De noche, después de todo, cuando comienza el frío y se reseca el humo. De noche, ahora, y después que se extingue el fuego y comienza a delirar la memoria. Ahora, después de la música, en silencio, pasa un perro por la calle, tosiendo. Va trotando y jadea. Va un perro después de todas las cosas, escondiendo el ruido, fabricándose, naciendo como un espectro sin vida o al borde de ella. Su sangre rebota contra todas las paredes. Sin actividad. Sin propósito. Confundido en un océano de bilis y vísceras. Camuflado en la soledad. Parece que fuera a sobrevivir una noche más y las caricias en el cuerpo. No hay brillo en sus ojos y debería sonreir. Sonreír como el motor de un auto, el graznido de un cuervo, o la expectativa del futuro y del desenfreno. Privado, va perdiéndolo todo en la resaca del silencio. En el estupor de su inactividad esperará la muerte, que corre suavemente de entre sus manos y sus besos. El brillo de sus ojos está extinto y refulge en todos estos amores. Está extinto y gravita, flota, planea, como un papel cayendo de un edificio. Allí está y su nombre no se entiende bajo la lluvia. La noche que sustrae su espíritu lo expulsa. Está preso en su pelo, en su sonrisa, en las luces y los vidrios quebrados y los túneles debajo de tus huesos.

Y va a ser siempre así. Cobijado en las piedras y la neblina y el pasto todo mojado.