperio. Comenzó a sentir como le latía la nariz rota. Los pasos se detuvieron a un lado de él, no se movió, ni siquiera cuando el hombre que no era hombre lo palpó con una de sus botas.
-No me engañás...– comenzó a decir el hombre, pero no pudo terminar la frase.
Sebastián lanzó una patada a la rodilla y el hombre se inclinó, y como si hubiese sido un solo movimiento le golpeó en la cara con el maletín y lo lanzó al suelo. El golpe en las maderas sonó exageradamente fuerte, pero Sebastián no se percató de ello en ese momento. Simplemente salió corriendo como un galgo en búsqueda del conejo de peluche, como así tampoco se dio cuenta de la apariencia del sujeto en el suelo.
Bajaba los escalones a los saltos, temiendo caer mal y rodar hasta el fondo, pero el miedo era más y simplemente lo dejaba ser. Estaba llegando al tercer piso cuando escuchó gritos y una de las puertas se abrió castigándose contra la pared descascarando la húmeda pintura, detrás de ella apareció una figura que inmediatamente alzó la vista hacia Sebastián. Era enorme, dos metros quizá. El pelo blanco le pasaba unos centímetros la altura de los hombros, tenía los ojos completamente oscuros y grandes, demasiados para un hombre. Llevaba una campera de cuero blanca hasta la cintura y pantalones negros. Con sorprendente tranquilidad levantó una brazo armado hacia el muchacho y accionó el disparador. Un momento antes Sebastián había tratado de hacer un paso a las espaldas, pero su talón resbaló con el peldaño y se fue hacia atrás en el momento que el hombre de los ojos negros disparaba; el proyectil le cruzó a un lado del oído e hizo volar astillas de madera vieja por el aire rancio. No alcanzó a caer que ya estaba de pie corriendo escalones arriba con el hombre de pelo blanco detrás de él, recordó que el otro sujeto estaba arriba, por lo que en el quinto piso torció a la derecha hacia la escalera de incendios. El maldito maletín seguía colgando de su mano, especuló por un momento en dejarlo detrás de sí para que de esa manera sus perseguidores no se convirtiesen en sus asesinos, pero se lo pensó mejor. Quizá de esa manera podría ganar un poco de respeto, no mucho; pero él no necesitaba demasiado, solo una inyección de autoestima.
Llegó a la escalera de incendios, cruzó la pequeña ventana sin vidrios y salió al exterior.
En esta escalera debía de andarse con más cuidado, los escalones eran filosos y muy cercanos unos de otros, por lo que estaba más propicio a pegarse un revuelco. Pero echó la idea por tierra cuando un nuevo proyectil lanzó chispas a escasos centímetros de su mano libre. Volvió la vista hacia arriba, cosa que no debió haber hecho, ambos hombres estaban apuntando hacia él. En ese momento se fijó en el de la entrada espectacular, era idéntico al que lo atacó en las escaleras, pero a la vez no lo era. Tenía el mismo corte de cabello y las mismas vestiduras, pero el pelo era negro, los ojos blancos, y la chaqueta negra; no le vio los pantalones, pero supuso que serían de un color claro.
Dos nuevas detonaciones lo sacaron del trance en el que se encontraba, con un rápido movimiento, que lo adujo a la adrenalina del momento, logró esquivar las balas que dieron en los hierros haciendo que de alguna manera la escalera se balanceara en sus goznes rechinando como un cerdo bajo una cuchilla.
El armazón cedió y Sebastián se vio obligado a lanzarse al vacío desde el segundo piso.
No supo de que manera pero logró caer bien parado a pesar de la altura.
Estaba llegando a la esquina del callejón donde había salido cuando decidió mirar atrás justo para poder ver como ambos sujetos se lanzaban desde el quinto piso y caían parados apenas flexionando las rodillas. El muchacho quedó helado, acababan de lanzarse de un quinto piso para caer parados y sin ningún problema, lo cual era simplemente imposible. Sin mencionar que el suelo bajo ellos había sucumbido al peso de ambos agrietando el concreto.
Inmediatamente retomó la carrera hacia la avenida Imperio, se encontró con las decenas de vagos y proxenetas, prostitútas y traficantes de axxeg; ladrones de poca monta y más vagos. El vaho era embriagador y a la vez repugnante, una mezcla de desperdicios y el zumus que despedían los aerotransportes. Salió tan rápido a la calle que tuvo que agacharse para que uno de ellos no le arrancase la cabeza de cuajo, en esa parte de la ciudad nadie respetaba la altura de vuelo establecida.
Se sorprendió al ver que aún le quedaba un resquicio de humor cuando, después de lo que acababa de pasar, escuchó lo que uno de los taxistas que estaba estacionado a un lado del cordón le despidió en un grito.
-Fijate por donde vas, estúpido.
No pudo evitar que una sonrisa se le marcase en los labios y que de momento se olvidase que detrás de él seguramente seguirían esos tipos salidos de algún mundo paralelo.
Cruzó la calle medio agazapado y llegó donde el taxista que le había gritado.
-¿Está de servicio?– le preguntó.
-La que va a estar de servicio va a ser la funeraria de la vuelta si seguís cruzando esta avenida de esa manera– le escupió el taxista viendo al muchacho palparse la nariz.
-Usted maneje que yo me encargo de mi mismo.
El taxista lo examinó con la mirada, estaba a punto de decirle algo cuando el muchacho lo cortó.
-Si me lleva sin preguntas le pagaré con moneda en papel– le dijo.
-¿Cómo es que tenés mon...?
-Dije sin preguntas.
Cuando el taxista volteó para entrar en el aero el muchacho abrió la puerta trasera y echó una rápida mirada sobre el hombro, ahí estaban los dos. Parados al otro lado de la calle como estatuas, levantaron los brazos al mismo tiempo con rigidez, como si las pesadas armas no lo fuesen en lo absoluto.
Sebastián se arrojó dentro del taxi.
El aero había emprendido la marcha cuando dos impactos dieron en las láminas del metal transparente de las ventanillas.
-¿Qué mierda...?
-Maneje, por Dios. Sáquenos de acá- pidió el muchacho en un balbuceo desesperado.
El taxista obedeció, no porque el muchacho se lo pidiese sino porque las balas se lo exigían. El aerotrans se elevó como un torpedo hacia el cielo violáceo, color adquirido por la gran burbuja que protegía lo que antes había sido Paraná. De la vieja ciudad solo el nombre quedaba, más por un patrimonio histórico que por otra cosa.
Un par de minutos después transitaban la aerovía.
Sebastián no sabía si los sujetos lo seguirían o no, pero le pidió al taxista que fuese más rápido y le dio la dirección de la agencia. Ninguno de los dos habló en el camino. El muchacho porque trataba de averiguar en vano que era lo que había sucedido en ese puto hotelucho, y el taxista porque solo deseaba que su pasajero le pagase con moneda de papel. Pero si iba hacia la A.D.I.A.P. (Agencia de Inteligencia Artificial Privada) no debía de estar mintiendo.
Miró el maletín abollado por el proyectil y estuvo a punto de abrirlo, pero desistió de la idea. Habían tratado de matarlo por algo que supuestamente no valía nada, sabía que no le habían dicho la verdad; pero ahora iban a hacerlo.
El muchacho pagó con tres monedas de papel y no con créditos.
-Creo que paga bien el viaje y el arreglo del aero– le dijo Sebastián con una sonrisa.
-Sí, lo arregla muy bien– le contestó el taxista, y antes de cerrar la puerta le dijo. –¿Sos un agente de la ADIAP?.
El muchacho no pudo evitar una sonrisa cómplice, levantó el dedo índice y se lo cruzó en los labios. No le dijo que lo era y tampoco se lo negó, no creyó estar mintiendo después de lo acontecido.


2

Los pasillos brillaban como siempre y en su veloz caminata hacia la oficina del señor Paston tuvo que detenerse un par de veces para no atropellarse los animatronics sirvientes que mantenían el lugar. Había al menos 5 por cada piso, dos de limpieza, dos del lunch y uno de carga; pero eso variaba dependiendo del piso.
Una vez frente a la puerta que decía “Paston, Dirección de Inteligencia Artificial” no pensó en golpear, simplemente manoteó el picaportes y se metió de lleno en la oficina.
El señor Paston estaba sentado con la mirada clavada al escritorio y las manos sosteniendo la cabeza, al sentir la puerta abrirse se incorporó de inmediato con un dibujo de sorpresa en los ojos.
-Sebastián..., ¿qué...?.
-Exacto– interrumpió. -¿Qué es lo que hay acá adentro?, y no voy a responder nada hasta que me lo diga. Casi me mantan por llevarlo– dijo y lanzó el maletín sobre el escritorio.
-¿Qué pasa Paston?– se oyó una voz a través del intercomunicador.
-Nada señor, deme unos minutos y después le llamo– dijo y cortó la comunicación.
“¿Nada señor?”, se preguntó el muchacho. Paston era de los más altos ejecutivos de la ADIAP, y no se refería a casi nadie con “señor”, salvo que fuese...
-Sebastián...- comenzó a decir Paston. –No se que..., que pudo pasar. La entrega estaba libre de conexiones exteriores..., es imposible que alguien se pudiese enterar.
-Imposible no, trataron de matarme como si lo que hay ahí dentro fuese un secreto de seguridad nacional– exageró el muchacho, al menos él creía estar exagerando. No sabía cuán acertado estaba.
Paston esquivó el escritorio y se acercó al muchacho para rodearlo con un brazo.
-Tomate el resto del día, andá a tu casa con tu madre. Yo me voy a encargar de averiguar que es lo que pasó. Y no te preocupes, me parece que de hoy en adelante vas a dejar de ser un simple mensajero interno.
Sebastián no sabía que pensar al respecto, quería que le den respuestas; pero también sabía que no las conseguiría. Al menos no ese día.
-No me voy a quedar tranquilo con que me den el día libre- le dijo.
Notó en Paston una mirada inquieta y nuevamente finísimas gotas de sudor en la frente, al aire mantenía siempre la temperatura ambiente en unos 21°. No podía ser otra cosa que nervios, o miedo. Daba igual.
El chico se despegó del brazo de su jefe que había aflojado el ímpetu fraterno, llegando a la puerta volteó con la mano en el picaportes.
-No se preocupe, me gusta ser un simple mensajero interno.


3


Decidió caminar hacia su casa, eran pasadas las 19 Hs. Y pronto la gran burbuja se abriría y dejaría que la brisa llenase la ciudad con la frescura nocturna, y ese espectáculo de la naturaleza no pensaba perdérselo dentro de un aerotrans.
Se había negado a ser trasladado por algunos agentes a su casa, no creía correr peligro. Después de todo no llevaba el maletín y hacía bastante tiempo que no caminaba.
El constante zumbar de los automóviles y los transportes le llegaban en un enjambre molesto, no hay una de cal sin una de arena, pensó.
Miró el reloj y luego hacia el violáceo firmamento que se iba tornando oscuro, deseaba con impaciencia la apertura del blindaje, respirar aire (aunque haya noches que debían soportar olores extraños provenientes de las fábricas a kilómetros de la periferia) era como recargar energías para él.
Ni bien el sol se perdiese en el horizonte la burbuja se abriría, le habían dicho que antes el aire era como un sorbo de agua de manantiales. Podía sentirse la frescura penetrar por las fosas nasales y depositarse en los pulmones como si fuese una pastilla de menta. Pero para él estaba bien así, no quería imaginarse la dulzura que pudo haber sido 57 años atrás antes de que todo se viniese abajo. Era mejor pensar que esto fue siempre así, como lo conoció.
Iba tan absorto contando los minutos que faltaban para las 19:56, hora en que el sol debía ocultarse, que no se percató del automóvil que se posó al otro lado de la calle.
De él bajaron cuatro personas, se miraron entre si y cruzaron la calle para colocarse a unos veinte metros por detrás de Sebastián, iban muy informales en su vestimenta y a decir verdad eran buenos actores. Si lo que querían era pasar desapercibidos lo estaban logrando, caminaban y se reían mientras unos de ellos hablaba.
-Pasando la Urquiza hay un callejón a la derecha, tenemos que estar lo más cerca posible– dijo el que parecía ser el jefe de grupo. Los otros tres lanzaron carcajadas y risitas, como si lo que acababa de decir hubiese sido entre lo más gracioso y estúpido que habían oído. Mientras lo hacían palpaban las armas bajo las ropas.
19:54, solo quedaban dos minutos. Sintió la sangre correrle más rápido.
El sonido de los retractores del blindaje iban ganando fuerzas, uno podía apenas distinguirlo entre los zumbidos de los aeros, los puestos ambulantes de los vendedores y sus molestas musiquitas, los gritos constantes de los puestos flotantes de comidas rápidas y los pitidos de los semáforos flotantes. Sebastián no podía evitar sentirse excitado al saber que de un momento a otro podría ver las estrellas y percibir la brisa del desierto, tanto que una vez que llegó al callejón tardó en reaccionar cuando cuatro hombres lo empujaron hacia la boca de lobo.
No pensó en nada, ni en el maletín, ni en quienes serían esos hombres, tampoco en Paston ni en la agencia. Solo el rostro de su madre le cruzó por la memoria, como si su nombre fuese un personaje de una calesita desquiciada pasando una y otra vez frente a sus ojos.
Los cuatro hombres lo sujetaron fuertemente por los brazos, no intentaban hacerle nada, simplemente trataban con todas las fuerzas de impedirle movimiento alguno.
-Ténganlo fuerte. Acuérdense de lo que nos dijeron– recordó el hombre que parecía ser el jefe de grupo.
-¿Porqué me siguen, que es lo que quieren?– preguntó a sus captores. Sabía que dinero no era lo que estaban buscando.
-No hablen con él. No digan una sola palabra.
“El maletín, quieren saber donde esta el maletín”, se dijo.
Pensaba en eso cuando del otro lado del callejón una figura emergió de la oscuridad, como si las sombras se uniesen a su complexión dándole una apariencia monstruosa. Los cinco quedaron en silencio.
Sebastián no tardó en ver de quien se trataba, era uno de los fenómenos que habían tratado de matarlo en el hotelucho de la Avenida Imperio.
El de los cabellos negros.
Llegó a unos diez metros y se detuvo, el muchacho comenzó a sentir miedo, miedo por no estar nervioso sabiendo que estaba a punto de morir. No tenía el maletín y seguramente hallarían la forma de sacarle la información, pero no estaba nervioso.
Los cuatro hombres miraron al recién llegado, este metió una mano bajo la campera de cuero y sacó un arma. Era una pistola, una Glock x4 de un tamaño descomunal al igual que sus proyectiles. Sebastián la conocia, había visto varias películas en la agencia sobre armas experimentales; aunque nunca en vivo. Ahora tendría la oportunidad de percibir un plus, sentir como se abría paso por sus carnes.
El hombre de los cabellos negros y ojos exageradamente blancos levantó el arma hacia él y accionó el gatillo sin medir palabras.
Directo al grano.
Fue un momento fantástico, recubierto con una lámina de rareza que lo poseyó como un amante desesperado. Parecía estar viviendo un sueño en el cual se veía a si mismo, pero a la vez sabía que no era un sueño, y todo eso sucedía mientras del desierto que rodeaba la ciudad venía la brisa trayendo granos de arena.
Un momento estaba atrapado por dos hombres de cada brazo, y al siguiente daba un salto hacia atrás quedando en forma horizontal esquivando el proyectil de la Glock x4. Sus pies chocaron con la pared y se impulsó hacia delante mientras los hombres que lo sostenían eran arrastrados con él para luego caer cuan largos eran. El hombre de los cabellos negros lanzó un alarido de frustración, pero enmudeció inmediatamente al ver que el muchacho corría hacia él.
Corrigió la mira, pero fue tarde.
Un puño chocó con su rostro y lo hizo tambalear, el sonido fue extremadamente metálico.
Un segundo después la Glock ya no estaba en sus manos.
El hombre de los cabellos negros giró en redondo, sabía lo que se iba a encontrar.
Sebastián estaba con la pesada arma en sus manos apuntándolo, tenía la mirada perdida pero astuta. Una mezcla de incertidumbre y excitación.
La Glock expulsó su bala.
Los hombres que lo habían atrapado no se quedaron para ver el espectáculo, huyeron como ratas por los tirantes de un establo que se estaba incendiando. El muchacho no hizo nada por detenerlos, estaba absorto viendo el cuerpo del hombre que acababa de matar con un arma que no debía existir en las calles.
Se acercó al cuerpo con sumo cuidado, más por el aturdimiento que por si seguía con vida. Ahí estaba, con un hueco del tamaño de una pelotita de golf en medio del pecho.
Vio algo que le llamó la atención, creyó que era por la escasa iluminación del callejón, pero de todas formas hincó una rodilla a su lado. Llevó una mano hacia la herida y mojó los dedos con la sangre para luego llevárselos a la nariz, era en efecto un olor dulzón, pero nada parecido a la sangre. Y mucho menos cuando le clavó la vista, era violeta, al igual que el blindaje diurno de la ciudad.
Sabía lo que era, lo que comúnmente se conocía como sangre de motor entre los ingenieros de robots.
La savia de las máquinas.
La pierna le flaqueó y cayó de culo en el pavimento.
Era simplemente “imposible”, decididamente incorrecto.
Pero ahí estaba el robot que había intentado (dos veces) matarlo a sangre fría, no entendía porque no lo habían intentado los hombres que lo habían sorprendido. Porque si un robot lastimaba a una persona, tan solo sea por accidente, el responsable de su construcción podía llegar a pagar con la muerte. Buscó en la nuca la impresión del fabricante, pero no había nada ahí.
Hacía diez años que no se registraban siquiera accidentes, desde que los gobiernos del mundo habían pactado intervenir en todas las fábricas a rajatabla, controlando que cada robot lleve consigo las tres leyes principales.
Sebastián las recordaba completamente, suponía que todo el mundo debía de hacerlos. Eran simples y llanas.
El muchacho las recitó en un susurro mientras se untaba los dedos otra vez.

1.- Un robot no puede lesionar a un ser humano, o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea lesionado.
2.- Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley.
3.- Un robot debe proteger su propia existencia en la medida que esta protección no sea incompatible con la Primera o Segunda Ley.

Se levantó con dificultad cuando terminaba de recitar la ultima ley, pensó en dejar el arma ahí, pero se la metió en los pantalones.
Cuando salió nuevamente a la calle pareció que el velo que lo había envuelto durante el pleito había desaparecido, pero no podía disfrutar del aire “puro” de la noche.
No podía entender que era lo que había sucedido, y no solo al ataque recibido, sino su reacción, sus movimientos que no habían abarcado más de cuatro segundos. ¿Cómo mierda había hecho para sacarse de encima a cuatro hombres corpulentos y luego desarmar a un robot?, ¿tendría lo que le habían dicho que tenía su padre?, ¿el don?. Por algo su padre había llegado tan alto y todo el mundo lo respetaba, se lo había ganado en las calles; pero siempre le habían dicho que nunca llegaría a ser como él.
O quizá no querían, sobretodo su madre.
Su padre había fallecido dos años atrás en una forma bastante extraña, las pericias revelaron un accidente, pero su madre estaba lejos de creérselo. Y no quería perderlo a él también, lo sabía. Así son las madres al fin y al cabo, no hay porque culparlas.
El pensamiento lo chocó como una inmensa luminaria, como cuando apareces por una calle oscura y de la esquina emergen las luces de un auto a punto de estrellarte.
“Mamá”, aulló algo en su caverna.
Si lo encontraron ahí, también debían de saber donde vivía.
Palpó el arma bajo la tela del pantalón y salió disparado chocando personas en su carrera desesperada.


4


No se había dado cuenta hasta ese momento de la buena vista que tenía, la adrenalina podía hacer cosas formidables. Estaba parado sobre las gruesas ramas de un viejo roble que había plantado su abuelo cuando era un chico todavía, cuando no se necesitaba de la gran cúpula violeta para filtrar los rayos del sol.
Había movimiento dentro de la casa, y fuera.
Un hombre fuertemente armado custodiaba la puerta trasera, llevaba puesto un traje azul oscuro con un Helmet como escudo y una escopeta con munición de punta de mercurio.
Tampoco la había visto en las calles, pero ya no le sorprendía.
Hacía mas de dos horas que estaba en el mismo lugar, agazapado en la oscuridad de las ramas esperando el momento preciso. Cada hora parecía sonar algo en su casco, el hombre agachaba apenas la cabeza como un acto reflejo y pronunciaba una palabra que no alcanzó a oír, pero no era importante. Al menos no para lo que pensaba hacer.
Oyó el sonido proveniente del casco y sin esperar a que el uniformado agache la cabeza saltó de la rama hacia él.
El uniformado no lo vio llegar pero alcanzó a decir la palabra.
Sebastián le cayó en los hombros enroscándole las piernas al cuello, lo tumbó y con un meneo de caderas le quebró el cuello.
Matar a una persona no estaba en sus planes en un principio, pero si su vida y la de su madre estaban en juego...
Bueno, esa ya era otra historia.
Pudo entrar por otro lado, pero abrió la puerta y se metió dentro mientras sacaba el arma que le había sacado al robot.
Había tres hombres en la cocina y el living, dos de ellos voltearon al oír la puerta trasera abrirse y lo ultimo que vieron fue al muchacho entrar con el brazo extendido. El otro estaba a punto de salir por la puerta principal, llevaba un teléfono en la oreja.
Tres disparos rápidos y certeros.
Torció a la derecha y subió apresuradamente las escaleras, los estampidos debieron de oírse a varios block de distancia a pesar de los aeros y sus turbinas. Corrió hacia la habitación de la madre y arremetió dentro, sorprendentemente no había nadie con ella. Tal vez porque estaba fuertemente atada a una mecedora de madera, una cinta negra le corría por toda la circunferencia de la cabeza a la altura de la boca. El corazón pareció darle un vuelco, la primera impresión era la de una persona muerta. Ojos cerrados, cabeza caída y completamente inmóvil. Pero lentamente levantó la cabeza y abrió los ojos.
Sebastián dejó caer el arma y corrió hacia ella.
No había alcanzado a sacarle la cinta que ella ya intentaba decirle algo.
-Esperá mamá, no digas nada– le pidió.
Una tremenda explosión hizo temblar la casa, al parecer había más hombres fuera del lugar.
“Demasiados para solo venir por mi”, pensó el muchacho.
Desató a su madre y levantó la Glock del suelo, revisó la capacidad; estaba a la mitad de su carga completa.
-Sebastián...– comenzó a decir su madre.
-Ahora no mamá. Después te explico cuando salgamos de acá– le dijo.
-No Sebastián, no necesito que me expliques nada. Soy yo quien te debe una explicación.
Afuera los aeros parecían caer del cielo a borbotones, se escuchaban sirenas y gritos de órdenes.
El muchacho levantó una mano hacia su madre para que callase y se dirigió casi deslizándose a la ventana, pulsó un pequeño botón rojo y la persiana cambió el color oscuro para ponerse cristalina.
Había al menos un centenar de personas yendo y viniendo, pero Sebastián no les prestaba demasiada atención a aquellos que corrían o apuntaban sus armas hacia la casa. El tenía su interés centrado en el compañero del robot que había inutilizado en el callejón; ahí estaba el de los cabellos blancos y los ojos de brea. A su lado, impartiendo ordenes estaba Paston, su jefe.
Retrocedió de la ventana, tenía la mente tan nublada que no podía pensar con claridad.
-Hijo... – susurró su madre entre los miles de sonidos. – Te buscan a vos. El maletín era solo...
Sebastián volteó de inmediato.
-¿Qué sabés del maletín?, ¿quién te dijo...?– hizo una pausa y cerró los ojos en un acto de incertidumbre. -¿Porqué me buscan a mi?
-Me avisaron esta mañana.
-Mamá, ¿qué te avisaron?– el muchacho se acercaba a su madre con los ojos desorbitados.
La mujer comenzó a llorar, le temblaban las manos y la boca parecía ser la de un títere descompuesto. Sebastián la tomó por los hombros, le dolía ver a su madre de esa manera, pero necesitaba respuestas.
Las que había pensado en sacarle a Paston al otro día.
-Mamá, ¿por qué me buscan a mi y qué sabés del maletín?.
-Tu padre...- comenzó a decir, pero no pudo completar la frase.
“Sebastián Sraier, salga de la casa en este momento y entréguese. No queremos hacerle daño ni a usted ni a su madre”, sonó una voz a través de un altoparlante.
-...él diseñó un robot- siguió hablando con rapidez.- Uno que a la vista es completamente humano. No lleva las leyes de la robótica, puede hacer lo que quiera según las necesidades de inteligencia. Pero nunca quiso decírselo a la agencia, una noche tu padre apareció muerto en el laboratorio junto con sus colaboradores.
-¿Y el robot? – preguntó el chico.
-Siempre estuvo acá Sebas, conmigo.
No era necesario nada más, sabía a que se refería su madre, aunque pareciese imposible. ¿Por qué iba a decírselo si era una mentira?, pero. ¿El era un robot?.
“A la vista es completamente humano” resonaron las palabras de su madre.
-¿El maletín era...?
-Era solamente para de esa manera poder hacer un scan de tus fluidos corporales, de tu sangre – le explicó.- Llegaron ni bien te fuiste a la agencia, no pude hacer nada...
“La sabia de las máquinas”.
-¿Porqué no me lo dijiste antes?- le interrumpió con un tono desconsolado.
Ni siquiera podía entender que se lo estaba creyendo, era raro, pero fue como si dentro suyo se hubiese disparado una contraseña que estaba esperando ese momento.
-Estábamos vigilados constantemente, si solo se percataban de un pequeño cambio en la rutina...
En ese momento entendió porque los robots habían querido matarlo, él no era humano. La primera ley lo decía muy claro, “Un robot no puede lesionar a un ser humano, o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea lesionado”. Y él no era humano, por lo tanto no había ningún error en ello. De todas maneras era demasiado para asimilar en solo un instante, todo aquello parecía un sueño, una pesadilla; y en el fondo deseaba que fuese solo eso.
Pero no lo era.
-Soy un robot– susurró agachando la cabeza. Se miró los pies, luego levantó los brazos y los estudió. Bajo él los sonidos de pisadas yendo y viniendo atestaban el ambiente, pero nadie subía las escaleras y fuera solo las sirenas rompían el silencio. - ¿Cómo es posible?. Tengo recuerdos, respiro, voy al baño...
-Son programas– dijo la madre sin más.
-Soy un robot– repitió. –Un arma. No recibo órdenes de nadie... “Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley”– continuó.
-Sebastián.
El muchacho levantó la vista hacia ella y luego volteó hacia la puerta de la habitación.
-Ninguna de las leyes son mi Biblia...” Un robot debe proteger su propia existencia en la medida que esta protección no sea incompatible con la Primera o Segunda Ley”.
-Sebastián– volvió a llamarle.
Levantó el arma y comenzó a caminar hacia la puerta, la mujer volvió a gritar su nombre, pero el chico ya no era un chico.
- Soy un robot– dijo y salió escalera abajo, disparando su arma.

FIN.
Walter Bohmer.
12/03/2004 14:49 Hs.

Me he tomado el atrevimiento de pedir prestadas las tres leyes de la robótica escritas por Isaac Asimov de un cuento que leí hace muchísimo tiempo, desde ese entonces me había quedado rondando la idea de escribir un cuento en base a esas leyes. No soy de escribir historias de este tipo, debo decir que es el único cuento que he hecho sobre robot o futurista. Sepan comprender los errores. Además, no me gustan los cuentos de Asimov, je!.
Gracias Isaac de todos modos.

Texto agregado el 29-05-2004, y leído por 230 visitantes. (0 votos)


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